José Antonio García-Prieto Segura
“Mira: te he grabado en las palmas de mis manos” (Is 49, 16).
Hace pocos días mi amigo Chevi me envió un artículo escrito por él y publicado en la prensa de la ciudad donde vive. Su contenido me ha impulsado a escribir estas líneas. Contaba que, con ocasión de su reciente cumpleaños, al manifestar su edad, los menos allegados se quedaban muy sorprendidos porque, a juzgar por su rostro, su aspecto físico, y el ritmo de vida que llevaba, le hacían bastante más joven.
Y le cedo la palabra: “De todo esto hablaba hace poco con mi peluquero, y de pronto me suelta que es en las manos donde se conoce bien la edad, y allí estuvimos los dos mostrando nuestras manos, al derecho y al envés, para tratar de captar algo relevante, pero nada sacamos en claro, por lo menos yo. No contentos con lo experimentado, pedimos a Pili, peluquera de señoras, que nos sacara del atasco, y ella añadió el detalle de que el tipo de trabajo realizado con las manos puede configurar muchos tipos, y así confundirnos al encontrar manos muy delicadas en personas casi centenarias. Esto tiene su intríngulis.”
Así concluía sin más: con el “intríngulis” de la misteriosa relación entre la edad y el estado de nuestras manos. Me hizo gracia esa ingeniosa conexión edad-manos, y lo del “intríngulis”; y al instante, saltó una chispa en mi interior, un pensamiento de trascendencia espiritual, como vislumbrando la raíz de un misterioso nexo entre la edad de las personas y sus manos. Vino a mi memoria un pasaje de la sagrada Escritura, donde leemos que todos estamos en las manos de Dios; más aún, ¡tatuados allí!; el profeta Isaías pone en boca de Dios estas palabras: “Mira: te he grabado en las palmas de mis manos” (Is 49, 16). Ciertamente es un modo gráfico de hablar, pero ¿apunta o se corresponde con alguna plena realidad? ¿Acaso Dios tiene manos; ¿hay alguna razón para que cada uno esté grabado en ellas, y esto las vincule de algún modo con nuestra edad?
Con cierta frecuencia se habla en la Escritura de las manos de Dios. San Ireneo, refiriéndose a Dios-Padre en la acción creadora del hombre, entiende que sus manos son su Hijo, Verbo eterno, y su Espíritu de Amor. En el Génesis leemos que “Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida” (Gn 2, 7). Ireneo escribe: “Dios no tenía necesidad de ningún otro, para hacer todo lo que Él había decidido que fuese hecho, como si Él mismo no tuviese sus manos. Pues siempre le están presentes el Verbo y la Sabiduría, el Hijo y el Espíritu, por medio de los cuales, y en los cuales, libre y espontáneamente hace todas las cosas, diciendo: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’ (Gn 1,26)” (Adv. Haereses Lib.IV, 3.2).
Dios Padre al crear a la primera pareja humana -Adán y Eva- ha plasmado y comunicado al polvo de la tierra, a la materia, la imagen de su Hijo y, con el soplo de su Espíritu, la semejanza de la divinidad. Así, toda persona, varón o mujer, posee una naturaleza divinizada, es un espíritu encarnado, que ahonda sus raíces en el Amor divino del Padre que nos ha querido y quiere en sus manos paternales, donde siempre estamos presentes y, siempre también, mirados con su Amor. Desde la fe comprendemos que esta realidad supera toda imaginación y que las palabras que Dios nos dirige: “te he grabado en las palmas de mis manos”, apenas balbucean la hondura de lo que verdaderamente entrañan: como un vivir en sus manos.
Así, en la vida eterna de Dios nunca envejecemos, como jamás envejecen sus “Manos” ni, en ellas, su amor por cada uno de nosotros. Esta conclusión no es gratuita, sino avalada por nuevas palabras Dios, recogidas esta vez por otro profeta: Jeremías. Aunque parezcan referidas solo al profeta, están dirigidas a cada persona singular: “se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jr 31, 3). Un amor divino siempre joven que no pasa, aunque los humanos nos olvidemos tantas veces de esta realidad. De hecho, esa “prolongación de su misericordia” cabe entenderla como un mantener su fidelidad de amor a pesar del desamor del hombre, por su pecado: de Adán y Eva en el paraíso y, después, los de cada uno. En la Trinidad de personas, es decir en Dios-Padre y en sus “Manos”, somos siempre amados con la eterna juventud de su amor.
Dejo para psicólogos y pensadores investigar hasta qué punto y según el trabajo realizado, pueda haber influencias entre la edad de una persona y sus manos, como decía Pili la peluquera. Lo que no cabe duda es que hay personas de edad avanzada, que mantienen un manifiesto espíritu joven, aparentemente reñido con su elevado número de años. Un varón o mujer cristianos que vivan a fondo su fe, cuentan con un plus de juventud interior porque se saben en las manos de Dios, y como transfundidos por su amor eterno. Más todavía: si reciben a Cristo en la Eucaristía deberían mantener su juventud de espíritu, porque Jesús nos “contagia” su vida eterna; lo ha dicho él mismo: “quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”, y añade: “permanece en mí y yo en el” (Jn 6, 54.56).
Esa juventud de espíritu es manifiesta en los escritos y vida de muchos santos. Pensemos en una Teresa de Jesús, en Benedicta de la Cruz, o en un santo Tomás Moro que no perdió el buen humor ni en el momento de ofrecer su cuello para ser decapitado. Todos ellos nutrían su existencia del alimento vivo de Cristo en la Eucaristía. En nuestros días, he tenido la dicha de tratar a san Josemaría y estar con él la víspera misma de su muerte. Contagiaba su alegría y juventud de espíritu, que reavivaba a diario en la Misa, recordando las palabras del Salmo 43, 4: “Me acercaré al altar de Dios; a Dios que alegra mi juventud”. (cf Es Cristo que pasa, n. 88). Y en torno al cumplimiento de sus 70 años, nos confiaba: “Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad (…). Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años.”
El Catecismo de la Iglesia llega a afirmar nada menos que: “El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está ‘con nosotros, todos los días’ (Mt 28, 20), cualesquiera que sean las tempestades (cf Lc 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios” (n. 2743). Si no lo perdemos de vista y cada día lo vivimos con Él, nuestra edad biográfica siempre estará nimbada con la juventud y la alegría de Cristo resucitado.
Por eso, vale la pena mirarse en el espejo de las manos de Dios, donde siempre seremos jóvenes, y procurar que nuestra vida temporal en el tiempo brille también con el fulgor de lo eterno. Por cierto, Chevi titulaba su artículo: “El DNI en las manos”. Este podría haberse titulado: “Mis años en las manos de Dios”.