José Manuel Grau Navarro
Presentamos y valoramos dos textos, de Friedrich A. Hayek y de Gonzalo F. de la Mora, que ofrecen dos visiones contrapuestas de la ideología
Mirándolos más detenidamente, quizás fueran complementarios, si se insistiera en que Hayek y F. de la Mora se pusieran de acuerdo en la definición de ideología.
Friedrich A. Hayek. (Viena, 1899-Friburgo, 1992). Nobel de Economía en 1974. Su obra más celebre es Camino de servidumbre, donde argumenta que el socialismo (real) es un peligro para la libertad individual y conduce al totalitarismo.
Gonzalo Fernández de la Mora. Diplomático, ministro y filósofo español. La obra ensayística de Fernández de la Mora (1924-2002) es muy amplia. Trató también del papel de las ideologías.
Avance
Al término ideología, en su acepción más moderna, lo acompaña una connotación despectiva que se refiere a los puntos de vista políticos de los demás y que el observador considera inconsistentes.
Según nos cuenta José Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, Maquiavelo puso ya en claro la posibilidad de un desvío entre la realidad ─especialmente la realidad politica─ y las ideas políticas. Hegel señaló la posibilidad de que la conciencia se separara de sí misma en el curso del proceso histórico. Ello equivalía a reconocer la posibilidad de una «conciencia desgarrada» y de una «conciencia desdichada», esto es, la posibilidad de que la conciencia no sea lo que es y sea lo que no es. En la «inversión» de la doctrina de Hegel propuesta por Marx, las ideologías se forman como «enmascaramientos» de la realidad fundamental económica. Para Marx, la clase social dominante «oculta» sus «verdaderos» propósitos (los cuales, por lo demás, puede ella misma ignorar) por medio de una ideología. Pero la ideología, a la vez que ocultación y enmascaramiento de una realidad, puede ser revelación de esta realidad y servir como «instrumento de lucha», como sucede cuando el proletariado toma el poder y convierte en ideología militante su concepción materialista y dialéctica de la historia.
La noción de ideología como ocultación y revelación de la realidad social y de los propósitos humanos hizo fortuna en el siglo XIX y ha persistido hasta nuestros días. Friedrich Nietzsche, Georges Sorel y Vilfredo Pareto se ocuparon, cada uno a su manera, de «desenmascarar ideologías». Pareto elaboró una doctrina sistemática de la ideología, mostrando que esta es siempre una teoría no científica. Según Pareto, la ideología no es descripción objetiva de la realidad social, sino conjunto de normas encaminadas a la acción. Varios autores marxistas más (por ejemplo, Georg Lukács), además de Max Scheler y Karl Mannheim, también han aportado a la teoría de la ideología.
En Max Scheler el problema de la ideología está tratado dentro del marco de la sociología del saber. El conocimiento puede estudiarse no solamente en su contenido, sino también en su relación con una situación social e histórica. En este último caso tenemos las ideologías. Karl Mannheim, siguiendo en parte (y en parte sometiendo a crítica) el marxismo, y aprovechando las investigaciones de Max Weber, trató sistemáticamente las ideologías como «reflejos» de una situación social que a la vez ocultan y revelan. El concepto de ideología —escribe Mannheim en su libro sobre ideología y utopía— refleja el descubrimiento que surgió como consecuencia del conflicto político, esto es, el hecho de que los grupos dominantes puedan estar en su pensar tan intensamente apegados a cierta situación de intereses, que ya no les sea simplemente posible ver ciertos hechos que socavarían su sentido de dominación. Implícito en el vocablo ideología queda la percepción de que en ciertas situaciones el inconsciente colectivo de ciertos grupos oscurece la condición real de la sociedad tanto para sí mismos como para otros y estabiliza tal situación. Mannheim distingue entre ideología parcial (raíz psicológica) e ideología total (raíz social).
Presentamos a continuación dos textos, de Friedrich A. Hayek y de Gonzalo F. de la Mora, que ofrecen dos visiones contrapuestas de la ideología. Mirándolos más detenidamente, quizás fueran complementarios, si se insistiera en que Hayek y F. de la Mora se pusieran de acuerdo en la definición de ideología.
A favor de la (correcta) ideología
Por Friedrich A. Hayek
La convicción de que hay que abandonar todos los principios o «ismos» para conseguir un mayor dominio de nuestro destino se proclama ahora como la nueva sabiduría de nuestro tiempo. Aplicar a cada caso las «técnicas sociales» más apropiadas para su solución, al margen de toda creencia dogmática, creen algunos que es la única manera digna de proceder en una época racional y científica. Las «ideologías», es decir los sistemas de principios, se han hecho generalmente tan impopulares como lo han sido siempre para los dictadores, como lo fueron para Napoleón I o Karl Marx, que fueron quienes dieron al término el actual significado despectivo.
Si no me equivoco, esta moda de despreciar las «ideologías», o todos los principios generales o «ismos», es una actitud característica de los socialistas decepcionados, que, al verse obligados a abandonar su propia ideología por sus contradicciones internas, llegan a la conclusión de que todas las ideologías tienen que ser erróneas y que para obrar racionalmente es preciso abandonarlas. Pero ser guiados únicamente, como ellos piensan que es posible, por particulares objetivos explícitos conscientemente aceptados, así como el rechazo de todos aquellos valores generales de los que no puede demostrarse que conducen a resultados deseables (o bien ser guiados por lo que Max Weber llama «racionalidad respecto al fin») es de todo punto imposible. Aunque, posiblemente, una ideología es algo cuya veracidad no puede «demostrarse», el hecho de que sea ampliamente aceptada es la condición indispensable de la mayoría de las cosas por las que luchamos.
Tales sedicentes «realistas» modernos solo sienten desprecio hacia la clásica advertencia de que si se empieza a interferir asistemáticamente en el orden espontáneo, no hay ningún punto seguro en el que detenerse, por lo que es necesario elegir entre sistemas alternativos. Les gusta pensar que procediendo experimentalmente, y por lo tanto «científicamente», se puede construir pieza a pieza un orden deseable, eligiendo para cada resultado particular deseado los medios que la ciencia propone como más indicados para conseguirlo.
Puesto que las advertencias contra semejante modo de pensar han sido con frecuencia tergiversadas, como sucedió con uno de mis primeros libros, será oportuno añadir algunas palabras acerca de mis intenciones. Lo que pretendía sostener en Camino de servidumbre no era, desde luego, que cuando nos apartamos, aunque sea un poco, de los que entiendo son los principios de una sociedad libre, nos vemos abocados inexorablemente a un sistema totalitario; sino más bien lo que, en lenguaje familiar, se entiende cuando se dice: «Si no corriges tus principios, acabarás mal». El hecho de que esto se haya interpretado a veces como si fuera un proceso necesario sobre el que no tenemos poder alguno una vez que lo hemos iniciado, es simplemente una muestra de lo mal que se ha comprendido la importancia de los principios en la determinación de las decisiones políticas, y especialmente en qué gran medida se ha pasado por alto el hecho fundamental de que mediante nuestras acciones políticas producimos inintencionadamente la aceptación de principios que harán necesarias nuevas acciones.
Lo que olvidan estos modernos «realistas», tan irrealistas y que tanto presumen de modernos, es que defienden lo que en realidad ha venido haciendo la mayoría del mundo occidental durante las tres últimas generaciones y que es responsable de la situación actual de la política. El fin de la era liberal de los principios podría fecharse en el momento en que, hace más de ochenta años, W. S. Jevons sostuvo que en la política social y económica «no podemos establecer reglas fijas y rígidas, sino que debemos tratar con sentido práctico todas las cosas, valorando sus diversos aspectos». Diez años después, Herbert Spencer pudo hablar de la «escuela dominante de política» que «solo muestra desprecio hacia toda doctrina que implique límites a la acción de las conveniencias prácticas» o que se base en «principios abstractos».
Esta concepción «realista», que durante tanto tiempo ha dominado la política, no ha producido aquellos resultados que sus defensores habían pronosticado. En lugar de alcanzar un mayor dominio sobre nuestro destino, nos hallamos muy a menudo en una vía que no hemos elegido deliberadamente y enfrentados a la «necesidad inevitable» de emprender una ulterior acción que, aunque no es fruto de intención deliberada, es en todo caso resultado de nuestras acciones anteriores.
La pretensión que a menudo se formula de que ciertas medidas políticas son inevitables tiene un curioso doble aspecto. Por lo que respecta a los desarrollos aprobados por quienes emplean esta argumentación, es fácilmente aceptada y utilizada como justificación de las acciones emprendidas. Pero si los acontecimientos toman un cariz no deseado, se rechaza con desdén la idea de que esto no se debe a circunstancias ajenas a nuestro control, sino que es la consecuencia necesaria de nuestras decisiones anteriores. La idea de que no somos completamente libres de elegir cualquier combinación de características de nuestra sociedad que se nos antoje, o de componerlas en un todo viable, es decir que no podemos construir un orden social deseable como se compone un mosaico seleccionando a discreción las diversas piezas, y de que muchas medidas políticas tomadas con buenas intenciones pueden tener una larga secuela de consecuencias imprevisibles e indeseables, parece ser algo intolerable para el hombre moderno. Se le ha enseñado que lo que ha construido puede también cambiarlo a voluntad para seguir sus propios deseos e, inversamente, que lo que puede cambiar tiene que haber sido también creado por él. No ha aprendido aún que esta concepción ingenua deriva de la ambigüedad de los términos «creado» o «construido».
(Texto tomado de Friedrich A. Hayek: ‘Derecho, legislación y libertad’. Unión Editorial, 2006, pp. 82-4 (la obra original en inglés se publicó en 1973)).
El crepúsculo de las ideologías
Por Gonzalo Fernández de Mora
Una ideología es una filosofía política popularizada, simplificada, generalizada, dramatizada, sacralizada y desrealizada; en suma: un subproducto mental, una pseudoidea, una razón caricaturizada y corrompida por un intenso y sostenido tratamiento de masificación. Las ideologías, en unión de los intereses, son los máximos tensores de la vida social, y por su carácter rígido, integralista y totalitario son el fulminante y la carga de los movimientos sociales más violentos. Las ideologías, como los usos, nacen, se desarrollan, decaen y mueren. Los síntomas de su crepúsculo son patentes en los países occidentales de más alto nivel.
Primero. El abstencionismo electoral, la decadencia del partidismo y del entusiasmo, la atrofia de la prensa doctrinaria, la despolitización del ocio y la deshumanización del Estado son causas y, a la vez, efectos de la reducción del interés ciudadano por la acción pública. Otro tipo de preocupaciones invade las mentes ciudadanas. Y este distanciamiento o apatía política constituye un importante testimonio de desideologización.
Segundo. Cuando dos ideologías contrapuestas tienden a fundirse es que ambas están en trance de disolución. Hoy el socialismo renuncia a la lucha de clases y a la total nacionalización de los bienes de producción, y acepta la competencia comercial y el juego democrático. Por su lado, el liberalismo prescinde de los dogmas individualistas, sustituye el principio de la representación por el de la fiscalización y hace suyas la planificación económica y la función social de la propiedad. El comunismo se occidentaliza y aburguesa mientras que el capitalismo preconiza la coexistencia pacífica y proscribe la guerra preventiva. Los nacionalismos se integran en las corrientes de unificación continental y apuntan hacia el cosmopolitismo. Hay, pues, en todos los niveles una convergencia y, en definitiva, un debilitamiento de las ideologías.
Tercero. Como el progreso material de los pueblos depende primerísimamente del avance de las ciencias puras y aplicadas, la administración tiende a transformarse en un centro de investigaciones científicas fuertemente especializado. Los saberes sociales están poniendo de manifiesto la posibilidad de conocer estadísticamente el comportamiento de los grupos y de formular leyes sociológicas. Esto significa la sustitución del retórico ideólogo por el experto, y de las ideologías por las leyes físico-matemáticas, económicas y sociales.
Cuarto. Las ideologías ya no pueden remitirse al aval de una religión o de un credo laico con lo que pierden sus más seguros muelles de amarre. Y ellas mismas, al verse envueltas en un proceso de racionalización y purificación, o devienen algo riguroso y genuino o se volatilizan; en cualquier caso, dejan de existir como tales ideologías.
Quinto. Nuestro tiempo está marcado por el signo de un desarrollo económico. Con ello, las ideologías pierden sus mejores pretextos de existencia y tienen que refugiarse en las zonas más subdesarrolladas. A pesar de las resistencias naturales, de la inercia de los usos, de los partidos ideológicos, de los viejos retóricos, de la política como lujo y pasatiempo y de otros dispositivos de freno, el rápido y firme progreso de las estructuras mentales y materiales priva inexorablemente a las ideologías de sus cardinales puntos de inserción. No se trata, pues, de que las ideologías clásicas estén gastadas, y exijan renovación. Es que toda ideología, por el hecho de serlo, resulta un instrumento lógico imperfecto, un útil conceptual de terrible simplicidad y, desde luego, absolutamente inadecuado para resolver las arduas y especializadas cuestiones políticas de nuestro tiempo y, singularmente, las planteadas por las exigencias del desarrollo económico-social.
Las realidades políticas son muy complejas y, en ellas, a causa del gran número de parámetros resulta difícil saber siempre con certeza a qué atenerse. Pero no es enteramente distinta la situación de la física y de la biología, y, sin embargo, ya se ha rebasado el estadio del alquimista y del hechicero. Estamos en el orto de un entendimiento más humano y más racional de la política. El gobierno es ya una cosa demasiado seria y difícil como para dejársela a los ideólogos. Y el mejor modo de acelerar el proceso no es acudir al terreno del adversario, o sea, al debate de los tópicos gastados y al enfrentamiento con los postulados consabidos. Es modificar la climatología social hasta hacerla inhabitable para las ideologías. Basta promover las coincidencias, estimular la racionalización de los saberes políticos, interiorizar la vida afectiva e intensificar el desarrollo cultural y económico. Y en esta cuádruple empresa tienen que alistarse los hombres del futuro. La sustitución de las ideologías por las ideas rigurosas, adecuadas y concretas es la nueva frontera.
La supresión de las tensiones ideológicas sería el fin de la entropía política y algo muy cercano a la muerte social, [se podría aducir]. Esta objeción tiene, entre otras deficiencias, la de ignorar los hechos, pues hay centurias de efectiva Historia sin ideologías. Pero es que, además, pretende reducir toda pluralidad social a la estrictamente ideológica, y esto es falso. Las ciencias naturales avanzan impulsadas por el diálogo entre sus cultivadores y por el contraste de las hipótesis con la realidad. Y, de ordinario, enteramente al margen de las ideologías. ¿Por qué no han de avanzar del mismo modo los saberes políticos?
Fuente: nuevarevista.net