La Iglesia en el mundo es una inmensa fuerza renovadora
Homilía del Papa durante las Vísperas de la Solemnidad de san Pedro y san Pablo
Queridos hermanos y hermanas:
Con la celebración de las Primeras Vísperas entramos en la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo. Tenemos la gracia de hacerlo en la Basílica Papal dedicada al Apóstol de los Gentiles, recogidos en oración ante su Tumba. Por ello, deseo orientar mi breve reflexión en la perspectiva de la vocación misionera de la Iglesia. En esta dirección van la tercera antífona de la salmodia que hemos rezado y la lectura bíblica. Las dos primeras antífonas están dedicadas a Pedro, la tercera a san Pablo, y dice: “Tu eres el mensajero de Dios, Pablo apóstol santo: anunciaste la verdad en el mundo entero”. Y en la Lectura breve, tomada del discurso inicial de la Carta a los Romanos, Pablo se presenta como “llamado el Apóstol, y elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios” (Rm 1,1) La figura de Pablo – su persona y su ministerio, toda su existencia y su duro trabajo por el Reino de Dios – están completamente dedicadas al servicio del Evangelio. En estos textos se advierte un sentido de movimiento, donde el protagonista no es el hombre, sino Dios, el soplo del Espíritu Santo, que empuja al Apóstol por los caminos del mundo para llevar a todos la Buena Noticia: las promesas de los profetas se han cumplido en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Saulo ya no existe, existe Pablo, aún más, existe Cristo que vive en él (cfr Gal 2,20) y quiere llegar a todos los hombres. Por tanto si la fiesta de los Santos Patronos de Roma evoca la doble tensión típica de esta Iglesia, a la unidad y a la universalidad, el contexto en que nos encontramos esta tarde nos llama a privilegiar la segunda, dejándonos, por así decirlo, “arrastrar” por san Pablo y por su extraordinaria vocación.
El Siervo de Dios Giovanni Battista Montini, cuando fue elegido Sucesor de Pedro, en plena celebración del Concilio Vaticano II, eligió llevar el nombre del Apóstol de los gentiles. Dentro de su programa de actuación del Concilio, Pablo VI convocó en 1974 la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la evangelización del mundo contemporáneo, y casi un año después publicó la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que se abre con estas palabras: “El compromiso de anunciar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, animados por la esperanza pero, al mismo tiempo, a menudo, turbados por el miedo y por la angustia, es sin duda un servicio hecho no sólo a la comunidad cristiana, sino también a toda la humanidad” (n. 1). Impresiona la actualidad de estas expresiones. Se percibe en ellas toda la particular sensibilidad misionera de Pablo VI y, a través de su voz, el gran anhelo conciliar a la evangelización del mundo contemporáneo, anhelo que culmina en el Decreto Ad gentes, pero que permea todos los documentos del Vaticano II y que, antes aún, animaba los pensamientos y el trabajo de los Padres conciliares, reunidos para representar de modo más tangible que nunca la difusión mundial alcanzada por la Iglesia.
No hay palabras para explicar cómo el Venerable Juan Pablo II, en su largo pontificado, desarrolló esta proyección misionera, la cual – hay que recordar siempre – responde a la misma naturaleza de la Iglesia, la cual, con san Pablo, puede y debe repetir siempre: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9,16). El Papa Juan Pablo II representó “en vivo” la naturaleza misionera de la Iglesia, con los viajes apostólicos y con la insistencia de su Magisterio sobre la urgencia de una “nueva evangelización”: “nueva” no en los contenidos, sino en el empuje interior, abierto a la gracia del Espíritu Santo que constituye la fuerza de la ley nueva del Evangelio y que renueva siempre a la Iglesia; “nueva” en la búsqueda de modalidades que correspondan a la fuerza del Espíritu Santo y que sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones; “nueva” porque es necesaria incluso en países que ha recibieron el anuncio del Evangelio. A todos es evidente que mi Predecesor dio un impulso extraordinario a la misión de la Iglesia, no solo – repito – por las distancias que recorrió, sino sobre todo por el genuino espíritu misionero que le animaba y que nos dejó en herencia en el alba del tercer milenio.
Recogiendo esta herencia, pude afirmar, al inicio de mi ministerio petrino, que la Iglesia es joven, abierta al futuro. Y lo repito hoy, cerca del sepulcro de san Pablo: la Iglesia es en el mundo una inmensa fuerza renovadora, no ciertamente por sus fuerzas, sino por la fuerza del Evangelio, en el que sopla el Espíritu Santo de Dios, el Dios Creador y redentor del mundo. Los desafíos de la época actual están ciertamente por encima de las capacidades humanas: lo están los retos históricos y sociales, y con mayor razón los espirituales. Nos parece a veces a nosotros los Pastores de la Iglesia revivir la experiencia de los Apóstoles, cuando miles de personas necesitadas seguían a Jesús, y Él preguntaba: ¿qué podemos hacer por toda esta gente? Ellos entonces experimentaban su impotencia. Pero precisamente Jesús les había demostrado que con la fe en Dios nada es imposible, y que pocos panes y peces, bendecidos y compartidos, podían saciar a todos. Pero no había – y no hay – sólo hambre de alimento material: existe un hambre más profunda, que sólo Dios puede saciar. También el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo. Por esto Juan Pablo II escribió: “La misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún muy lejos de su cumplimiento”, y añadió: “una mirada en conjunto a la humanidad demuestra que esta misión está aún en sus inicios y que debemos empeñarnos con todas las fuerzas en su servicio” (Enc. Redemptoris missio, 1). Hay regiones del mundo que aún esperan una primera evangelización; otras, que la recibieron, necesitan un trabajo más profundo; otras aún en las que el Evangelio echó raíces durante muchos siglos, dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en la que en los últimos siglos – con dinámicas complejas – el proceso de secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia.
En esta perspectiva, he decidido crear un nuevo Organismo, en la forma de “Consejo Pontificio”, con la tarea principal de promover una renovada evangelización en los países donde ya resonó el primer anuncio de la fe y están presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están viviendo una progresiva secularización de la sociedad y una especie de “eclipse del sentido de Dios”, que constituyen un desafío a encontrar los medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, el reto de la nueva evangelización interpela a la Iglesia universal, y nos pide también proseguir con empeño en la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos. Un signo elocuente de esperanza en este sentido es la costumbre de las visitas recíprocas entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla con ocasión de las fiestas de sus respectivos santos patronos. Por esto acogemos hoy con renovada alegría y reconocimiento la Delegación enviada por el Patriarca Bartolomé I, al cual dirigimos el saludo más cordial. Que la intercesión de los santos apóstoles Pedro y Pablo obtenga a la Iglesia entera fe ardiente y valor apostólico, para anunciar al mundo la verdad de la que todos tenemos necesidad, la verdad que es Dios, origen y fin del universo y de la historia, Padre misericordioso y fiel, esperanza de vida eterna. Amén.