6/06/10

Palabras del Papa durante el rezo del Ángelus


Palacio de Deportes Eleftheria de Nicosia.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
A la hora del mediodía es tradición de la Iglesia dirigirse en oración a la Santísima Virgen, recordando con alegría su pronta aceptación de la invitación del Señor a ser la madre de Dios. Era una invitación que la llenó de temor, que uno apenas podía siquiera comprender. Era una señal de que Dios la había elegido, su humilde esclava, a cooperar con él en su obra de salvación. ¡Cómo nos alegramos de la generosidad de su respuesta! A través de su "sí", la esperanza de milenios se convirtió en realidad, Aquel a quien Israel había esperado vino al mundo, en nuestra historia. De él el ángel prometió que su reino no tendrá fin (cf. Lc 1,33).
Unos treinta años más tarde, cuando María estaba llorando a los pies de la cruz, debe haber sido duro mantener esa esperanza viva. Las fuerzas de la oscuridad parecían haber ganado la partida. Y, sin embargo, en el fondo, ella habría recordado las palabras del ángel. Incluso en medio de la desolación del Sábado Santo, la certeza de la esperanza la llevó adelante hacia el gozo de la mañana de Pascua. Y así nosotros, sus hijos, vivimos en la misma esperanza confiada en que el Verbo hecho carne en el seno de María nunca nos abandonará. Él, el Hijo de Dios e Hijo de María, fortalece la comunión que nos une, de manera que podamos dar testimonio de Él y del poder de su amor curativo y reconciliador. Imploremos ahora a María nuestra Madre que interceda por todos nosotros, por el pueblo de Chipre, y por la Iglesia en todo el Oriente Medio, con Cristo, su Hijo, el Príncipe de la Paz.