Rafael Navarro-Valls
“El sentido original de la laicidad no fue el de hacernos libres de la religión, sino más bien el de hacernos oficialmente libres para su práctica”.
La polémica suscitada por el uso del velo en Lleída nos mueve a la reflexión acerca de los límites establecidos por el Derecho.
Después de que el Gobierno francés abandere la campaña “la República a cara descubierta” con el propósito de prohibir el uso del burka en los lugares públicos, ¿qué considera que ha de hacer el Gobierno español ante el uso del velo, del niqab y del burka, teniendo en cuenta la gran diferencia existente entre el uso del velo y el uso del burka?
Existe una tendencia en Occidente a confundir “garantía de la libertad religiosa” con tutela del “Islam político”. Quiero decir, que en Occidente suele entenderse que esas muestras externas de religiosidad de la mujer son más bien fruto de la dictadura política del Islam. Así ha pasado en Turquía y en Francia, y también —de algún modo con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, si aislamos lo que es religión de política, probablemente planteamientos negativos anti-símbolos cederían ante necesidades garantistas de la libertad religiosa. En Francia, como usted dice, en el debate sobre el burka y el niquab, se ha apostado por “una Republica a cara descubierta”. Es un criterio respetable, pero siempre que no olvide que sobre la mesa existen otros factores en juego: libertad religiosa, dignidad de la mujer e igualdad de sexos.
Coincido con el Tribunal Superior de Justicia de Baleares cuando en una sentencia del 9 de septiembre de 2002 hacía notar que los conflictos en materia de simbología religiosa “no admiten una solución única, y habrán de ser decididos teniendo a la vista las circunstancias singulares del caso”, aunque con prioridad del “cumplimiento efectivo de los valores constitucionales”. Dudo de que la prohibición del velo islámico sea oportuna, y menos en un momento en que la Comisión para la Libertad Religiosa Internacional de Estados Unidos (USCIRF) acaba de alertar acerca del deterioro que la libertad religiosa está sufriendo en muchas partes del mundo. Respecto al burka y al niquab, habrá que estar a la altura de las circunstancias de cada caso. Una regulación por vía legislativa de los símbolos suele implicar restricción —no siempre razonable— de la libertad religiosa. Desde luego, cuando hay razones serias de seguridad jugar al “guerrero del antifaz” no es de recibo. Pero no siempre es ese el caso.
Parece que el Gobierno de Zapatero respalda en gran medida la defensa de símbolos religiosos extranjeros y, por el contrario, se encarga de suprimir la presencia de crucifijos en las aulas. ¿No le resulta paradójico?
La impresión que me da es que en esta materia el gobierno Zapatero se mueve en un mar de contradicciones. Le sucede algo así como con las medidas sobre el déficit presupuestario. Unas veces apuesta por medidas sociales y, al día siguiente, rebaja a todos las pensiones. Un día habla de prohibir los símbolos religiosos, y al siguiente distingue entre unos y otros, y al final matiza entre los centros educativos de Melilla y de Madrid.
En todo caso, en materia de crucifijos, me parece sensato el criterio sentado por un magistrado de lo contencioso administrativo de Zaragoza (sentencia 30 abril 2010), en el que confirma la decisión del alcalde socialista Belloch de mantener el crucifijo en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Zaragoza. La sentencia afirma que "el hecho de que exista una neutralidad del Estado en materia de libertad religiosa no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de tipo religioso". Es el mismo criterio seguido por el TS de EEUU al denegar que se demoliera una cruz instalada en territorio público por razones de una supuesta neutralidad. Uno de los firmantes de la sentencia hace notar que la Constitución no obliga al gobierno a retirar del ámbito público todo lo que tenga carácter religioso: eso sería un “absolutismo” incompatible con las tradiciones históricas norteamericanas.
Laicismo y laicidad, dos conceptos que parecen asemejarse y que guardan una gran distancia entre ellos. ¿Cómo debería regirse una auténtica laicidad que respetara la convivencia entre religiones dentro de un mismo país?
Ante todo, con sentido común, que es el primer paso para un criterio seriamente jurídico. Parafraseando a William McLoughlin, suelo decir que el sentido original de la laicidad no fue el de hacernos libres de la religión, sino más bien el de hacernos oficialmente libres para su práctica. Posteriormente, se degradó el concepto, y hoy ha sido necesario un cambio de rumbo, enfilado hacia la llamada laicidad “positiva”. Aquella que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia, abandonando esa visión sesgada de instrumento, primordialmente diseñado para imponer una “filosofía” beligerante por la vía legislativa.
Esta última, tiende a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de las convicciones morales. Más en concreto, el problema hoy en España estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. Sería algo así como el custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados “nuevos valores emergentes”) y que le confiere poderes ilimitados.
Por contraste, la nueva laicidad abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona humana puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural
¿A qué se debe el empeño del Gobierno en reformar la Ley de Libertad Religiosa viviendo una coyuntura de crisis económica que debería convertirse en su prioridad absoluta? ¿Cuál cree que es el objetivo del Gobierno actual en este sentido?
No puedo hacer un proceso a las intenciones del Gobierno sin conocer el texto de la Ley. Sí le diré que tengo la impresión de que una nueva ley de libertad religiosa no solamente no es necesaria sino contraproducente para ese derecho fundamental. Ocurre como con la libertad de expresión, las leyes de prensa acaban estrangulándola. Con la libertad religiosa sucede otro tanto. Si nos fijamos en España y en su entorno, se coincidirá en que las leyes de libertad religiosa han sido fruto de sistemas autoritarios o mecanismos para salir definitivamente de ellos. Este es el caso de España y Portugal.
En nuestro caso, la primera ley de libertad religiosa —la de 1967, promulgada en pleno franquismo— concedió a las confesiones minoritarias un cierto régimen de libertad, al menos con garantías jurídicas. Este mínimum requería —después de promulgada la Constitución de 1978— un desarrollo más extenso, que definitivamente potenciara la libertad religiosa en un sistema de libre mercado ideológico. Surgió así la ley de 5 de julio de 1980, que en definitiva desarrollaba el artículo 16 de la Constitución (referido a la libertad religiosa) en relación con el art.14 (que contempla el de igualdad). Ley que está todavía sin desarrollar en algunos extremos. Las leyes de libertad religiosa suelen tener como objetivo potenciar la libertad en aquellas situaciones en que la misma está comprimida. Así ocurrió también con las leyes de libertad religiosa promulgadas en el Asia postcomunista (Kazajstán) o en países del Este de Europa (Rumania). Incluso una ley promulgada en un país sin antecedentes autoritarios, Estados Unidos, buscaba ampliar la libertad religiosa, ante una interpretación restrictiva de la misma realizada por el Tribunal Supremo. Fue el caso de la Religious Freedom Restoration Act, firmada por Clinton el 16 de noviembre de 1993. Su propia denominación (Restoration) evocaba su objetivo: evitar que el Gobierno gravara con una carga sustancial el ejercicio de la religión.
Existe una tendencia en Occidente a confundir “garantía de la libertad religiosa” con tutela del “Islam político”. Quiero decir, que en Occidente suele entenderse que esas muestras externas de religiosidad de la mujer son más bien fruto de la dictadura política del Islam. Así ha pasado en Turquía y en Francia, y también —de algún modo con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, si aislamos lo que es religión de política, probablemente planteamientos negativos anti-símbolos cederían ante necesidades garantistas de la libertad religiosa. En Francia, como usted dice, en el debate sobre el burka y el niquab, se ha apostado por “una Republica a cara descubierta”. Es un criterio respetable, pero siempre que no olvide que sobre la mesa existen otros factores en juego: libertad religiosa, dignidad de la mujer e igualdad de sexos.
Coincido con el Tribunal Superior de Justicia de Baleares cuando en una sentencia del 9 de septiembre de 2002 hacía notar que los conflictos en materia de simbología religiosa “no admiten una solución única, y habrán de ser decididos teniendo a la vista las circunstancias singulares del caso”, aunque con prioridad del “cumplimiento efectivo de los valores constitucionales”. Dudo de que la prohibición del velo islámico sea oportuna, y menos en un momento en que la Comisión para la Libertad Religiosa Internacional de Estados Unidos (USCIRF) acaba de alertar acerca del deterioro que la libertad religiosa está sufriendo en muchas partes del mundo. Respecto al burka y al niquab, habrá que estar a la altura de las circunstancias de cada caso. Una regulación por vía legislativa de los símbolos suele implicar restricción —no siempre razonable— de la libertad religiosa. Desde luego, cuando hay razones serias de seguridad jugar al “guerrero del antifaz” no es de recibo. Pero no siempre es ese el caso.
Parece que el Gobierno de Zapatero respalda en gran medida la defensa de símbolos religiosos extranjeros y, por el contrario, se encarga de suprimir la presencia de crucifijos en las aulas. ¿No le resulta paradójico?
La impresión que me da es que en esta materia el gobierno Zapatero se mueve en un mar de contradicciones. Le sucede algo así como con las medidas sobre el déficit presupuestario. Unas veces apuesta por medidas sociales y, al día siguiente, rebaja a todos las pensiones. Un día habla de prohibir los símbolos religiosos, y al siguiente distingue entre unos y otros, y al final matiza entre los centros educativos de Melilla y de Madrid.
En todo caso, en materia de crucifijos, me parece sensato el criterio sentado por un magistrado de lo contencioso administrativo de Zaragoza (sentencia 30 abril 2010), en el que confirma la decisión del alcalde socialista Belloch de mantener el crucifijo en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Zaragoza. La sentencia afirma que "el hecho de que exista una neutralidad del Estado en materia de libertad religiosa no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de tipo religioso". Es el mismo criterio seguido por el TS de EEUU al denegar que se demoliera una cruz instalada en territorio público por razones de una supuesta neutralidad. Uno de los firmantes de la sentencia hace notar que la Constitución no obliga al gobierno a retirar del ámbito público todo lo que tenga carácter religioso: eso sería un “absolutismo” incompatible con las tradiciones históricas norteamericanas.
Laicismo y laicidad, dos conceptos que parecen asemejarse y que guardan una gran distancia entre ellos. ¿Cómo debería regirse una auténtica laicidad que respetara la convivencia entre religiones dentro de un mismo país?
Ante todo, con sentido común, que es el primer paso para un criterio seriamente jurídico. Parafraseando a William McLoughlin, suelo decir que el sentido original de la laicidad no fue el de hacernos libres de la religión, sino más bien el de hacernos oficialmente libres para su práctica. Posteriormente, se degradó el concepto, y hoy ha sido necesario un cambio de rumbo, enfilado hacia la llamada laicidad “positiva”. Aquella que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia, abandonando esa visión sesgada de instrumento, primordialmente diseñado para imponer una “filosofía” beligerante por la vía legislativa.
Esta última, tiende a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de las convicciones morales. Más en concreto, el problema hoy en España estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. Sería algo así como el custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados “nuevos valores emergentes”) y que le confiere poderes ilimitados.
Por contraste, la nueva laicidad abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona humana puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural
¿A qué se debe el empeño del Gobierno en reformar la Ley de Libertad Religiosa viviendo una coyuntura de crisis económica que debería convertirse en su prioridad absoluta? ¿Cuál cree que es el objetivo del Gobierno actual en este sentido?
No puedo hacer un proceso a las intenciones del Gobierno sin conocer el texto de la Ley. Sí le diré que tengo la impresión de que una nueva ley de libertad religiosa no solamente no es necesaria sino contraproducente para ese derecho fundamental. Ocurre como con la libertad de expresión, las leyes de prensa acaban estrangulándola. Con la libertad religiosa sucede otro tanto. Si nos fijamos en España y en su entorno, se coincidirá en que las leyes de libertad religiosa han sido fruto de sistemas autoritarios o mecanismos para salir definitivamente de ellos. Este es el caso de España y Portugal.
En nuestro caso, la primera ley de libertad religiosa —la de 1967, promulgada en pleno franquismo— concedió a las confesiones minoritarias un cierto régimen de libertad, al menos con garantías jurídicas. Este mínimum requería —después de promulgada la Constitución de 1978— un desarrollo más extenso, que definitivamente potenciara la libertad religiosa en un sistema de libre mercado ideológico. Surgió así la ley de 5 de julio de 1980, que en definitiva desarrollaba el artículo 16 de la Constitución (referido a la libertad religiosa) en relación con el art.14 (que contempla el de igualdad). Ley que está todavía sin desarrollar en algunos extremos. Las leyes de libertad religiosa suelen tener como objetivo potenciar la libertad en aquellas situaciones en que la misma está comprimida. Así ocurrió también con las leyes de libertad religiosa promulgadas en el Asia postcomunista (Kazajstán) o en países del Este de Europa (Rumania). Incluso una ley promulgada en un país sin antecedentes autoritarios, Estados Unidos, buscaba ampliar la libertad religiosa, ante una interpretación restrictiva de la misma realizada por el Tribunal Supremo. Fue el caso de la Religious Freedom Restoration Act, firmada por Clinton el 16 de noviembre de 1993. Su propia denominación (Restoration) evocaba su objetivo: evitar que el Gobierno gravara con una carga sustancial el ejercicio de la religión.