A pesar de que es muy denso, este libro se lee todo de un tirón. Recorriendo sus nueve capítulos y las perspectivas finales, el lector se ve llevado por senderos abruptos hacia el fascinante encuentro con Jesús, una figura familiar que se muestra aún más cercana tanto en su humanidad como en su divinidad. Al acabar la lectura, se quisiera proseguir el diálogo, no sólo con el autor, sino también con Aquel de quien habla. "Jesús de Nazaret" es más que un libro; es un testimonio conmovedor, fascinante, liberador. ¡Cuánto interés suscitará entre los expertos y entre los fieles!
Además del interés de un libro sobre Jesús, el libro del Papa se presenta con humildad al foro de los exegetas, para confrontarse con ellos sobre los métodos y sobre los resultados de sus investigaciones. La finalidad del Santo Padre es ir con ellos más lejos, ciertamente con estricto rigor científico, pero también con fe en el Espíritu Santo que sondea las profundidades de Dios en la Sagrada Escritura. En este foro, los intercambios fecundos predominan en gran medida respecto d lelos tonos críticos, y eso contribuye a dar a conocer y reconocer mejor la contribución esencial de los exegetas.
¿No es fuente de gran esperanza este acercamiento entre la exégesis rigurosa de los textos bíblicos y la interpretación teológica de la Sagrada Escritura? Yo no puedo menos de ver en este libro la aurora de una nueva era de la exégesis, una prometedora época de exégesis teológica.
El Papa dialoga en primer lugar con la exégesis alemana, pero no ignora importantes autores que pertenecen a las áreas lingüísticas francófona, anglófona y latina. Sobresale al afrontar las cues tiones esenciales y los nudos decisivos, obligándose a evitar las discusiones sobre los detalles y las disputas de escuela que perjudicarían su propósito, que es «encontrar al Jesús real», no al «Jesús histórico» propio de la corriente dominante de la exégesis crítica, sino al «Jesús de los Evangelios» escuchado en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, para así «llegar también a la certeza de la figura verdaderamente histórica de Jesús».
Esta formulación de su objetivo manifiesta el interés metodológico del libro. El Papa afronta de modo práctico y ejemplar el complemento teológico deseado por la exhortación apostólica "Verbum Domini" para el desarrollo de la exégesis. Nada estimula más que el ejemplo dado y los resultados obtenidos. "Jesús de Nazaret" ofrece una magnífica base para un diálogo fructuoso no sólo entre exegetas, sino también entre pastores, teólogos y exegetas.
Antes de ilustrar con algunos ejemplos los resultados de esta exégesis de Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, añado una observación sobre el método. El autor se esfuerza por aplicar con mayor profundidad los tres criterios de interpretación formulados en el concilio Vaticano II por la constitución sobre la divina Revelación "Dei Verbum": tener en cuenta la unidad de la Sagrada Escritura, el conjunto de la Tradición de la Iglesia, y respetar la analogía de la fe. Como buen pedagogo, tal como nos ha acostumbrado en sus homilías mistagógicas, dignas de san León Magno, Benedicto XVI, partiendo de la figura —central y única— de Jesús, muestra la plenitud de sentido que brota de la Sagrada Escritura «interpretada a la luz del mismo Espíritu mediante el cual fue escrita» (Dei Verbum, 12).
Aunque el autor no pretende ofrecer una enseñanza oficial de la Iglesia, es fácil imaginar que su autoridad científica y el análisis a fondo de ciertas cuestiones disputadas serán de gran ayuda para confirmar en la fe a muchos. Servirán, además, para hacer que progresen debates que se han quedado estancados a causa de prejuicios racionalistas y positivistas que han menoscabado el prestigio de la exégesis moderna y contemporánea.
Entre la aparición del primer volumen, en abril de 2007, y la del segundo en esta Cuaresma de 2011, gran número de acontecimientos felices han marcado la vida de la Iglesia y del mundo. Podemos preguntarnos cómo ha logrado el Papa escribir esta obra muy personal y muy comprometedora, de la que la actualidad del tema y la audacia del proyecto saltan a la vista de cualquiera que se interese por el cristianismo. Como teólogo y como pastor, tengo la sensación de vivir un momento histórico de gran alcance teológico y pastoral. Es como si en medio de las olas que agitan la barca de la Iglesia, Pedro mantuviera aún aferrada la mano del Señor que sale a nuestro encuentro sobre las aguas para salvarnos (cfr. Mt 14, 22-33).
Dicho lo que atañe al carácter histórico, teológico y pastoral del acontecimiento, pasemos al contenido del libro, que quiero resumir a grandes líneas en torno a algunas cuestiones cruciales. Ante todo, la cuestión del fundamento histórico del cristianismo que atraviesa los dos volúmenes de la obra; luego la cuestión del mesianismo de Jesús, a la que sigue la de la expiación de los pecados por parte del Redentor, que constituye un problema para muchos teólogos; del mismo modo la cuestión del sacerdocio de Cristo en relación con su realeza y su sacrificio, que tanta importancia revisten para la concepción católica del sacerdocio y de la sagrada Eucaristía; y por último la cuestión de la resurrección de Jesús, su relación con la corporeidad y su vínculo con la fundación de la Iglesia.
No es necesario decir que la enumeración no es exhaustiva y muchos encontrarán otras cuestiones más interesantes, por ejemplo su comentario al discurso escatológico de Jesús o también a la oración sacerdotal en Juan 17. Yo identifico las cuestiones aquí expuestas como nudos por resolver tanto en exégesis como en teología, con el fin de reconducir la fe de los fieles a la Palabra misma de Dios, comprendida en toda su fuerza y su coherencia, a pesar de los condicionamientos teológicos y culturales que a veces impiden el acceso al sentido profundo de la Escritura.
1. La cuestión del fundamento histórico del cristianismo ha sido afrontada por Joseph Ratzinger desde los años de su formación y de su primera enseñanza, como lo muestra su libro "Introducción al cristianismo [Einführung in das Christentum]", publicado hace más de cuarenta años, y que en su momento ejerció notable impacto sobre los oyentes y los lectores. Dado que el cristianismo es la religión del Verbo encarnado en la historia, para la Iglesia resulta indispensable atenerse a los hechos y a los acontecimientos reales, precisamente en cuanto que contienen los «misterios» que la teología debe profundizar utilizando claves de interpretación que pertenecen al ámbito de la fe.
En este segundo volumen, que trata de los acontecimientos centrales de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el autor confiesa que la tarea es particularmente delicada. Su exégesis interpreta los hechos reales de manera análoga al tratado sobre «los misterios de la vida de Jesús » de santo Tomás de Aquino, «guiado por la hermenéutica de la fe, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo con responsabilidad la razón histórica, necesariamente incluida en esta misma fe» (p. 9). al sentido profundo de la Escritura.
Bajo esta luz, se comprende el interés del Papa por la exégesis histórico- crítica que conoce muy bien y de la que saca lo mejor para profundizar en los acontecimientos de la Última Cena, el significado de la oración en Getsemaní, la cronología de la pasión y en particular las trazas históricas de la resurrección.
No deja de evidenciar de paso el defecto de apertura de una exégesis ejercida de modo demasiado exclusivo según la «razón», pero su principal finalidad sigue siendo la de arrojar luz teológicamente sobre los hechos del Nuevo Testamento con la ayuda del Antiguo, y viceversa, de modo análogo pero más riguroso respecto a la interpretación tipológica de los Padres de la Iglesia. El vínculo del cristianismo con el judaísmo se presenta reforzado por esta exégesis que se arraiga en la historia de Israel tomada en su orientación hacia Cristo. Así, por ejemplo, la oración sacerdotal de Jesús, que parece por excelencia una meditación teológica, adquiere en él una dimensión totalmente nueva gracias a su interpretación iluminada por la tradición judía del Yom Kippur.
2. Un segundo nudo atañe al mesianismo de Jesús. Ciertos exegetas modernos han hecho de Jesús un revolucionario, un maestro de moral, un profeta escatológico, un rabí idealista, un loco de Dios, un mesías de algún modo a imagen de su intérprete influido por las ideologías dominantes.
La exposición de Benedicto XVI sobre este punto está bastante generalizada y arraigada en la tradición judía. Se inserta en la continuidad de esta tradición que une lo religioso y lo político, pero subrayando en qué punto Jesús realiza una ruptura entre los dos ámbitos. Jesús ante el Sanedrín declara que es el Mesías, pero no sin aclarar la naturaleza exclusivamente religiosa de su mesianismo. Por otra parte, es por este motivo por lo que condenan a Jesús como blasfemo, pues se identificó a sí mismo con «el Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo». El Papa expone con fuerza y claridad las dimensiones real y sacerdotal de este mesianismo, cuyo sentido es instaurar el nuevo culto, la adoración en Espíritu y en verdad, que implica toda la existencia, personal y comunitaria, como una ofrenda de amor para la glorificación de Dios en la carne.
3. Un tercer nudo por resolver concierne al sentido de la redención y al lugar que debe ocupar —o no ocupar— la expiación de los pecados. El Papa afronta las objeciones modernas a esta doctrina tradicional. Un Dios que exige una expiación infinita, ¿no es acaso un Dios cruel, cuya imagen es incompatible con nuestra concepción de un Dios misericordioso? ¿Cómo conciliar nuestras modernas mentalidades sensibles a la autonomía de las personas con la idea de una expiación vicaria por parte de Cristo? Estos nudos son particularmente difíciles de resolver.
El autor retoma estas preguntas varias veces, en diversos niveles, y muestra cómo la misericordia y la justicia van unidas en el marco de la Alianza querida por Dios. Un Dios que perdonara todo sin preocuparse de la respuesta que debe dar su criatura, ¿habría tomado en serio la Alianza y sobre todo el horrible mal que envenena la historia del mundo? Cuando se miran de cerca los textos del Nuevo Testamento, pregunta el autor, ¿no es Dios quien toma sobre sí mismo, en su Hijo crucificado, la exigencia de una reparación y de una respuesta de amor auténtico? «Dios mismo “bebe el cáliz” de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento, transforma la oscuridad» (p. 270).
Esas cuestiones son planteadas y resueltas en un sentido que invita a la reflexión y en primer lugar a la conversión. En efecto, no se puede ver claro en esas cuestiones últimas permaneciendo neutrales o distantes. Es preciso implicar la propia libertad para descubrir el sentido profundo de la Alianza que justamente compromete la libertad de toda persona. La conclusión del Santo Padre es perentoria: «El misterio de la expiación no tiene que ser sacrificado a ningún racionalismo sabiondo» (p. 279).
4. Un cuarto nudo concierne al sacerdocio de Cristo. Según las categorías eclesiales de hoy, Jesús era un laico investido de una vocación profética. No pertenecía a la aristocracia sacerdotal del Templo y vivía al margen de esta institución fundamental del pueblo de Israel. Este hecho ha inducido a muchos intérpretes a considerar la figura de Jesús como totalmente ajena y sin ninguna relación con el sacerdocio. Benedicto XVI corrige esta interpretación apoyándose firmemente en la Carta a los Hebreos, que habla extensamente del sacerdocio de Cristo, y cuya doctrina se armoniza muy bien con la teología de san Juan y de san Pablo.
El Papa responde ampliamente a las objeciones históricas y críticas mostrando la coherencia del nuevo sacerdocio de Jesús con el culto nuevo que él vino a establecer en la tierra por obediencia a la voluntad del Padre. El comentario de la oración sacerdotal de Jesús tiene gran profundidad y lleva al lector a pastos que no había imaginado.
La institución de la Eucaristía se presenta en este contexto con una belleza luminosa, que repercute sobre la vida de la Iglesia como su fundamento y su fuente perenne de paz y de alegría. El autor se atiene estrictamente a los más profundos análisis históricos, pero resuelve él mismo las aporías como sólo puede hacerlo una exégesis teológica. Se llega al final del capítulo sobre la Última Cena no sin emoción y quedando admirados.
5. Un último nudo que quiero considerar atañe, finalmente, a la resurrección, a su dimensión histórica y escatológica, a su relación con la corporeidad y la Iglesia. El Santo Padre comienza sin circunlocuciones: «La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos» (p. 281).
El Papa critica las elucubraciones exegéticas que declaran compatibles el anuncio de la resurrección de Cristo y la permanencia de su cadáver en el sepulcro. Excluye esas absurdas teorías observando que el sepulcro vacío, aunque no es una prueba de la resurrección, de la que nadie fue testigo directo, sí es un signo, un presupuesto, una huella dejada en la historia por un acontecimiento trascendente. «Sólo un acontecimiento real de una entidad radicalmente nueva era capaz de hacer posible el anuncio apostólico, que no se puede explicar por especulaciones o experiencias interiores, místicas» (p. 320).
Según él, la resurrección de Jesús introduce una especie de «cambio decisivo», un «salto de calidad» que inaugura «una nueva posibilidad de ser hombre». La experiencia paradójica de las apariciones revela que en esta nueva dimensión del ser «él no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo». Jesús vive en plenitud, en una nueva relación con la corporeidad real, pero libre respecto de los vínculos corpóreos como nosotros los conocemos.
La importancia histórica de la resurrección se manifiesta en el testimonio de las primeras comunidades que dieron vida a la tradición del domingo como signo distintivo de pertenencia al Señor. «Para mí —dice el Santo Pa d re — la celebración del Día del Señor, que distingue a la comunidad cristiana desde el principio, es una de las pruebas más fuertes de que ha sucedido una cosa extraordinaria en ese día: el descubrimiento del sepulcro vacío y el encuentro con el Señor resucitado» (p. 302).
En el capítulo sobre la Última Cena, el Papa afirmaba: «Con la Eucaristía, la Iglesia misma fue instituida». Aquí añade una observación de gran alcance teológico y pastoral: «Así, el relato de la resurrección se convierte por sí mismo en eclesiología: el encuentro con el Señor resucitado es misión y da su forma a la Iglesia naciente» (p. 303). Cada vez que participamos en la Eucaristía dominical vamos al encuentro del Resucitado que vuelve a nosotros, con la esperanza de que así damos testimonio de que él vive y que nos ha- ce vivir. ¿No se presta todo esto para volver a fundar el sentido de la misa dominical y de la misión?
Después de citar estos nudos sin que me sea posible extenderme de modo adecuado sobre su solución, quiero concluir esta presentación sumaria dando algo más de espacio al significado de esta gran obra sobre Jesús de Nazaret.
Es evidente que mediante esta obra el Sucesor de Pedro se dedica a su ministerio específico, que consiste en confirmar a sus hermanos en la fe. Lo que impresiona aquí en sumo grado es el modo como lo hace, en diálogo con los expertos en el campo exegético, y con el fin de alimentar y fortalecer la relación personal de los discípulos con su Maestro y Amigo.
Esa exégesis, teológica en cuanto al método, pero que incluye la dimensión histórica, se conecta efectivamente con el modo de interpretar de los Padres de la Iglesia, pero sin que la interpretación se aleje del sentido literal y de la historia concreta para evadirse hacia alegorías artificiosas.
Gracias al ejemplo que da y a los resultados que obtiene, este libro ejercerá una mediación entre la exégesis contemporánea y la exégesis patrística, por un lado, así como en el necesario diálogo entre exegetas, teólogos y pastores, por otro. En esta obra veo una gran invitación al diálogo sobre lo que es esencial del cristianismo, en un mundo que busca puntos de referencia, en el que a las diferentes tradiciones religiosas les resulta difícil transmitir a las nuevas generaciones la herencia de la sabiduría religiosa de la humanidad.
Diálogo, por tanto, en el seno de la Iglesia, diálogo con las demás confesiones cristianas, diálogo con los judíos, cuya implicación histórica en cuanto pueblo en la condena a muerte de Jesús es excluida una vez más. Diálogo, por último, con las demás tradiciones religiosas sobre el sentido de Dios y del hombre que brota de la figura de Jesús, tan propicia para la paz y la unidad del género humano.
Al concluir una primera lectura, habiendo gustado más la Verdad de la que con humildad y pasión es testigo el autor, siento la necesidad de dar continuidad a este encuentro de "Jesús de Nazaret" tanto invitando a cada uno a leerlo como releyéndolo una segunda vez como meditación del tiempo litúrgico de Cuaresma y de Pascua.
Creo que la Iglesia debe dar gracias a Dios por este libro histórico, por esta obra que sirve de cierre entre dos épocas, que inaugura una nueva era de la exégesis teológica. Este libro tendrá un efecto liberador para estimular el amor a la Sagrada Escritura, para impulsar la "lectio divina" y para ayudar a los sacerdotes a predicar la Palabra de Dios.
Al final de este rápido vuelo sobre una obra que acerca al lector al verdadero rostro de Dios en Jesucristo, no me queda más que decir: ¡Gracias, Santo Padre! Permitidme, sin embargo, añadir una última consideración, una pregunta, pues ese servicio prestado a la Iglesia y al mundo en las circunstancias que ya se conocen y con los condicionamientos que se pueden intuir, merece más de una consideración y de un gesto de gratitud. El Santo Padre tiene la mano de Jesús sobre las olas agitadas por la tormenta y a la vez nos tiende la otra mano, porque juntos formamos uno con él. ¿Quién aferrará esta mano tendida que nos transmite las palabras de Vida eterna? |