5/08/11

“Dar cuenta de la esperanza cristiana al hombre moderno”

HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE MESTRE


Queridos hermanos y hermanas:

Me siento muy contento de estar hoy entre vosotros y celebrar con vosotros y para vosotros esta solemne Eucaristía. Es significativo que el lugar escogido para esta liturgia sea el Parque de San Giuliano: un espacio en donde normalmente no se celebran ritos religiosos, sino manifestaciones culturales y musicales. Hoy este espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus pastores, y de forma eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. A vosotros venerables hermanos obispos, con los presbíteros y los diáconos, a vosotros religiosos, religiosas y laicos, os dirijo mi más cordial saludo, en particular para los enfermos aquí presentes, acompañados por miembros de la UNITALSI. ¡Gracias por vuestro caluroso recibimiento! Saludo con afecto al patriarca, cardenal Angelo Scola, a quien agradezco por las sentidas palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Dirijo un deferente pensamiento al alcalde, al ministro para la Cultura en representación del Gobierno, al ministro del Trabajo y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar nuestro encuentro. Un sentido agradecimiento a todos aquellos que generosamente han ofrecido su colaboración para la preparación y el desarrollo de mi visita pastoral. 

El Evangelio del tercer domingo de Pascua presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf.Lucas 24, 13-35), un relato que nunca acaba de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias que Jesús resucitado actúa en los discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto cansado, de desapego y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Ella es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y que nos la comunica con la fuerza de su resurrección.

Queridos hermanos y hermanas: He venido entre vosotros como obispo de Roma, continuando el ministerio de Pedro, para confirmaros en la fidelidad al Evangelio y en la comunión. He venido para compartir con los obispos y los presbíteros el ansia del anuncio misionero, que debe involucrarnos a todos en un serio y bien coordinado servicio a la causa del Reino de Dios. Vosotros, hoy aquí presentes, representáis las comunidades eclesiales nacidas de la Iglesia madre de Aquilea. Como en el pasado, cuando esa Iglesias se distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo pastoral, también hoy es necesario promover y defender con valor la verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar cuenta de la esperanza cristiana al hombre moderno, agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y actuar.

Vivís en un contexto en el cual el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, por siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de las persecuciones y pruebas más duras. De esta fe son elocuentes expresiones los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en sus aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa apoderados por la duda, la tristeza y la desilusión. Tal actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, cuando dejan de creer en la potencia y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del abuso, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.

Por tanto, es necesario para cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída en el misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirar todo y a todos con los ojos de Dios, y la luz de su amor. Permanecer con Jesús que permaneció con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una constante invitación a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.

El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras haber reconocido a Jesús en el partir el pan, "levantándose en el momento, se volvieron a Jerusalén" (Lucas 24,33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hay un gran esfuerzo por cumplir para que cada cristiano, aquí en el Noreste como en cada parte del mundo, se transforme en testigo, listo a anunciar con vigor y con gozo el evento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el cuidado que, como Iglesias del Triveneto, ponéis para tratar de comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones cristianas, os preocupáis por demarcar las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro de esta región. Con mi presencia deseo apoyar vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso programa pastoral puesto en marcha por vuestros pastores, auspiciando un fructífero compromiso por parte de todos los componentes de la comunidad eclesial.

También un pueblo tradicionalmente católico puede advertir en sentido negativo, o asimilar casi de manera inconsciente, los contragolpes de la cultura que termina por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico es abiertamente rechazado u obstaculizado subrepticiamente. Sé lo grande que ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los perennes valores de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a los llamados del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros "con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación" (1 Pedro 1, 17): invitación que se concreta en una existencia vivida intensamente en las calles de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cfr 1 Pedro 1, 21): dirigidas a Dios porque radicadas en El, fundadas sobre su amor y sobre su fidelidad. En los siglos pasados, vuestras Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias a la obra de vigorosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e inconfundible que nos dirigen: ¡Sed santos! ¡Poned en el centro de vuestra vida a Cristo! Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los otros y para hacer de vosotros mismos, con su ejemplo, un don para toda la humanidad. 


En torno a Aquilea se encontraron unidos pueblos de lenguas y culturas diversas, que convergieron no sólo por exigencias políticas sino sobretodo por la fe en Cristo y por la civilización inspirada en la enseñanza evangélica, la Civilización del Amor. Las Iglesias engendradas en Aquilea están hoy llamadas a reforzar aquella antigua unidad espiritual, en particular a la luz del fenómeno de la inmigración y de las nuevas circunstancias geopolíticas. La fe cristiana puede contribuir seguramente a concretar este programa, que afecta al desarrollo armonioso e integral del hombre y de la sociedad en la que vive. Mi presencia entre vosotros quiere ser, por este motivo, también un vivo apoyo a los esfuerzos que son desplegados para favorecer la solidaridad entre vuestras diócesis del Noreste. Quiere ser, además, un estimulo para cada iniciativa orientado a la superación de aquellas divisiones que podrían hacer vanas las concretas aspiraciones a la justicia y a la paz. 

Este, hermanos, es mi auspicio, ésta es la oración que dirijo a Dios por todos vosotros, invocando la celeste intercesión de la Virgen María y de tantos santos y beatos, entre los cuales me es grato recordar a san Pío X y al beato Juan XXIII, pero también al venerable Giuseppe Toniolo, cuya beatificación está próxima. Estos luminosos testimonios del Evangelio son la riqueza más grande de vuestro territorio: seguid sus ejemplos y sus enseñanzas, conjugándolas con las exigencias actuales. Tened confianza: el Señor resucitado camina con vosotros ayer hoy y siempre.