Oración y esperanza
Ramiro Pellitero
Aunque el cristiano no sepa cómo rezar, el Espíritu Santo actúa en su oración, la une a la oración de Jesús y la hace eficaz en el Cuerpo de Cristo
Puede decirse que el aprendizaje de la esperanza comienza por la oración. Así lo expresaba Benedicto XVIen su encíclica Spe salvi: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme —cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme”. También cuando uno se siente solo, porque en realidad, “el que reza nunca está totalmente solo”. Y refiere el testimonio del Cardenal Nguyen Van Thuan, que durante trece años en la cárcel se apoyó con fuerza creciente en la escucha y la conversación con Dios.
Vaciar el vaso de vinagre, dilatar el corazón
Según San Agustín, la oración tiene como finalidad precisamente el aumento de la esperanza. A través de la oración Dios ensancha y purifica el corazón. “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel —símbolo, observa el Papa, de la ternura y la bondad de Dios—; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados”. Y añade la encíclica algo que le interesa subrayar: “Con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común”.
Esto tiene consecuencias para el modo de entender la oración en la práctica: “Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad”. No es un encerrarse, sino lo contrario, un abrirse y dilatarse: “El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás”. La oración es, en definitiva una escuela de comunión con Dios y, a través de Él, con los otros. “En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro”.
La oración: escuela, purificación y liberación
La oración es una escuela y a la vez un lugar de purificación y de liberación. El que reza “ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también…”. Si Dios no existiera, la oración no tendría sentido y cabría la desesperación o el autoengaño, porque nadie podría perdonar la culpa ni existiría el criterio del Bien.
La oración es una relación personal con el Dios vivo. Los Padres de la Iglesia enseñaban que la oración debe impregnar toda la vida hasta convertirla en oración, como sucedía con la vida de Jesús. De este modo, la vida del cristiano debería ser una “oración continua”, observa Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret (I). Para eso son necesarias las oraciones concretas, que se expresan con palabras, imágenes y pensamientos; y que han de brotar espontáneamente del corazón ante las penas y las alegrías. Al mismo tiempo, la oración se realiza en unión con los cristianos y los santos que nos han precedido.
Aunque el cristiano no sepa cómo rezar, el Espíritu Santo actúa en su oración, la une a la oración de Jesús y la hace eficaz en el Cuerpo de Cristo. Así nos va enseñando a pedir el mejor de los dones: el amor que impregna la vida íntima de Dios. Por eso Juan Pablo II rechazaba como no auténtica una oración que se apartase del compromiso cotidiano —el servicio a los demás— y la preocupación por los más pobres y necesitados.
La oración privada y la oración de la Iglesia
Nada puede sustituir la “oración personal”. Y a la vez, porque la oración no es de ningún modo un acto de individualismo, debe ser guiada e iluminada continuamente por las principales oraciones cristianas —el Padrenuestro, el Ave María— y la oración litúrgica, oración pública de la Iglesia.
La oración cristiana es aprendizaje, interpretación y explicación de la esperanza; por eso, “aprender a rezar es aprender a esperar y por lo tanto es aprender a vivir”, escribía Joseph Ratzinger hace años. En la oración, como se ve sobre todo en el Padrenuestro, los anhelos se convierten en invocaciones y en esperanza. Y añadía: “Todas nuestras angustias son, en último término, miedo por le pérdida del amor y por la soledad total que le sigue”.
La oración es escuela de la gran esperanza que asume las esperanzas humanas. La oración auténtica lleva a actuar para que todas las personas y el mundo mismo puedan participar de la comunión con Dios. Toda justicia verdadera comienza por la oración: “La justicia comienza de rodillas” (Dorothy Day). Y Benedicto XVI en su tercera encíclica: “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración”, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, no es ante todo el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don.
En ese diálogo con Dios que es la oración —concluye la Spe salvi—, “se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres. Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás”.