“DIOS SE PONE EN NUESTRAS MANOS”
El Papa ayer durante el rezo del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo se cierra con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del Pueblo: “Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21,43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es “la piedra que los constructores desecharon”, (cf. Mt 21,42), porque lo han juzgado enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él mismo, rechazado y crucificado, ha resucitado, convirtiéndose en la “piedra angular” en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de cada existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los cuales un hombre había confiado su propia viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que Él nos dona para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que “Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores” (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre se orienta muy a menudo a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. Cuando, de hecho, “les envió a su hijo –escribe el evangelista Mateo- … [los labradores] agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mt 21,37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también la justa punición para los malvados. (cf. Mt 21,41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en Él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el Siervo de Dios Pablo VI: “El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada”. (Enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964: AAS 56 [1964], 622).
Queridos amigos, el Señor es siempre cercano y operante en la historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus Ángeles, que hoy la Iglesia venera como “Custodios”, es decir, ministros de la divina premura por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección. Y los Ángeles coronan a la Augusta Reina de las Victorias, la Bienaventurada Virgen María del Rosario, que en el primer domingo de octubre, precisamente en estos momentos, desde el Santuario de Pompeya y desde el mundo entero, acoge la súplica ferviente para que sea abatido el mal y se revele, en plenitud, la bondad de Dios.