¿Sirve la moral para la economía?
Gregorio Guitián
En una sociedad de cultura débil es fácil que la economía se tome como lo más importante, y que la lógica del mercado, que en su ámbito no es en sí misma perniciosa, se extienda indebidamente a otros campos y tiña las mentalidades de un espíritu economicista
En estos tiempos, en los que todos somos conscientes de la necesidad de un esfuerzo conjunto para superar la situación económica que padecemos, quizá podrían ser de utilidad algunas reflexiones desde el campo de la doctrina social de la Iglesia. Es necesario advertir, sin embargo, que no toca a la teología proponer soluciones técnicas a los problemas económicos, sino en todo caso ofrecer principios, juicios u orientaciones que ayuden a pensar y dar con soluciones concretas que puedan llevarse a la práctica.
Como se trata de salir de la crisis, convendría en primer lugar recapacitar sobre cómo hemos entrado en ella, porque de ahí podemos aprender mucho de cara al futuro. Por eso, en un primer momento nos fijamos en tres claves de tipo cultural —muy relacionadas con la dimensión moral del obrar humano— que han influido en las conductas que desataron la crisis. Y desde ahí, se hacen algunas sugerencias de carácter moral que pueden ayudar a encarar las dificultades.
Tres claves culturales para una crisis
Debilitamiento cultural
En nuestra civilización, que paradójicamente se caracteriza por la interdependencia, no es extraño que tendamos a mirar los fenómenos de forma fragmentada y parcial. Así, al interrogarnos sobre las causas morales de una crisis económica, es natural que nos fijemos en los aspectos éticos de las operaciones económicas realizadas. Sin embargo, eso implica pasar por alto que la economía nunca se da “en el vacío”. Los agentes económicos son en última instancia personas que viven en una determinada sociedad, que han sido educados en un contexto familiar, social, cultural, que indudablemente influye en su modo de actuar.
Simplificando las cosas, podemos identificar un ámbito político, otro económico y otro que podríamos denominar “cultural”, entendiendo por cultura todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales.
En este contexto, algunas instituciones como la familia, la escuela (las instituciones educativas) o la Iglesia (las instituciones religiosas en general) tienen un papel muy importante para modelar la cultura de una sociedad. El debilitamiento cultural de una sociedad se termina percibiendo en el debilitamiento del reconocimiento de la institución familiar, de la contribución de las instituciones religiosas para favorecer el crecimiento espiritual, o de la atención y cuidado que recibe la institución educativa. Entonces, si la dimensión cultural de una sociedad se empobrece, ese espacio viene ocupado poco a poco por la esfera económica o la política.
Puede decirse que en la reciente crisis económica el debilitamiento cultural (de la familia, de la religión y de la escuela, entre otros) ha sido el caldo de cultivo para que la dimensión económica ganara espacio y extendiera su lógica a ámbitos donde ésta no debiera prevalecer. De esa forma, por ejemplo, el tiempo de familia (cuya unidad en no pocos casos llega a romperse) se emplea crecientemente en el consumo (facilitando el consumismo), que naturalmente tampoco deja espacio para la práctica religiosa. Es más, la misma religión a veces parece sucumbir a la lógica del mercado (a menor precio mayor demanda), y así se rebajan las verdades morales para acomodarse a los nuevos tiempos (de relajación y confusión notables), pensando, quizás, que con ello se revitaliza la religión misma.
En una sociedad de cultura débil es fácil que la economía se tome como lo más importante, y que la lógica del mercado, que en su ámbito no es en sí misma perniciosa, se extienda indebidamente a otros campos y tiña las mentalidades de un espíritu economicista. Con lo que tiene de simplificación, se genera una sociedad volcada en la producción y consumo de riqueza. Esto, sin duda, ha sucedido en la crisis reciente, en la que la producción de riqueza (de rentabilidad) se llegó a tomar como regla última a la hora de diseñar productos y operaciones financieras. Por el contrario, una sociedad culturalmente fuerte sitúa los ámbitos económico y político en su lugar, dentro de sus límites propios y cumpliendo adecuadamente su función al servicio del bien común.
Cultura de la fuga
Parte del debilitamiento cultural está relacionado con el arraigo paralelo de un planteamiento vital que consiste, a veces casi de manera inconsciente, en huir de los problemas de la vida en lugar de afrontarlos con fortaleza e ingenio. Se puede hablar de una auténtica cultura de la fuga, de la fuga de la realidad; una cultura cuya decisión más común ante los problemas es tomar la salida de emergencia y huir hacia delante. La idea básica, expresada con un ejemplo gráfico, es que ante el fuego incipiente que se declara en una habitación, la solución no es dar con un extintor o similar y apagarlo, sino directamente buscar la salida de emergencia. Uno se libra del fuego, pero, naturalmente, la casa termina ardiendo.
Este modo de reaccionar, que obedece a una deficiencia educativa, principalmente del carácter y de la afectividad, y en general, de las virtudes, se instala poco a poco en la cultura y llega a reflejarse en las leyes. Pueden señalarse algunos ejemplos de nuestro entorno que ponen de manifiesto esta mentalidad:
El divorcio exprés, que en España ha generado más de trescientos matrimonios rotos al día, es la salida de emergencia a los problemas matrimoniales y de familia, cuando la experiencia demuestra que, ordinariamente, los problemas de los matrimonios que se rompen son sustancialmente los mismos que los problemas de los matrimonios que no se rompen. El matrimonio se rompe, pero el problema personal (de inmadurez, de falta de amor que al final no es otra cosa que capacidad de sacrificio por el otro, etc.) persiste.
La investigación con embriones humanos es la salida de emergencia para el comienzo moralmente discutible de una vida humana, con la que no se sabe qué hacer. El aborto es la salida de emergencia para el comienzo de la vida humana que no se está dispuesto a afrontar ni a apoyar; y la eutanasia es la salida de emergencia para su final.
Poder pasar de curso con un número llamativo de asignaturas suspensas es la salida de emergencia del fracaso escolar y una invitación al abandono del esfuerzo.
La lucha contra el sida limitada al preservativo es la salida de emergencia para un problema humano de visión reductiva —o incluso ideológica— de la sexualidad que no se está dispuesto a afrontar, aunque haya que sufrir anualmente el peso de las estadísticas más insistentes. «Es difícil combatir sobre todo el sida, causa dramática de pobreza, si no se afrontan los problemas morales con los que está relacionada la difusión del virus. Es preciso, ante todo, emprender campañas que eduquen especialmente a los jóvenes a una sexualidad plenamente concorde con la dignidad de la persona; hay iniciativas en este sentido que ya han dado resultados significativos, haciendo disminuir la propagación del virus» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1-1-2009, n. 4).
En este contexto, que no se limita a nuestro entorno sino que tiene alcance internacional, se pueden entender mejor algunas actitudes que hemos podido observar en los albores de la crisis económica global. A nadie se le escapa que esta crisis ha estallado después de todo un proceso en que tanto las personas concretas (consumidores, agentes, directivos, funcionarios, etc.) como las instituciones pudieron intuir e intuyeron que había algo de imprudente en los productos financieros, en las operaciones y en las obligaciones que se asumían. Sin embargo, lo común fue optar por la huida hacia delante. Es muy probable, como ya sucedió en casos como el de Enron, que personas directamente implicadas en tantas operaciones tuvieran inquietudes éticas acerca de lo que se estaba haciendo, y sin embargo, siguieron adelante porque quizás se veían tan sólo como un engranaje más de una maquinaria que juzgaban imparable. En realidad, no era sino la versión económica de la misma actitud de fuga de la realidad que podemos observar en otros contextos.
Visión reductiva de la realidad
En estrecha relación con lo anterior, también ha calado una mentalidad que a efectos prácticos sólo se preocupa de lo que hay aquí y ahora. En los países avanzados el progreso tecnológico nos ha acostumbrado a obtenerlo “todo y ya”. Cuando falta la paciencia y lo que preocupa es salir de una situación difícil cuanto antes, la mirada, la consideración, se va reduciendo al contexto más inmediato. Al mismo tiempo, el medio plazo, lo que sucederá más adelante, la preocupación por la sostenibilidad, se va difuminando progresivamente hasta desaparecer a efectos prácticos.
De tanto en tanto en el ámbito de la política hay hechos que sugieren que lo que verdaderamente importa no es el bien común, sino el calendario electoral, los sondeos o los efectos de las medidas en la opinión pública. Cuando el enfoque político es demasiado cortoplacista, a la hora de tomar decisiones cobran un peso muy notable —tal vez determinante— los intereses políticos, económicos, ideológicos, o sencillamente personales.
En el campo económico esta mentalidad cortoplacista ha sido patente. Por una parte, en muchos casos la preocupación excesiva por incrementos comparados de beneficios, que hacían preguntarse si se pueden mantener indefinidamente tales incrementos de rentabilidad. Y por otra, la carrera de endeudamiento a todos los niveles. La visión reductiva de la realidad económica puede resumirse en un número significativo de agentes económicos (también consumidores de a pie) dominados por el corto plazo y arrastrados también por la falta de templanza.
Sin embargo, como decíamos, no es esta una deficiencia exclusiva de algunos operadores económicos, sino un problema más amplio. Otros ejemplos de esta miopía en el entorno social de la economía han sido ya mencionados, pero quisiera añadir la estrategia global ante el problema demográfico de los países desarrollados (envejecimiento alarmante de la población). Los resultados de las medidas para favorecer la sostenibilidad de esas sociedades se ven forzosamente a medio y largo plazo, mucho más allá del calendario electoral más inmediato. En algunos casos —desde luego alarmantemente en el caso español— la indiferencia ante el problema resulta incluso escandalosa. También por eso la última encíclica del Papa, reflejando la contribución de las ciencias sociales, recuerda a esas naciones que la falta de jóvenes «pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de “cerebros” a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad» (Caritas in veritate, nº 44).
Rearmarse de moral
Sugiero a continuación dos líneas que pueden ayudar a remontar la crisis.
1) Recuperar el sentido del bien común
Una de las líneas de fuerza de la última encíclica de Benedicto XVI ha sido precisamente la llamada a la recuperación del bien común (en sus distintos niveles) como horizonte de la actividad económica y política. El tipo de desarrollo que demandan las sociedades modernas no es un desarrollo a cualquier precio, focalizado en resultados inmediatos, sino un desarrollo sostenible. Con esta expresión se apunta indirectamente a un planteamiento de medio y largo plazo.
En la reciente crisis económica hemos aprendido que el medio plazo es importante, es decir, que hay que hacer un mayor esfuerzo de previsión, de providencia. Esta idea guarda estrecha relación con la prudencia del gobernante que, simplificando, busca los medios para guiar a la comunidad hacia la consecución de su fin propio, que no es otra cosa que el bien común.
Al hablar de las causas de la crisis ha sido frecuente referirse de una u otra manera a la imprudencia. En este caso sí se capta la conexión entre la consideración exclusiva del corto plazo, la desaparición del horizonte del bien común y la imprudencia. A cada agente económico toca contribuir al bien común de la sociedad a través de su concreta actividad con los fines que le son propios. La actividad empresarial cumple un servicio innegable a la comunidad, pero ha de hacerse de tal manera que lo que en un momento determinado se considere el bien de la empresa, del banco, etc., no entre en contradicción con el bien común de la sociedad, sea por el fin mismo propuesto, sea por los medios que se eligen para conseguirlo. En los últimos años hemos visto profesionales que tomaban decisiones “en el interés de la empresa” y totalmente en contra del bien común de la sociedad. En algunos casos —es bien sabido— esas decisiones tomadas aparentemente en vistas al bien de la empresa llevaron a que la empresa desapareciera.
Trabajar de espaldas al bien común, antes o después, se nota. Lo que se construye sobre la injusticia o la mentira, antes o después, se viene abajo.
2) Mejorar la calidad moral personal
La eterna pregunta sobre si la ética es rentable en los negocios admite dos respuestas: sí y no. Hay casos de iniciativas guiadas por sólidos principios éticos que han fracasado y otras que tienen éxito. Lo que sí está claro es que una moral sólida genera confianza, y la confianza, como podemos comprobar, es muy importante para los negocios. Benedicto XVI ha hecho notar que no se trata de que una parte de la economía, de las finanzas, sea ética, sino que lo sea toda la economía. En consecuencia, los aspectos éticos de los procesos y operaciones económicas deberían ser considerados como factor interno a la propia economía, por ser ésta una actividad humana más. Esto es lo que se quiere significar cuando se habla de ampliar la lógica económica. Por supuesto, la idea no es novedosa, pero también es cierto que hemos comprobado que desentenderse de la ética, ignorar los aspectos éticos de las propias decisiones, llega a ser económicamente muy costoso.
En este contexto, podría revisarse el planteamiento ético que se transmite en las escuelas de negocios. Aunque pudiera parecer ingenuo, la formación ética personal, en especial la de quienes deben guiar las empresas e instituciones, es una de las vías que la doctrina social de la Iglesia apunta como salida (y prevención) de la crisis. Los códigos de conducta corporativa están extendidos desde hace tiempo, pero no se avanza si no se incide en los aspectos más personales. La moral social siempre termina remitiendo a lo personal, pues las mejoras en el orden social requieren a fin de cuentas capacidad de conversión.
De tanto en tanto el entorno social en que se mueve la economía pone de manifiesto la necesidad de repensar la formación moral que se dispensa en los distintos ámbitos. En España, por ejemplo, los dolorosos casos de violencia protagonizados por menores han despertado la reflexión sobre las raíces de esos comportamientos. Es compartido que existe un déficit serio de educación moral, que por lo demás remite a la dimensión espiritual de la persona.
Ya en el orden económico, la doctrina social de la Iglesia insiste en que la prosperidad económica, el deseado desarrollo, requiere que se preste atención a la dimensión espiritual de las personas. Por una parte «el desarrollo es imposible sin hombres rectos» (Caritas in veritate, nº 71), y por otra, y yendo sin tapujos al fondo de la cuestión, «el ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo» (nº 76).
Esta última cuestión deja abierta la exploración del papel de la religión, que aúna fe y razón en mutua ayuda, como elemento de contribución positiva a la actividad económica. Al decir contribución, no se debe pensar reductivamente en aportación económica, sino también en esa aportación cualitativa, intangible, que da lugar a disposiciones y actitudes de las personas francamente positivas para el bien común de la empresa y de la sociedad. Si nos tomamos en serio que la persona es un valor cada vez más reconocido en la empresa, debemos descubrir que la dimensión espiritual de la persona da paso a un potencial de calidad profesional, de compromiso, de entrega, de fraternidad y de servicio de gran relevancia para remontar una crisis.
No obstante, esto debe entenderse bien. El cristianismo no neutraliza en absoluto el requisito imprescindible del esfuerzo, sino en todo caso lo sostiene y potencia. No cabe duda que la cultura de la fuga mina las fuerzas para encarar los retos profesionales a que nos enfrentamos. El momento requiere una actitud dispuesta a enfrentar las contrariedades con afán de superación; dispuesta a mejorar la competencia profesional, a ejercitarse en la constancia; un esfuerzo para encontrar verdaderas soluciones a las dificultades, aunque lleven más tiempo, como por ejemplo cuando se apuesta por la investigación de calidad, etc. En definitiva, hace falta moral en tiempos de crisis. Ante esta tarea, el cristianismo tiene la capacidad de generar las energías espirituales necesarias para ser tenaces en este empeño con una actitud positiva y esperanzada que, no obstante, no se desentiende de la realidad.