10/12/11


HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA EN LAMEZIA TERME EN SU VIAJE PASTORAL


¡Queridos hermanos y hermanas!
Es grande mi alegría de poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Estoy contento de estar por primera vez aquí en Calabria y de encontrarme en esta Ciudad de Lamezia Terme. Os doy mi cordial saludo a todos vosotros que habéis venido tan numerosos y os doy las gracias por vuestra calurosa acogida. Saludo en particular a vuestro pastor, monseñor Luigi Antonio Cantafora, y le doy las gracias por las corteses palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo también a los arzobispos y a los obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los representantes de las Asociaciones y de los Movimientos eclesiales. Dirijo un pensamiento deferente al alcalde, Prof. Gianni Speranza, agradecido por el cortés discurso de saludo, al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar este encuentro nuestro. Un agradecimiento especial a cuantos han colaborado generosamente a la realización de mi Visita Pastoral.
La liturgia de este domingo nos propone una parábola que habla de un banquete de bodas al que muchos son invitados. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, prepara este tema, porque habla del banquete de Dios. Es una imagen – la del banquete – usada a menudo en las Escrituras para indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad, como describe Isaías:“El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados”(Is 25,6). El profeta añade que la intención de Dios es la de poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que todos los hombres vivan felices en el amor hacia Él y en la comunión recíproca; su proyecto entonces es el de eliminar la muerte para siempre, de enjugar las lágrimas de todos los rostros, de hacer desaparecer la condición deshonrosa de su pueblo, como hemos escuchado (vv. 7-8). Todo esto suscita profunda gratitud y esperanza: “Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!”(v. 9).
Jesús en el Evangelio nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios – representado por un rey – a participar en este banquete suyo (cfr Mt 22,1-14). Los invitados son muchos, pero sucede algo inesperado: rehúsan participar en la fiesta, tienen otras cosas que hacer; al contrario, algunos muestran despreciar la invitación. Dios es generoso hacia nosotros, nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo nosotros no acogemos sus palabras, mostramos más interés por otras cosas, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso reacciones hostiles, agresivas. Pero esto no frena su generosidad. Él no se desanima, y manda a sus siervos a invitar a muchas otras personas. El rechazo de los primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a todos, también a los más pobres, abandonados y desheredados. Los siervos reúnen a todos los que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de responder a su llamada. Pero hay una condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el vestido de bodas. Y entrando en la sala, el rey advierte que uno no ha querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la fiesta. Quisiera detenerme un momento sobre este punto con una pregunta: ¿cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le ha abierto la puerta, pero no se ha puesto el vestido de bodas? ¿Qué es este vestido de bodas? En la Misa in Coena Domini de este año, hice referencia a un bello comentario de san Gregorio Magno a esta parábola. Él explica que ese comensal ha respondido a la invitación de Dios a participar en su banquete, tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido de bodas, que es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: "Cada uno de vosotros, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir que lleva vestido de bodas si no custodia la gracia de la Caridad” (Homilía 38,9: PL 76,1287). Y este vestido está tejido simbólicamente por dos leños, uno arriba y el otro abajo: el amor de Dios y el amor del prójimo (cfr ibid.,10: PL 76,1288). Todos nosotros somos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el vestido de bodas, la caridad, vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.
¡Queridos hermanos y hermanas! He venido para compartir con vosotros las alegrías y esperanzas, las fatigas y empeños, los ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé que os habéis preparado a esta Visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo de los Hechos de los Apóstoles: “¡En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina!”(3,6). Sé que tampoco en Lamezia Terme, como en toda la Calabria, faltan dificultades, problemas y preocupaciones. Si observamos esta bella región, reconocemos en ella una tierra sísmica no sólo desde el punto de vista geológico, sino también desde un punto de vista estructural, comportamental y social; es decir, una tierra donde los problemas se presentan de forma aguda y desestabilizadora; una tierra donde el desempleo es preocupante, donde una criminalidad a menudo atroz hiere el tejido social, una tierra en la que se tiene la continua sensación de estar en emergencia. A la emergencia, vosotros los calabreses habéis sabido responder con una preparación y una disponibilidad sorprendentes, con una extraordinaria capacidad de adaptación a los problemas. Estoy seguro de que sabréis superar las dificultades de hoy para preparar un futuro mejor. No cedáis nunca a la tentación del pesimismo y de cerraros en vosotros mismos. Recurrid a los recursos de vuestra fe y de vuestras capacidades humanas; esforzaos en crecer en la capacidad de colaborar, de cuidar del otro y de todo bien público, custodiad el vestido de bodas del amor; perseverad en el testimonio de los valores humanos y cristianos tan profundamente arraigados en la fe y en la historia de este territorio y de su población.
¡Queridos amigos! Mi visita se coloca casi al final del camino emprendido por esta Iglesia local con la redacción del proyecto pastoral quinquenal. Deseo dar gracias con vosotros al Señor por el provechoso camino recorrido y por tantas semillas de bien sembradas, que permiten esperar bien para el futuro. Para afrontar la nueva realidad social y religiosa, distinta del pasado, quizás más llena de dificultades, pero también más rica en potencialidades, es necesario un trabajo pastoral moderno y orgánico que comprometa en torno al obispo a todas las fuerzas cristianas: sacerdotes, religiosos y laicos, animados por el compromiso común de evangelización. Al respecto, he sabido con favor del esfuerzo actual por ponerse a la escucah atenta y perseverante de la Palabra de Dios, a través de la promoción de encuentros mensuales en diversos centros de la Diócesis y la difusión de la práctica de la Lectio divina. También oportuna es la Escuela de Doctrina Social de la Iglesia, tanto por la calidad articulada de la propuesta como por su divulgación capilar. Auguro vivamente que de estas iniciativas brote una nueva generación de hombres y mujeres capaces de promover no tanto intereses parciales, sino el bien común. Deseo también alentar y bendecir los esfuerzos de cuantos, sacerdotes y laicos, están comprometidos en la formación de las parejas cristianas al matrimonio y a la familia, con el fin de dar una respuesta evangélica y competente a los muchos retos contemporáneos en el campo de la familia y de la vida.
Conozco, además, el celo y la dedicación con que los sacerdotes llevan a cabo su servicio pastoral, como también el trabajo de formación sistemático e incisivo dirigido a ellos, en particular hacia los más jóvenes. Queridos sacerdotes, os exhorto a arraigar cada vez más vuestra vida espiritual en el Evangelio, cultivando la vida interior, una intensa relación con Dios y alejándoos con decisión de una cierta mentalidad consumista y mundana, que es una tentación constante en la realidad en que vivimos. Aprender a crecer en la comunión entre vosotros y con el obispo, entre vosotros y los fieles laicos, favoreciendo la estimación y la colaboración recíprocas: de ello vendrán sin duda múltiples beneficios tanto para la vida de las parroquias como para la misma vida social. Sabed valorar, con discernimiento, según los conocidos criterios de eclesialidad, los grupos y movimientos: estos deben integrarse bien dentro de la pastoral ordinaria de la diócesis y de las parroquias, en un profundo espíritu de comunión.
A vosotros, fieles laicos, jóvenes y familias, os digo: ¡no tengáis miedo de vivir y dar testimonio de la fe en los distintos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Tenéis todos los motivos para mostraros fuertes, confiados y valientes, y esto gracias a la fe y a la fuerza de la caridad. Y cuando encontréis la oposición del mundo, haced vuestras las palabras del Apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). Así como se comportaron los santos y las santas, florecidos, en el transcurso de los siglos, en toda la Calabria. Que ellos os custodien siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y con las obras, la presencia y el amor de Cristo. Que la Marde de Dios, tan venerada por vosotros, os asista y os conduzca al profundo conocimiento de su Hijo. ¡Amén!