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La acción del Espíritu Santo
en nuestra oración
Ramiro Pellitero
Benedicto XVI extrae tres consecuencias, de la acción del Espíritu Santo en nuestra oración, para la vida cristiana
Con frecuencia querríamos orar y no sabemos cómo. Imaginamos que debe ser algo difícil, que Dios no nos oye, que quizá no vale la pena. Y sin embargo, nada hay que “valga más la pena” que la oración. Su valor poco tiene que ver (¡gracias a Dios¡), con nuestras ganas; sino con el amor, que está básicamente en los hechos. Alguien dijo que la verdadera “estatua de la libertad” se alza sobre una banqueta que tiene tres apoyos: el hombre, el mundo y Dios. Y todo esto quiere decir oración.
Después de sus catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, Benedicto XVI ha comenzado, en su audiencia general del 16 de mayo, a hablar de la oración según las cartas de San Pablo. Y lo primero que subraya, evocando las frecuentes alusiones del Apóstol a la oración en las introducciones y despedidas de sus epístolas, es que «la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige».
El Espíritu Santo guía nuestra oración
Según San Pablo la oración no es sólo una obra buena, una tarea nuestra; sino y ante todo un don, fruto de la presencia vivida y vivificante, de la acción de la Trinidad en el cristiano. De un modo más inmediato es el Espíritu Santo la persona divina que nos ayuda en la oración, superando nuestra debilidad y haciéndonos ver lo que queremos decir a Dios (cf. Rm 8, 26; 1 Co 2, 12-13).
«Es el Espíritu Santo —señala el Papa— que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirnos a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales».
Se trata, explica, del Espíritu del Padre y del Hijo, en el cual nos hemos vuelto hijos. De esta manera, «el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu».
El Espíritu Santo nos ayuda no solamente a dirigirnos a Dios Padre, sino también a reconocer a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12, 3), y orientar nuestro corazón hacia Él, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cf. Ga 2, 20).
Todo esto sucede en el cristiano enraizado en Cristo por la Eucaristía. El Espíritu Santo actúa como protagonista oculto, pero vivo, en el trasfondo de nuestra oración. Y esto, también cuando “no tenemos ganas” de rezar (que es, sencillamente, hablar con Dios), o pensemos que no sabemos cómo hacerlo, porque apenas se nos ocurre qué decir, o no tenemos en cuenta la actualidad de las oraciones cristianas más tradicionales y sencillas (Padrenuestro, Avemaría, Gloria, Salve, etc.), siempre bellas y llenas de contenido.
Benedicto XVI extrae tres consecuencias, de esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración, para la vida cristiana.
En la oración, el Espíritu Santo nos hace más libres
Primera, la oración nos hace más libres. Nos pone «en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios». En cambio, «sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cf. Rm. 7,19), como consecuencia del pecado original».
Puesto que “donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co, 3, 17), y el Espíritu está en nuestra oración, dice el Papa, «con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que nos libera del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios». Esta libertad del Espíritu, en la perspectiva de san Pablo, “no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí (cf. Ga. 5, 22)”. Esta es —deduce el Papa— la verdadera libertad: «poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones».
En la oración, el Espíritu Santo nos da fuerzas ante las dificultades
Segunda consecuencia: la oración nos ayuda a llevar las dificultades y los sufrimientos con una fuerza nueva. Así como (se mostraba en las últimas catequesis) a San Esteban y a San Pedro, su oración personal y la oración de la Iglesia por ellos les fortaleció en sus pruebas más duras.
Ciertamente, observa Benedicto XVI, «con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm. 8,17)». Muchas veces, explica, en la oración le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza; otras veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad Dios siempre escucha la oración, especialmente ante las dificultades.
El Papa evoca la oración de Jesús, llena de confianza, ante su pasión (cf. Hb, 5, 7). «La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos (…); Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida». En nuestro caso, «la oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo».
En la oración, el Espíritu Santo nos abre a las necesidades de los demás
En tercer lugar, la oración nos abre a las necesidades de los demás y del mundo. «Esto significa —según Benedicto XVI— que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos, nunca se queda cerrada en sí misma, nunca es una oración solamente por mí, sino que se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mí, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cf. Rm. 5, 5)».
Añade el Papa: «Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos, sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo». Y concluye recogiendo su mensaje sobre la acción del Espíritu Santo en nuestra oración: «El Espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración "débil", la luz de nuestra oración "apagada", el fuego de nuestra oración "árida", donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación».
En suma, en la oración el Espíritu Santo nos une a Dios Padre y a Cristo, haciendo posible que vivamos como hijos de Dios, «con todo nuestro corazón y nuestro ser», en todas las circunstancias de la vida. La oración nos hace crecer en libertad, nos ayuda a llevar las dificultades y los sufrimientos, y nos saca de nosotros mismos, para compartir las necesidades de los demás. Y así la oración es manifestación personal de fe, cauce de esperanza para todos y manifestación del amor de Dios. Una lección sobre el sentido profundo de la oración y su eficacia (fuerza, luz y fuego, libertad y certeza, fe, esperanza y caridad), incluso en la oración más sencilla.