Ordenaciones de presbíteros el día 5 en la Basílica de San Eugenio, Roma
Homilía de Mons. Javier Echevarría
1. La antífona de entrada de la Santa Misa resume el significado de la celebración litúrgica de hoy. Por boca del profeta Isaías, Dios había prometido: os daré pastores que sean conformes a mi corazón y que os guíen con sabiduría (cfr. Is 61, 1). Y, en efecto, una vez más, el Señor es fiel a su promesa. Treinta y cinco diáconos de la Prelatura del Opus Dei van a recibir la ordenación sacerdotal, que hace presente en este mundo el sacerdocio de Cristo.
Demos gracias a Dios por el inconmensurable amor que nos ha manifestado. No sólo ha enviado a esta tierra al Hijo Unigénito para redimirnos de nuestros pecados, sino que además ha querido que su Sacrificio redentor estuviese presente entre nosotros, hasta el fin de los siglos, en la Santa Misa. Ésta es la principal misión que se confía a los sacerdotes, sacramentalmente identificados con el Sumo y Eterno Sacerdote. El Santo Padre Benedicto XVI lo recordaba el pasado domingo, durante una ordenación sacerdotal. «En efecto —decía—, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que Jesucristo ha experimentado personalmente; es decir, a entregarse plenamente a la predicación y a la curación de todos los males del hombre, en el cuerpo y en el espíritu, y, finalmente, a resumir todo en el supremo gesto de "dar la vida" por los hombres, gesto que encuentra su expresión sacramental en la Eucaristía».
2. El Concilio Vaticano II enumera del siguiente modo las tareas encomendadas a los presbíteros: «Predicar el evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento». Las lecturas de la Misa se refieren, de algún modo, a esos mismos puntos.
Hemos escuchado cómo san Pablo, después de su conversión, había ido a Jerusalén, donde intentaba unirse a los discípulos; pero todos le temían (Hch 9, 26). Estaba aún reciente la persecución encabezada por Saulo contra aquella comunidad cristiana y, de modo comprensible, la gente desconfiaba de él. Sin embargo, gracias al testimonio de Bernabé, que conocía bien lo que había sucedido a las puertas de Damasco, las dudas se disiparon. Bernabé les contó cómo en el camino había visto al Señor, y que le había hablado, y cómo en Damasco había predicado abiertamente en el nombre de Jesús. Entonces entraba y salía con ellos en Jerusalén, hablando claramente en el nombre del Señor (Hch 9, 28-29).
Los Hechos de los Apóstoles se refieren varias veces a la primera predicación apostólica. Esta insistencia indica que, al cumplir la misión de comunicar el mensaje cristiano, no hay que detenerse antes los respetos humanos, ni tener miedo de ser criticados a causa de nuestra fe y de nuestra conducta cristiana, tampoco cuando el ambiente sea adverso. Todos nosotros, sacerdotes y seglares, podemos y debemos sacar provecho de esta lección. Como los primeros discípulos, frente a situaciones contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, hemos de decir: no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Hch 4, 20).
En efecto, como cristianos, todos estamos llamados al apostolado, mediante el testimonio de la vida y con la palabra. Además, las personas con quienes nos encontramos, con mucha frecuencia no han oído hablar de Jesucristo, o lo han olvidado. El Año de la Fe, que comenzará en el mes de octubre, será una buena ocasión para incrementar nuestra participación en la misión evangelizadora de la Iglesia. A propósito de esto me vienen a la memoria unas palabras de san Josemaría dirigidas a los sacerdotes, pero que son oportunas para todos nosotros. Decía: que os vean hablar con fe, en la presencia de Jesucristo (...). Entonces el pueblo se moverá, y Dios derramará gracias abundantes sobre las almas de los fieles, y sobre vosotros.
3. En el Evangelio, Jesús se compara con una vid plantada por su Padre celestial; y añade que todos los bautizados somos los sarmientos. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5).
Sin la ayuda del Señor, sin la intervención del Espíritu Santo, nuestra vida y nuestras acciones no tienen ningún valor desde el punto de vista sobrenatural. Y si esto es válido para todos, con más razón aún ha de afirmarse de los sacerdotes. Sabemos que el Señor no ha querido que la eficacia de los sacramentos dependiera de la santidad personal del ministro. Es Jesús quien nos otorga la gracia; por eso, cuando uno bautiza o administra los demás sacramentos, es Cristo mismo el que actúa por medio de su instrumento visible. Pero sin duda la gracia será más abundante, encontrará menos obstáculos para llegar a las almas, si los ministros sagrados —como les pide la Iglesia en el rito de la ordenación— buscan sinceramente estarsiempre más unidos a Cristo sumo sacerdote, que como víctima se ha ofrecido al Padre por nosotros, consagrándose a sí mismos a Dios, junto con Él, para la salvación del mundo. Como escribió nuestro Padre en un apunte antiguo: tu labor, sacerdote, no es sólo salvar almas, sino santificarlas.
Sigamos con la meditación de las palabras del Señor: permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15, 4). San Pablo, a quien tanto amaba nuestro Fundador, repetía: sollicite cura teipsum (2 Tm 2, 15); tened cuidado de vosotros mismos, tratad de mejorar constantemente vuestra vida espiritual. El Papa insistía en este mismo punto la semana pasada: la «dimensión eucarístico-sacramental es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvadora (...). La misma predicación, las obras, los gestos de vario tipo que la Iglesia cumple con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica, si llegase a faltar la celebración del Sacrificio de Cristo».
4. Veamos ahora la tercera tarea sacerdotal de la que el Señor os hace partícipes: guiar a las almas mediante la dirección espiritual y las demás actividades pastorales. San Juan nos transmite el mandamiento del Señor: éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, conforme al mandamiento que nos dio (1 Jn 3, 23).
Este mandatum novum, promulgado por Jesús en la Última Cena, asume en vuestro caso un significado especial. Caridad pastoral es el nuevo nombre de este precepto del Señor para vosotros; debéis amar como Cristo-Pastor, que ha dado la vida por sus ovejas. En este punto resulta muy actual otra enseñanza de san Josemaría: Hijos míos sacerdotes, para cumplir por entero, con fidelidad, los deberes de vuestro ministerio, necesitáis un corazón grande, universal, capaz de comprender las miserias ajenas y las propias (...). Ésa es la vida nuestra: amar, decir de verdad con las obras: caritas mea cum omnibus vobis! (1 Cor 16, 24), mi cariño para todas las almas. Este modo de proceder nos hará contemplativos, en un constante diálogo con Dios.
Quizá en algunas ocasiones sea difícil comportarse de este modo, pero no olvidemos que nunca estamos solos. El Espíritu Santo inhabita en nuestras almas; es Él quien nos impulsa a salir de nosotros mismos para darnos a los demás, porque el amor de Cristo nos urge: caritas Christi urget nos (2 Cor 5, 14). Y si alguna vez aflorase la tentación del desánimo, al considerar nuestros defectos personales, pensemos en esas otras palabras de san Juan, escritas para nosotros, con tal de que todos los días renovemos el propósito de servir sin condiciones: en esto conoceremos que somos de la verdad, y en su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo (1 Jn 3, 19-20).
Este precepto ha de suscitar en nosotros una gran paz: Dios nos conoce bien, no ignora las más profundas aspiraciones de nuestro corazón y nuestras debilidades, nos ama con todo su amor infinito. Abandonémonos llenos de confianza en las manos de Nuestro Señor, Buen Pastor, que cuida de nosotros y nos devuelve la salud por medio de los ministros de Dios.
Antes de terminar, deseo dar las gracias de todo corazón a los padres, hermanos y hermanas, a las familias de los nuevos sacerdotes, por la importante parte que han tenido en la vocación sacerdotal de estos hombres. A todos os pido que recéis por ellos, para que sean sacerdotes a la medida del Corazón de Jesús.
Como siempre —es un deber— os invito a rezar con afecto y gratitud por el Santo Padre Benedicto XVI, unidos a su Persona y a sus intenciones; por los obispos en comunión con el Papa, por todos los presbíteros y diáconos de la Iglesia, por los candidatos al sacerdocio en todo el mundo. Podemos hacer nuestra la súplica de san Josemaría: Pide para los sacerdotes, los de ahora y los que vendrán, que amen de verdad, cada día más y sin discriminaciones, a sus hermanos los hombres, y que sepan hacerse querer de ellos.
El hecho de que esta ordenación se celebre en los primeros días de mayo, el mes dedicado a la Virgen, es una clara invitación a pedir la intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra. Le suplicamos que se cuide de estos hermanos nuestros y de todos los sacerdotes que recibirán la ordenación en el transcurso de los años, para hacer presentes en la Iglesia y en el mundo los frutos de la obra redentora de su Hijo Jesús, el Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas. Así sea.