Los fieles laicos ante la nueva
evangelización
Mons. Fernando Ocáriz.
La nueva evangelización es tarea de todos, laicos o ministros sagrados, como la misma misión de la Iglesia. Cada uno la cumple según su propia función en ella, y acompañando siempre su palabra con el testimonio de una coherente vida cristiana.
La nueva evangelización, impulsada por Juan Pablo II y por Benedicto XVI, nos remite a la misión misma de la Iglesia, que se puede sintetizar precisamente en la traditio Evangelii, la transmisión del Evangelio. “Evangelio” entendido, no sólo como contenido noético, sino en el sentido global paulino de “fuerza de Dios para la salvación de todos los creyentes” (Ro 1, 16). La nueva evangelización de países y ambientes ya antiguamente evangelizados, pero en gran medida secularizados, plantea peculiares exigencias, necesariamente insertas en la permanente misión salvífica de la Iglesia. A la vez, la realidad compleja en que vivimos requiere novedad de planteamientos pastorales, y apostólicos en general, adecuados a los desafíos de la modernidad y de la post-modernidad.
La participación de los laicos en la evangelización
Una de las dimensiones del sacerdocio real de los fieles, al que se refiere san Pedro (cfr. 1 Pt 2, 4-10), es la función profética: “...para que anunciéis el poder de aquél que os llamó desde las tinieblas a su luz admirable” (ibid.). Este anunciar es transmitir el Evangelio. Que los laicos participen en la misión de la Iglesia no significa primaria ni principalmente que hayan de colaborar en las funciones de los ministros sagrados, aunque esto sea posible y, en ocasiones, oportuno; además, los ministros no abarcan toda la misión; también ellos participan en ésta. Tanto sobre unos como sobre los otros recae el peso y el honor de la entera misión de la Iglesia: la traditio Evangelii. Pero cada uno la realiza parcialmente, según la propia función eclesial.
Lo específico de la participación de los laicos en la evangelización fue expresado así por el Concilio Vaticano II, en Lumen gentium, 35: “Cristo, gran Profeta, que con el testimonio de su vida y la fuerza de su palabra, proclamó el Reino del Padre, está cumpliendo su oficio profético hasta la más plena manifestación de la gloria no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en Su nombre y con Su poder, sino también a través de los laicos, a quienes, por consiguiente, constituye en testigos y los adorna con el sentido de la fe y con la gracia de la palabra, para que brille la fuerza del Evangelio en la vida cotidiana, familiar y social”. La capacidad y la responsabilidad evangelizadora —el munus propheticum— de los fieles laicos no deriva de una delegación dada por la Jerarquía, sino directamente de Jesucristo, mediante el Bautismo y la Confirmación.
El sentido de la fe —sensus fidei—, que la Lumen gentium pone como origen inmediato del ejercicio de la función profética de los fieles laicos, es la capacidad que la fe teologal y los dones del Espíritu Santo confieren al creyente para asentir a las verdades reveladas, para discernir con facilidad lo que es conforme o disconforme con esa revelación, para captar sus implicaciones más profundas, no mediante reflexión teológica sino espontáneamente, por una especie de connaturalidad, y para aplicar la fe a la vida. La radicación de la función profética de los laicos en el sensus fidei, pone de relieve también que ésta no es participación en la misión magisterial, propia de la Jerarquía eclesiástica, sino participación directa de la virtus profética deJesucristo, al mismo tiempo que su ejercicio se realiza “bajo la guía del sagrado Magisterio” (Lumen gentium, 12).
La “gracia de la palabra”, a la que se refiere también Lumen gentium, no se refiere sólo ni principalmente a la “gracia” de una palabra simpática o humanamente convincente, sino sobre todo a la asistencia del Espíritu Santo que, sin conferir una autoridad oficial a la palabra evangelizadora de los laicos, la constituye en vehículo de la Palabra de Dios y, como tal, no sólo transmisora de nociones, sino fuerza eficaz en orden a la fe que salva.
La dependencia esencial que la tarea evangelizadora tiene de la fe y de la asistencia del Espíritu Santo, nos remite al imprescindible servicio que sólo los ministros de la Iglesia pueden y deben prestar a los laicos, mediante la predicación de la Palabra de Dios con la autoridad de Cristo, en sus diversas formas, y la celebración de los sacramentos. La Iglesia es, en efecto, un pueblo sacerdotal orgánicamente estructurado, que realiza su misión en el mundo con distinción de funciones, que son a su vez interdependientes.
En la vida cotidiana, familiar y social
Es en este contexto de vida ordinaria —como leemos en las ya citadas palabras de la Lumen gentium—, donde los fieles laicos ejercitan su propia función evangelizadora. Esto es necesariamente así, porque —en expresión de quien, como afirmó Juan Pablo II, fue precursor del Vaticano II en su doctrina sobre el laicado— “la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo” (S. Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9).
La función profética de los laicos, como la de los pastores, es participación del munus propheticum Christi, y Cristo es Revelador y Revelación de Dios, no sólo con sus palabras sino también con todas sus obras. Por esto, y no sólo por una razón de eficacia humana, la evangelización ha de llevarse a cabo con el testimonio de la vida y con la palabra, y la que ejercen los laicos tiene su característica propia —y una especial eficacia— en el hecho de realizarse dentro de las realidades seculares.
En la vida ordinaria, con sus múltiples relaciones familiares, profesionales y sociales, los fieles laicos pueden unir de formas muy diversas el testimonio de su vida y la palabra que anuncia el Evangelio, contribuyendo —cada uno en la medida de sus posibilidades— a informar con el espíritu de Cristo las instituciones sociales, profesionales, los medios de comunicación, etc. Especialmente importante es la transmisión del Evangelio de persona a persona, en el diálogo de amistad sincera, como el fermento en la masa: “obrando como obraría un fermento” (Apostolicam actuositatem, 2).
Este modo de transmitir el Evangelio reviste una particular eficacia, también por responder a una realidad antropológica importante: el diálogo interpersonal, en el que se busca transmitir a otro el bien recibido. Este diálogo apostólico surge con naturalidad cuando existe amistad sincera. No se trata de una instrumentalización de la amistad, sino de hacer partícipes a los amigos del gran bien de la fe en Cristo. Como recordó Benedicto XVI en la homilía del comienzo solemne de su pontificado, “nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él” (24 de abril de 2005).
La transmisión del Evangelio exige siempre —más, si cabe, en el diálogo de persona a persona— el respeto de la intimidad y de la libertad de todos; respeto que es una exigencia de la justicia y de la caridad. Lo contrario, pretender imponer las propias convicciones con cualquier tipo de engaño o violencia es, evidentemente, opuesto al espíritu del Evangelio. Ese tipo de proselitismo —el que no respeta la libertad— es del todo inaceptable; sin embargo, el proselitismo en su sentido original propio es no sólo una cosa buena sino una exigencia necesaria de la misión evangelizadora que Jesucristo ha confiado a sus discípulos. De hecho, en ámbito cristiano, la palabra proselitismo ha significado y significa frecuentemente la actividad misionera. Incluso en contextos civiles —jurídicos y políticos— el proselitismo está reconocido positivamente como un componente intrínseco de la libertad religiosa.
Ante los desafíos de sociedades descristianizadas
La nueva evangelización en países de antigua tradición cristiana se encuentra ante graves, complejos y variados desafíos. El más radical es la difusión del ateísmo en sus diversas expresiones teóricas y la indiferencia religiosa, que están afectando a la fe de no pocos bautizados, produciendo en ellos cuanto menos una pérdida del sentido que la existencia de Dios debería tener en sus vidas. Para afrontarlo, los modos pueden ser muy diversos, pero en cualquier caso es fundamental que cada uno entienda y enseñe que el Evangelio no es sólo ni primariamente un conjunto de verdades y de normas morales: no es un simple sistema de pensamiento y de conducta. El Evangelio es, antes y sobre todo, el mismo Jesucristo (cfr. 1 Co 1, 24).
La existencia de Dios puede conocerse, aunque con dificultad, con la sola razón humana, y en la nueva evangelización convendrá afrontar algunas veces, de un modo u otro, la gran cuestión filosófica de la existencia de Dios. Sin embargo, lo central será dar a conocer a Jesucristo muerto y resucitado, mostrando —al nivel que, en cada caso, sea posible y adecuado— la verdad histórica de su Resurrección, que es la “demostración” más decisiva de la existencia de Dios. No es aquí el caso de pretender enumerar tantos otros desafíos, teóricos y prácticos, que se presentan ante la nueva evangelización (lógicamente, no sólo a los laicos sino a toda la Iglesia). Uno más, bastante radical, es la mentalidad relativista en sus múltiples expresiones. En la tarea de evangelización convendrá siempre empezar desde aspectos compartidos sobre los que se pueda instaurar un diálogo sincero. Es el caso, por ejemplo, de la difundida conciencia sobre los derechos humanos. No es difícil hacer ver que, sin reconocer valores absolutos —y en último término a Dios—, no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos; el mismo Derecho, en su totalidad, no pasaría de ser —según la conocida afirmación de Karl Marx— “un aparato decorativo del poder”.
Para afrontar estos y otros desafíos, se precisa una sólida formación doctrinal; pero no es suficiente. La evangelización, el apostolado personal en general, requiere que a la palabra y al diálogo vaya unido el testimonio de una coherente vida cristiana. Para esto, son necesarias, con el fundamento del Bautismo y la fuerza de la Confirmación, una vida sacramental intensa (Eucaristía, Penitencia) y la oración, indispensables para la identificación personal con Jesucristo, que despierte en los laicos su propia responsabilidad apostólica: para que sean conscientes de que —como ha escrito recientemente Benedicto XVI— “Caritas Christi urget nos (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, Él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cfr. Mt 28, 19)” (Porta fidei, 7).