2/06/13


Retorno a la Metafísica


No deja de ser fecundo el tiempo dedicado al estudio de los diversos temas metafísicos que en un primer momento se ven como abstractos y teóricos y sin embargo son esenciales y actuales; una tarea ardua quizás pero ampliamente recompensada

      El 23 de noviembre del pasado año se presentaban las obras completas del filósofo y escritor Antonio Millán Puelles en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Doce volúmenes de los que se acaba de editar el primero. Fallecido en el 2005 pocos días antes que Karol Wojtyla compartieron la tradición aristotélico tomista y fenomenológica. En esa presentación el profesor Llano recordaba cómo en una muy concurrida clase de apertura de curso Millán Puelles dirigiéndose al auditorio expresó: la filosofía no hay que gritarla, hay que susurrarla. Tuve la suerte de escuchar esos “susurros” en varias ocasiones y conversar con él detenidamente. Para muchos estudiantes la lectura de su libro “Fundamentos de Filosofía” fue nuestra primera inmersión en la metafísica.
      Han pasado los años y me atrevería a afirmar que se hace más urgente que nunca la rehabilitación de la metafísica: la recuperación de la pregunta por el ser. Filosofar −recalando en la metafísica− es una actitud fundamental ante la realidad, la de tener −en el decir del viejo Heráclito− el oído atento al ser de las cosas. No deja de ser fecundo −es el testimonio de tantos lectores de las obras de Millán− el tiempo dedicado al estudio de los diversos temas metafísicos que en un primer momento se ven como abstractos y teóricos y sin embargo son esenciales y actuales como veremos. Una tarea ardua quizás pero ampliamente recompensada.
      La filosofía no es una cosa que quede entre filósofos sin ninguna utilidad en cuanto falta de subordinación a lo pragmático sino que por el contrario no carece de una gran repercusión existencial.
      En un artículo publicado en el primer número de la revista de filosofía Punta Europa, en enero de 1956, Millán Puelles relata una anécdota significativa que le hizo pensar.
      “Un día en Alcalá de los Gazules, patria del filósofo gaditano y además del 'Tempranillo', un santero, como se llama en Andalucía a los que cuidan de los santuarios que hay en las afueras, le preguntó a nuestro filósofo:
      −Usted ¿que estudia?
      −Filosofía.
      −Bueno ¿pero qué es lo que hacen ustedes? inquirió con curiosidad el santero.
      Millán si saber qué responder, no se le ocurrió para salir del paso, otra cosa que decirle:
      −Hacemos filosofía.
      El santero, que seguía sin entender nada, presagiando algo muy importante en las vacilaciones del filósofo, volvió a la carga:
      −Pero ¿qué es lo que hacen con los demás?
      −Mire usted, contestó el filósofo haciendo un gran esfuerzo. Nosotros enseñamos a los demás unas cosas que ellos aprenden y luego enseñan a otros, que a su vez...
      El santero entendió:
      −¡Total que eso es una cosa que se queda entre ustedes!”
      Años más tarde en su obra El interés por la verdad aclarará: “El dicho, no escasamente difundido, según el cual se dedican a la enseñanza quienes realmente no sirven para otra cosa, no tiene por fundamento ningún dato objetivo, y su origen debe buscarse únicamente en la lógica propia del utilitarismo” Y defiende en esa mismo escrito la capacidad teorética de la inteligencia y la posibilidad de alcanzar la verdad.
      El Papa Juan Pablo II −como ahora Benedicto XVI− subrayó en repetidas ocasiones la necesidad de la metafísica. La filosofía (la metafísica) se lee en la Fides et ratio “constituye una ayuda indispensable para profundizar en la inteligencia de la fe y para comunicar la verdad del Evangelio a cuántos aún no le conocen” (FR, 5). Aunque la metafísica sea fundamental para la comprensión y apología de la fe no es algo que sea exclusivo del creyente. Así escribe en unos números más adelante: “Si insisto tanto en el elemento metafísico, es porque estoy convencido de que constituye el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad” (FR, 83).
      La armonía razón filosófica y fe no sería posible pues un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para mediar en la comprensión de la Revelación; pues ésta se refiere continuamente a lo que supera la experiencia, e incluso el pensamiento del hombre.
      Para el propio Juan Pablo II este adentrarse en la metafísica no fue un camino fácil, como comenta en una entrevista Villagrasa. Fue profesor de ética filosófica. Pero también fue, sin duda, un metafísico. Su primer encuentro con la metafísica fue duro. En un encuentro con estudiantes romanos que abarrotaban el aula Pablo VI, en el mes de marzo de 2003, hablando sin papeles, les dijo que mientras trabajaba como obrero había estudiado la metafísica, por su cuenta, sin profesores, y que trataba de entender esas categorías, y que al final, logró entenderlas. Y concluyó: “he constatado que esta metafísica, esta filosofía cristiana me da una nueva visión del mundo, una más profunda penetración de la realidad. Antes tenía estudios más bien humanistas, ligados a la literatura y a la lengua y aquí, con esta metafísica y con la filosofía en general, he encontrado la clave para una comprensión y penetración intelectual del mundo más profunda y, diría, última”.
      Unos años antes −recuerda Clavell− “el 10 de junio de 1996, algunos filósofos de universidades romanas fueron recibidos por Juan Pablo II en una audiencia poco numerosa, muy afectuosa y un poco informal. En la conversación, hablando de la situación actual y de la atracción de muchos jóvenes hacia la filosofía, el Papa les dijo con simpatía y convicción: la metafísica es útil para todo, explicando que era una expresión que solía repetir uno de sus profesores de filosofía y teología”
      Hace ya algún tiempo que Étienne Gilson establecía la diferencia entre el profesor de filosofía y el filósofo, explicando que “aquél no es capaz de referirse más que a la filosofía, mientras que el verdadero filósofo tiene como tema la realidad”. Y más adelante: “Si la metafísica no ayuda a conocer mejor el universo de los existentes; más todavía, si además de instaurar los cimientos que rigen la marcha de toda una cultura, no coopera a la resolución de los problemas cotidianos y vulgares de cada individuo humano, y a dirigir su propia vida, difícilmente puede aspirar a título alguno definitivo de justificación como sabiduría”.
      Para eso, como dijo Schopenhauer, hace falta “tener espíritu filosófico (que) es ser capaces de asombrarse de los sucesos habituales y de las cosas de todos los días”
      Un reto arduo quizás −el estudio de la metafísica− pero apasionante. Y es que estar a la altura intelectual para un dialogo positivo con la cultura de nuestros días requiere un decidido empeño de profundización en la verdad. Qué buen ejemplo entre tantos el de la conocida novelista americana Flanenery O’Connor −sobre la que se celebró hace unos años un Simposio internacional en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma−, recogido en una reciente biografía donde se resalta que se calificaba a sí misma de “tomista rural” y se había impuesto leer a Santo Tomás veinte minutos todas las noches antes de irse a la cama.

1. Una advertencia bicentenaria

      En 1974 se celebraba en Roma el Tercer Sínodo de Obispos bajo el tema “La evangelización en el mundo contemporáneo”. Karol Wojtyla fue el Relator. Al mismo tiempo tuvo lugar un Simposio organizado por el CRIS (Centro Romano di Incontri Sacerdotali). Los tres ponentes fueron el propio Cardenal Wojtyla, el Dr. Peter Berglar, profesor de Historia Moderna en la Universidad de Colonia y el profesor Millán Puelles de la Universidad de Madrid que disertó sobre “El problema ontológico del hombre como criatura” (publicada en “Scripta Theológica” 8 (1975) pp. 309-333)
      A Millán le llenaba de orgullo recordar cómo Juan Pablo II entró en la sala con una cartera en la que llevaba la traducción italiana de su libro “La estructura de la subjetividad” y le dijo “mire, voy por aquí” a la vez que le manifestaba que habían seguido caminos filosóficos muy similares.
      En su intervención en el CRIS Millán Puelles hizo referencia a la necesidad de navegar contracorriente cuando lo requiere la coyuntura cultural. Tal fue el caso −nos dice− por poner el ejemplo de un filósofo al que nadie ha acusado de no estar “a la altura de su tiempo” de Hegel. A dos siglos de distancia supo en su Ciencia de la Lógica formular un diagnóstico de la crisis en la que se hallaba la metafísica. Lo hacía en el prólogo del primer volumen en 1812. Hegel es un filósofo idealista pero perspicaz sobre su época. Y exponía Millán Puelles un amplio texto del filósofo alemán, que merece la pena conocer por su visión certera y en gran medida actual:
      "Lo que antes se llamaba metafísica ha sido radicalmente extirpado y expulsado del campo de las ciencias. ¿Dónde se oyen, o dónde pueden hacerse oir, todavía, las voces de la anterior ontología, de la psicología racional, de la cosmología e incluso de la teología natural, que antes se cultivaba? ¿Dónde hay quien tenga algún interés por investigaciones tales como las concernientes a la inmortalidad del alma y a las causas mecánicas y finales? Asimismo, las pruebas que antes se daban de la existencia de Dios son ahora tenidas en cuenta solamente de una manera histórica o para la elevación y edificación del espíritu..(…) Si es sorprendente que para un pueblo se hayan hecho inservibles su ciencia del derecho, sus convicciones, sus hábitos y virtudes morales, resulta cuando menos igualmente asombroso que un pueblo pierda su metafísica (…). La exposición popular de la filosofía kantiana −según la cual el entendimiento no debe ir más allá de la experiencia, pues se convertiría en razón teorética, incapaz por sí sola de engendrar otra cosa que fantasmagorías− ha venido a justificar, para la ciencia, larenuncia al pensamiento especulativo. En favor de esta doctrina popular ha venido el clamor de la pedagogía moderna, que sólo tiene presentes las exigencias de nuestro tiempo y las necesidades inmediatas, afirmando que, así como para el conocimiento lo primordial es la experiencia, también para la vida pública y privada las reflexiones teóricas son perjudiciales, y que lo único necesario es la educación y el adiestramiento prácticos necesario es la educación y el adiestramiento prácticos. (…) La teología,que había venido custodiando los misterios especulativos y la metafísica relacionada con ella, ha abandonado a esta ciencia para ocuparse de los sentimientos, de las consideraciones prácticas populares y de la erudición histórica (…). Desaparecen los hombres dedicados a la contemplación de lo eterno y cuya vida sólo servía a este fin (…): una desaparición que, bajo otros aspectos y por su propia esencia, puede considerarse como el mismo fenómeno ya mencionado".
      Hasta aquí Hegel. Aprovechemos lo que tiene de advertencia sin alejarnos de la perspectiva realista. Pero teniendo en cuenta todo ese continente de la interioridad humana. Conviene no olvidar que el alcance metafísico del conocimiento y de su desarrollo científico en la filosofía, evita −o, al menos, hace posible evitar− el encerramiento en lo sensible e inmediato; y hace posible pasar del fenómeno al fundamento, sin detenerse en la experiencia, llegando a la sustancia espiritual y al fundamento que la sostiene. Precisamente, “un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya” (FR, 83)
      Pero también se ha de tener presente que el filósofo (el metafísico) reconoce que la riqueza de la realidad supera ampliamente la capacidad de la inteligencia humana para agotar gnoseológicamente su contenido. Y cuando lo que se pretende conocer es el constitutivo más íntimo de las cosas, la mente humana ha de conformarse con esos diversos intentos de aproximación que progresivamente arrojan nuevas luces sobre el objeto propuesto, sin que consigan apresado definitivamente. Sólo el idealismo, que postula la primacía del pensar sobre el ser, puede proporcionar respuestas acabadas y terminantes a estas cuestiones, porque no se atiene a lo que las cosas realmente son, sino que depende de las elaboraciones apriorísticas que la razón elabora para configurar, desde ella misma, los resultados que obtiene.
      Viene como anillo al dedo la sentencia de Shakespeare en Hamlet “Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que pueda soñar tu filosofía” (1º acto, escena XIII).
      Santo Tomás sostiene −como ha hecho notar Pieper− que no agotamos al conocer la esencia de las cosas, ni siquiera dice el de una mosca, pero sí la podemos conocer con suficiente claridad y distinción. Aunque no sea posible expresar con todo detalle y profundidad lo que es una mosca comenta Alvira, no la confundimos con un elefante, un mosquito o un número primo.
      No es difícil adquirir en nuestros días un ejemplar de la Metafísica de Aristóteles, ¡cuyo original tiene veinticinco siglos! −hace pocas semanas se podía comprar por pocos euros en los quioscos de la prensa− pero no son muchos quienes la hayan leído con detenimiento. ¿Cuáles son sus rasgos definitorios?

2. El nacimiento de la metafísica: el ente, el principio de no contradicción y la analogía

      Aristóteles concibe la Metafísica como “la ciencia primera” pues es la ciencia del ente (de todo aquello que es) en cuanto ente,la ciencia del ente como ente (peri tou ontos é on) (Met., VI, 1026 a, 31).
      La peculiaridad de la metafísica no es que sea abstracta, sino que lleva el objeto de abstracción más allá de lo que lo hacen las otras ciencias. Esto, sin embargo, no la hace ser irreal sino ser capaz de una mayor penetración en la realidad.
      La metafísica nos dice también Aristóteles es la ciencia de los principios primeros y de las últimas causas.
      Así como ente es la primera noción en nuestra inteligencia, hay también un juicio naturalmente primero, que se denomina principio de no contradicción, que está supuesto en todas las demás proposiciones: es imposible ser y no ser a la vez y en el mismo sentido.
      Es un juicio metafísico, que se refiere a la realidad, a como las cosas son; por ello, en un segundo lugar, es un principio lógico; puede decirse una contradicción, pero no pensarse, o entenderse.
      Se conoce por inducción, una vez se han conocido sus términos, las nociones de ente y no-ente
      Los primeros principios no pueden demostrarse, pues no existen premisas previas desde las cuales partir; no obstante pueden mostrarse a los que los niegan, señalando las incoherencias en que se cae al negarlos (es una defensa ad hominem, confiando en que la evidencia conduce al asentimiento).Esto no significa una aceptación dogmática, sino de mostrar su evidencia.
      Su defensa hace posible rebatir el relativismo como ya viera Aristóteles y contemporáneamente Husserl.
      En la Fides et ratio se hace constar la presencia de un núcleo de conocimientos que nutre constantemente el pensamiento humano. Y cita, a modo de ejemplo, los principios de no contradicción, de finalidad y de causalidad.
      Es decir hay un conjunto de elementos que han pasado a ser patrimonio espiritual de la humanidad, una «filosofía implícita» en toda filosofía. El Papa se atreve a decir que sólo la razón que funciona con tales principios ontológicos −principios primeros y universales del ser−, partiendo de ellos y sacando las conclusiones coherentes de orden lógico (y deontológico), puede considerarse “recta ratio”. Para que la razón sea recta es evidente que debe razonar rectamente siguiendo un orden lógico y partiendo de principios verdaderos, es decir, conformes a la realidad.
      El principio de no contradicción es el concepto clave de la metafísica. Muestra que la realidad tiene una estructura determinada previa e independiente de la forma en que comparece al juicio humano, así como a la acción, al lenguaje y al sentimiento humano.
      Aristóteles enseñaba que el ente se dice de muchas maneras (Met. IV, 2). Con lo que viene a sostener que el ente esanálogo.
      Aristóteles considera a la sustancia el modo privilegiado de ser. Si el ser se dice de muchas maneras fundamentalmente se dice como sustancia.
      La analogía permite que el término "ente" sea aplicado a todas las realidades, pero en parte en el mismo sentido y en parte en un sentido diferente. Este niño es un ente, esta mesa es un ente, el caballo es un ente. ¿Quiere esto decir que el niño, la mesa y el caballo son exactamente lo mismo? Evidentemente no: son muy diferentes el uno del otro; pero es cierto que cada uno de ellos es un ente.

3. La metafísica tomista. La distinción real de ser y esencia

      Santo Tomás fue más allá de Aristóteles describiendo su significado y analizando su contenido, caracterizando al ente como “lo que tiene ser”, la esencia que tiene ser.
      El ente es el primer conocido del entendimiento (según Rassam en esta afirmación está implícita toda la metafísica de Santo Tomás)
      Como acto del ente, el ser no es pues meramente el hecho de darse fuera de la mente, y fuera de la nada y de las causas. No es la mera actualidad fáctica. Es acto y perfección, y lo es de la misma forma o esencia. Es aquello que constituye su actualidad y perfección
      La caracterización de Santo Tomás del ser como acto es completamente inédita. Ciertamente se basa en la doctrina del acto de Aristóteles, pero implica una profunda modificación de la misma
      Como escribe Ocáriz: “La noción de acto de ser (esseactus essendi), en su real distinción con la esencia con la que entra en la composición metafísica acto-potencia, junto con la noción de participación, de la que es inseparable, constituye el núcleo más radical de la filosofía de Santo Tomás. Un acto de ser al que no se llega por simple abstracción sino por vía de resolución, como acto de todo otro acto, el único acto que se impone en su realidad sin un propio contenido formal, y por eso sin límite, porque el esse «no es» y no tiene una esencia, sino que la esencia es la que tiene el ese”.
      “El ser es lo más perfecto de todo, pues es comparado a todo como acto. Pues nada tiene actualidad a no ser en cuanto es; de donde el mismo ser −enseña Santo Tomás− es la actualidad de todas las cosas, y aún de las mismas formas. De donde no es comparado a otro como el recipiente a lo recibido, sino más bien, como lo recibido al recipiente” (I, 4, 3 ad 3).
      Hace notar Chesterton, en ese libro genial en el que biografa al Aquinate, tan alabado por Gilson, con respecto a su pensamiento: “hay algo que se extiende por toda la obra de Santo Tomás de Aquino como una gran luz; algo que es primario y quizá fue inconsciente en él; algo que él hubiera quizá pasado por alto como una cualidad personal de poca importancia; algo que ahora podemos expresar con una palabra de periodismo barato y que para él hubiera carecido de sentido y significación. Sin embargo, el único término significativo de ese algo es optimismo”.
      Y prosigue: “Él creyó en la vida con una convicción más sólida y colosal (...) Uno lo respira, en cierto modo, en sus primeras frases acerca de la realidad del Ser. Si el mórbido intelectual del Renacimiento se supone que dice "ser o no ser: he ahí el problema", el macizo doctor medieval responde, ciertamente, con voz de trueno: "Ser: he ahí la respuesta"”.
      Cardona recrea estas ideas y las expresa con viveza: “Santo Tomás procuró cuidadosamente no decirnos lo que tenía dentro de su imaginación, sino lo que veía con su inteligencia. Como un niño, como cualquiera de nosotros al alborozado y tímido despertar de nuestra razón, Santo Tomás −dando un golpe sobre la mesa, como en aquella su famosa descortesía, comiendo con San Luis Rey de Francia− dijo: ens!: eso está siendo, algo es, las cosas son porque son. Al shakesperiano to be or not to be, that’s the question, Santo Tomás anticipóser, el acto de ser, ésta es la respuesta. Abrió de par en par las ventanas del aula, nos llevó al campo, nos señaló uno a uno, y nos hizo fijar la vista en las estrellas, y en las rosas, en los pájaros, en el nacer y en el morir, en el conocer y en el querer, en la Palabra divinamente revelada, en el Cristo desangrado en el madero de la Cruz, en el misterio de Amor de la Eucaristía, en María la Madre de Dios, en Dios Uno y Trino… y fue diciendo: es, es… ¡Es! Aquel potente foco de luz nos descubrió la íntima consistencia de todo lo que es y cómo es y por qué es. Nos llevó de excursión al Everest del Universo, y como por una nueva escala de Jacob −con ángeles que subían y bajaban− nos encaramamos con él hasta entrever, allá en las alturas de la Revelación del Exodo, a Aquél que es El que es, y que libre y amorosamente participa el ser a todo cuanto es, creando, dando el acto de ser por el que cada cosa es y es lo que es, y obra con la fuerza de su acto de ser”
      La consideración del ente como participado implica la doctrina de la creación, o como dice Santo Tomás: «de ser ente por participación se sigue que ha de ser causado por otro» (I, 44, 1, ad l). Se advierte, si se tiene en cuenta que la doctrina de la participación en el ser explica la composición entitativa de las criaturas en esencia y ser propio o proporcionado a ella.
      Desde esta original explicación de la estructura entitativa de los entes, puede concluir el Doctor Angélico:
      “Es necesario que todas las cosas, menos Dios, no sean su propio ser, sino que participen del ser, y, por lo tanto, es necesario que todos los entes, que son más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tengan por causa un primer ente que es del todo perfecto” (I, 44, 1, in c.).
      Crear, en sentido propio, consiste en hacer algo de la nada. Sólo Dios, potencia infinita, “saca las cosas de la nada al ser” (I, 45, 2). Sin embargo, a diferencia de las acciones de las criaturas, este “hacer” y “sacar” no suponen “una mutación entre dos términos positivos” (I, 45, 2, ad 3), porque “la creación no es una mutación” (I, 45, 2, ad 2).
      Santo Tomás lo expresa bellamente, como queda recogido en el Catecismo: aperta manu clave amoris creaturae prodierunt(abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas) (CIC n.293)
      La metafísica de la participación tiene como correlato lógico la analogía, su expresión semántica. Santo Tomás desarrolla el concepto de analogía −a partir de fuentes aristotélicas con influencia árabe (Avicena)− con originalidad (analogía de proporcionalidad y de atribución).
      El conocimiento de Dios es analógico: verdadero, pero no unívoco.
      El instrumento metódico de la analogía permite ascender hasta el conocimiento de Dios, pero quedando salvada la trascendencia de Dios respecto al conocimiento humano.
      En la Summa Theologica nos previene diciéndonos que al hablar de las grandezas de Dios estamos siempre balbuciendo (I q 4 1 ad 1)
      Y en otra de sus obras:
      «Únicamente poseemos un conocimiento verdadero de Dios cuando creemos que su ser está sobre todo lo que podemos pensar de Él, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre» (CG, I, c. 5).
      La trascendencia divina queda salvaguardada con la analogía y al mismo tiempo se puede atribuir un cierto poder al conocimiento humano, que, con ella, ve ampliado su campo de ejercicio. Santo Tomás concibe la analogía como camino de síntesis, porque permite la sistematización metafísica, sin negar la finitud y la multiplicidad de la realidad, y al mismo tiempo la afirmación de su fundamento unitario y permanente. Además, con este instrumento metódico de la metafísica, se supera la antinomia de la unidad y la multiplicidad, se puede reconocer el devenir y la pluralidad de los entes, y permite que el pensar humano “diga” adecuadamente toda la realidad.
      Este carácter analógico permite afirmar que el ser es el atributo más característico o radical de Dios, la nota que lo distingue más fundamentalmente de lo que no es Dios. El “ipsum esse subsistens” es la esencia metafísica de Dios.
      “Si Dios es el mismo ser subsistente no puede faltarle ninguna de las perfecciones del ser” (STh I, 4, 2).

4. La crisis de la metafísica y el olvido del ser (como acto)

      Fabro y más recientemente Forment nos han hecho ver que la acusación de Heidegger de haber olvidado el ser recae sobre una escolástica esencialista que no supo descubrir la riqueza de la metafísica tomista reduciendo el acto de ser a mera existencia. De ahí también que no sea justo el calificar a la metafísica occidental de un modo global de ontoteología y su consecuencia concibiendo a Dios como causa sui.
      El giro radical en la filosofía se dio con Descartes como escribió Hegel en Lecciones sobre la Historia de la Filosofía. Con él y la filosofía racionalista se matematizó la naturaleza al ponerla como ideal del conocimiento. En esta misma línea se sitúa Galileo limitándose a la categoría de la cantidad.
      Asociado a estos planteamientos se encuentra el mecanicismo donde se pierde lo que desde Aristóteles se llamaba la forma y el fin. Con la Modernidad −el cogito ergo sum− se realiza el paso del paradigma de la verdad al de la certeza, como ha escrito Mac´Intyre siguiendo a Heidegger.
      Por otra parte la corriente empirista negará el carácter metafísico a la naturaleza humana dejando de lado el significado moral que entraña, como ha estudiado Spaemann. Para Hume no se puede ir más allá de la experiencia, idea que heredará Kant como hemos visto con palabras de Hegel. De este modo se negará el principio de causalidad. El resultado es un agnosticismo −también en el acceso a Dios− que está muy presente en la cultura. Un paso más lo dará el positivismo.

5. El positivismo científico

      El cientificismo positivista, que tiene su origen en Comte, −nos dice Melendo− convierte a la ciencia en el paradigma de todo conocimiento, hace de ella el criterio último de racionalidad, de certeza y validez. Sólo la ciencia experimental se acepta como válida; y cualquier otro modo de conocer será “auténtico” sólo en la medida en que esté refrendado por ella. Sin embargo, como ha mostrado Artigas, de esta manera se reduce la ciencia a un saber puramente instrumental.
      De aquí la urgencia de recuperar una filosofía capaz de trascender los datos empíricos, es decir, de alcance metafísico, no confinada en la física, y menos en la apariencia de las cosas, en los fenómenos. Sólo con un realismo sin empirismo, se ha dicho, es posible reivindicar la capacidad trascendente del conocimiento humano.
      En el libro Gamma de la Metafísica Aristóteles establece una distinción entre razón metafísica y razón científica: “Existe una ciencia que considera el ser en cuanto ser y las propiedades que le competen en cuanto tales. Esta no se identifica con ninguna de las ciencias particulares: en efecto, ninguna de las otras ciencias considera universalmente el ser en cuanto ser, sino después de haber delimitado una parte de éste, cada una estudia la características de esta parte” (Met. IV, 1003a 20-25)
      Giovanni Reale, especialista en Aristóteles, en su obra “La sabiduría antigua” subtitulada “Tratamiento para los males del hombre contemporáneo” subraya cómo actualmente en un mundo cientificista se siente la necesidad de volver la mirada al “pasado remoto”, a las propias raíces culturales, a la sabiduría de los griegos para poder construir la identidad propia.
      Se le podría aplicar la decidida advertencia de Nietzsche: “¡Mal!¡Mal! ¿Cómo?, ¿no va… hacia atrás? −¡Sí! Pero entendéis mal a ese hombre cuando os quejáis de eso. Va hacia atrás como todo aquél que quiere dar un gran salto” (citado por Melendo)
      La metafísica, por una parte, respeta la autonomía de las ciencias, pues ambas trabajan a distintos niveles y se complementan. Por otro lado, sólo ella puede y debe ofrecerles su fundamento ontológico y gnoseológico. Por estar en la cima del saber, es capaz de guiarlas, juzgar sobre sus límites y su papel específico, darles el panorama del mundo de conocimiento donde cada una pueda ocupar el puesto que le corresponde sin pretender invadir los campos de las otras.
      Al hombre de hoy, sigue diciendo el profesor italiano, que corre el peligro de caer en el olvido de la razón metafísica y de creer sólo en la razón científica y, por este motivo, encerrarse en un reductivismo ontológico siempre más engañoso, esta frase del primer libro de la Metafísica de Aristóteles tendría que sonar como una admonición terapéutica: “Todas las demás ciencias serán mucho más necesarias que esta, pero ninguna será superior” (983a 10-12) O con otras palabras, con la metafísica se sabe poco, pero lo poco que se sabe es muy importante.

6. La Metafísica como sabiduría

      En cuanto que se ocupa del sentido último de la realidad, la metafísica es más que ciencia. Su saber es en cierto modo omniabarcante y vital. No sirve para conocer «más» cosas, ni para aumentar nuestro bienestar. Sirve para que el hombre sepa quién es, cuál es su misión, su origen y destino final, para que sea, en una palabra, más hombre.
      El contenido de la Metafísica es “mínimo”, es decir pequeño. Esto significa que la Metafísica no va a resolver todos los problemas de la humanidad, pero los pocos que puede resolver son cruciales.
      Según Juan Pablo II, en este inicio de siglo se hace necesario devolver a la filosofía su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Se trata de una exigencia, la primera, de su misma naturaleza racional. Ello requiere de la filosofía una labor de unificación del saber y del obrar humano en una dirección, la del sentido definitivo de las cosas. Perdida esta dimensión y orientación hacia su fin último, los medios técnicos de que el hombre dispone hoy podrían revelarse inhumanos e incluso destructivos.
      Por todo esto el valor de la teoría pura es el gran descubrimiento griego, del que la cultura europea sigue viviendo. La metafísica −comenta Torralba− es la teoría pura, sin más utilidad... que el testimonio de que hay verdad acerca de los últimos principios de la realidad y que ésta se puede conocer. A veces se nos acusa a los filósofos de vivir “de espaldas a la sociedad”. Puede ser cierto, dice, tanto corporativamente como profesión, como en casos individuales. Pero eso es culpa de los filósofos, no de la filosofía. La filosofía, la metafísica, hace una de las más importantes contribuciones al mundo, especialmente necesaria en esta sociedad nuestra: que la verdad −y no el poder, el interés de parte, la mera utilidad o beneficio− debe ser el principio básico de un mundo humano. Necesitamos la metafísica, sobre todo, como una actividad y actitud vital. Me atrevería a decir que si hubiera que decidir cuál es el principal problema de nuestra sociedad, la respuesta sería la “indiferencia ante la verdad”, sea por ignorancia o desesperación, que impide plantear la pregunta decisiva: ¿qué es la verdad y cómo se llega a ella? En este sentido, estudiar metafísica puede ser un modo de mejorar el mundo.