Celso Morga Iruzubieta.
Arzobispo Secretario de la Congregación para el Clero
Los sacerdotes son testigos de esperanza y de trascendencia, teniendo en cuenta las realidades en las que viven
El sacerdocio cristiano no nace de la historia ni de la evolución natural del concepto de mediación con la divinidad, presente en todas las culturas, sino de la voluntad del Señor. Pero la vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre en un contexto histórico concreto, lleno de nuevos problemas y de posibilidades inéditas, como sucede, por otra parte, en la vida de todos los cristianos. Esta constatación es particularmente importante cuando hablamos de los presbíteros en su función de gobierno, es decir, en su responsabilidad de ser auténticos pastores del Pueblo de Dios peregrinante en un determinado momento de la historia.
Un pastor vigilante, atento, debe saber afrontar las circunstancias históricas y configurar los rasgos concretos de su función de pastor de acuerdo con una perspicaz valoración evangélica de “los signos de los tiempos”. Debe saber interpretarlos a la luz de la fe, como pide el Señor, y someterlos a un discernimiento prudente, de modo que no se identifique con el mundo −con el modo de pensar y de vivir de la época− hasta el punto de dejar de ser testigo de una realidad distinta, ni ignore la situación concreta en la que vive sin mostrar por ella ningún interés o, aún menos, despreciándola como si todo fuera negativo o pecaminoso.
Como enseña el Decreto Presbyterorum Ordinis, los presbíteros deben convivir como hermanos con los demás hombres, de modo análogo a como el Señor Jesús, Hijo de Dios, enviado por el Padre como hombre a los hombres, habitó entre nosotros y quiso asemejarse en todo a nosotros, a excepción del pecado (cfr.Heb 2, 17; 4, 15). A Él lo imitaron los Apóstoles, y San Pablo que, “siendo segregado para el Evangelio de Dios” (Rom 1, 1), atestigua, sin embargo, que se ha hecho todo para todos a fin de salvarlos a todos (cf. 1 Cor 9, 19-23). “Los presbíteros del Nuevo Testamento” −continua el Decreto− “por su vocación y ordenación, son en realidad segregados, en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios; pero no para ser separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los llama (Act 13, 2). No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos” (n. 3).
El capítulo II de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium hace un agudo diagnóstico de la situación en la que nos encontramos. Vivimos un cambio de época que se manifiesta, entre otras cosas, en un progreso que contribuye al bienestar de las personas en ámbitos como el de la salud, la educación y la comunicación, pero que no ha llevado a una mayor felicidad. Frecuentemente la alegría de vivir se apaga, y crece la desorientación acerca del sentido profundo de la vida humana, llevando a la falta de respeto y a la violencia. El sistema económico actual conduce frecuentemente no sólo a la explotación de una multitud de personas −también los niños−, sino también a su exclusión, que es aún más grave. En su origen se encuentra una profunda crisis antropológica: la negación del primado del ser humano, reducido frecuentemente a una sola de sus necesidades: el consumo.
Desde el punto de vista cultural prima la indiferencia relativista. Todos coincidimos en señalar que la fase actual de la vida de la sociedad está marcada por un fuerte laicismo. Es en este contexto social donde se desarrolla la vida actual de la Iglesia como comunidad creyente y donde, siguiendo al Concilio Vaticano II, se ha propuesto de nuevo a todos en la Iglesia una “medida alta” de la vida cristiana ordinaria, la de la santidad (Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte).
Si el laicismo es una nota dominante de nuestra cultura, y consiste −con diversos matices−en la tendencia a pensar y actuar haciendo abstracción de la dimensión religiosa del hombre y de los preceptos morales e impidiendo que la fe se “entrometa” en los problemas, debates, orientaciones o leyes con que se intenta organizar la sociedad humana, entonces una dimensión que los presbíteros están llamados a vivir con profundidad como integrante de su condición de pastores, es la de ser testigos de esperanza y de trascendencia teniendo en cuenta las realidades culturales y sociales en las que vive. La alegría del Evangelio tiene una característica sobrenatural, que ninguno nos puede quitar (cf. Jn 16, 22; Evangelii gaudium, 84). Pido al Espíritu Santo que nadie quite de la vida de los sacerdotes esta alegría de evangelizar en el mundo actual, que el Señor nos ha ganado en el misterio pascual.