Salvador Bernal
El futuro depende del avance en la ética personal, vía de solución radical para este tipo de problemas
A comienzos de mes, la Comisión europea, de acuerdo con el plan aprobado en 2011 de publicar cada dos años informes sobre la corrupción en la UE, difundió un estudio en términos francamente alarmantes. Me recordó un asunto pendiente: hacerme con el Real Decreto de 13 de febrero de 1867, que prohibió expresamente las recomendaciones en la Administración pública.
La antigüedad del texto me lleva a pensar en la escasa eficiencia de la organización y de las reformas legales para avanzar en este campo. Basta recordar que se han difundido en los últimos años estudios y medidas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la ONU (a partir de la convención contra la corrupción multilateral, UNCAC), y el Consejo de Europa (GRECO: Grupo de Estados contra la Corrupción).
Así lo confirmo −no por pesimismo− con las medidas adoptadas en España en este tiempo, incluida la creación de una fiscalía especial. Aunque, en realidad, no es fácil saber −tan penosamente lenta resulta la administración de justicia− si han aumentado o no los delitos tipificados en las leyes penales. Sí ha crecido, y no sin frecuentes desmesuras antijurídicas, la abundancia de información sobre hechos supuestamente condenables: salen día sí y día no en los medios, mientras trascurren meses y años de “instrucción”, sin sentencia judicial que anule la presunción de inocencia.
De hecho, en la opinión pública medida por el CIS −siempre con la duda de posibles injerencias en el trabajo de un organismo de titularidad pública tal vez innecesaria−, la corrupción es el segundo motivo de preocupación de los españoles; los políticos y los partidos aparecen en cuarta posición en el ranking, con tendencia al alza.
El informe de Bruselas, que se suma a los hasta ahora más conocidos −y quizá más elaborados− de la ONG Transparency International, no beneficia mucho a España. Deja un mensaje de fondo peligroso: “la corrupción sería un mal europeo”, que cuesta a la UE más de 120 billones de euros al año; ninguno de los 28 miembros de la Unión está a salvo del fenómeno, aunque varíe de un país a otro. De todos modos, es preciso poner en cuarentena datos de estas encuestas: contrasta la percepción global de la existencia de comportamientos corruptos, con el exiguo porcentaje −2%− de personas consultadas que reconocen haber tenido que enfrentarse con casos concretos de corrupción
Según un Eurobarómetro realizado a comienzos de 2013, el 56% de los ciudadanos de la UE piensa que la corrupción ha aumentado en los últimos años, y el 81% denuncia la existencia de vínculos demasiado estrechos entre políticos y dirigentes económicos. Desde el punto de vista de las empresas, el 75% de sus ejecutivos estiman que afecta a su propio país. “La corrupción socava la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de Derecho, daña la economía, y priva a los gobiernos de ingresos que necesitan desesperadamente”, lamentó Cecilia Malmström, Comisaria europea de asuntos interiores.
Lo difícil es modificar la tendencia. Ante las abundantes tentaciones derivadas del exceso de intervencionismo y gasto públicos −licencias, subvenciones, infraestructuras, servicios− forzoso es reconocer que la ética pública no avanzará por decreto, ni mediante la tipificación de nuevos delitos. Pero el ordenamiento jurídico puede contribuir a limitar esas tentaciones: por ejemplo, una regulación seria de las incompatibilidades, frente al tráfico de influencias; la supresión o limitación de inmunidades parlamentarias y fueros especiales; la revisión a fondo de las consecuencias de no cumplir las normas sobre financiación de partidos y sindicatos −incluidas campañas electorales, y fundaciones y asociaciones anexas−, más allá de las recomendaciones del Tribunal de Cuentas; los criterios de selección para ocupar cargos públicos; los requisitos de la contratación pública en las escalas estatal, regional y local, más aún en la actual coyuntura, en la que desciende la actividad.
No iría mal reducir las ocasiones de beneficiarse o beneficiar a los próximos con dinero público o de grandes corporaciones. Pero el futuro depende del avance en la ética personal, vía de solución radical para este tipo de problemas. Puede aprenderse en la escuela y en la familia, pero exige un cambio radical de ambiente, para que el cumplidor no sea despreciado como tonto o, peor aún, como puritano. Y, en el plano teológico, sería quizá preciso archivar teorías como la de las leyes meramente penales, quizá tan dañina en la práctica como el uso alternativo del derecho.