2/05/15

Carta del Prelado del Opus Dei

Febrero de 2015


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Paso a paso recorremos estos meses tan ricos en aniversarios significativos —cabría decir también: redondos— de nuestra Obra, por los que damos gracias a Dios, y que nos ayudan a pensar que todas y todos somos Iglesia, somos Opus Dei.

Dentro de pocos días se cumplirán 85 años del momento en el que Nuestro Señor hizo comprender a san Josemaría que el Opus Dei era también para las mujeres, lo mismo que para los hombres. No pensaba yo que en el Opus Dei hubiera mujeres, escribió nuestro Fundador en una carta dirigida especialmente a sus hijas. Pero, aquel 14 de febrero de 1930, el Señor hizo que sintiera lo que experimenta un padre que no espera ya otro hijo, cuando Dios se lo manda. Y, desde entonces, me parece que estoy obligado a teneros más afecto: os veo como una madre ve al hijo pequeño. Y puedo añadir que cada jornada salía de su alma un profundo agradecimiento a sus hijas.

¡Cuántas gracias dio nuestro Padre a Dios por esta luz divina, insisto, que se encendió con la presencia de las mujeres en el Opus Dei! Como explicó en otros momentos, la Obra verdaderamente, sin esa voluntad expresa del Señor (...), hubiera quedado manca.

En su carta apostólica sobre la dignidad y misión de la mujer, san Juan Pablo II se detenía a considerar el momento sublime de la Anunciación. «Al llegar la plenitud de los tiempos —explica— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer. Con estas palabras de la Carta a los Gálatas (4, 4) el apóstol Pablo relaciona entre sí los momentos principales que determinan de modo esencial el cumplimiento del misterio "preestablecido en Dios" (cfr. Ef 1, 9). El Hijo, Verbo consubstancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega "la plenitud de los tiempos". Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia de la humanidad en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es significativo que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre propio de "María", sino que la llama "mujer", lo cual establece una concordancia con las palabras del Protoevangelio en el Libro del Génesis (cfr. 3, 15). Precisamente aquella "mujer" está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la "plenitud de los tiempos", y que se realiza en Ella y por medio de Ella (...). De esta manera "la plenitud de los tiempos" manifiesta la dignidad extraordinaria de la "mujer"».

Hijas mías, no son amabilidades estas reflexiones, sino una honda invitación a considerar vuestra importancia en la Iglesia, al mismo tiempo que un estímulo para que cuidéis vuestra fidelidad cotidiana.

San Josemaría tenía muy presente esta realidad. En una carta de 1965, nos señalaba: de alguna manera, podemos decir que en la Virgen Santísima se realiza, en grado eminente, la función asignada por Dios a la mujer en la historia de la Salvación: su aportación específica a la corredención. Y añadía, dirigiéndose a sus hijas en el Opus Dei y, en general, a las mujeres cristianas: en Nuestra Señora tenéis el modelo y el auxilio para la elevación al plano de la gracia de vuestros talentos y quehaceres naturales, convirtiendo vuestra función propia, en la familia y en la sociedad, en instrumento divino de santificación, en una misión peculiar en el seno de la Iglesia: participando, en la medida de vuestra correspondencia personal a la gracia, de la excelencia y de la prioridad con que Dios ha adornado a su Madre.

El carácter de familia cristiana unida por vínculos sobrenaturales —que nos afecta a cada una y a cada uno— queda resaltado en la Obra por el insustituible papel de mis hijas. Ha sido voluntad expresa del Señor que en la Prelatura del Opus Dei caminemos mujeres y hombres, con una completa separación en lo que se refiere a los medios de formación y a los apostolados, pero con una plena unidad —espiritual, moral y jurídica— con fundamento visible en el Prelado, Padre de esta familia espiritual. Al formar un solo hogar —explicaba san Josemaría—, hay en la Obra un solo puchero, del que cada uno toma según su necesidad. Por eso, aunque en estas líneas trate especialmente del papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, esas consideraciones valen también para los hombres, cambiando lo que sea necesario.

Todos hemos sido llamados a buscar la plenitud de la vida cristiana, según las circunstancias en las que Dios se dirige a cada uno. En el celibato apostólico o en el matrimonio, la respuesta a Dios ha de ser siempre total. En este año mariano de la Obra, os he invitado a recurrir a la Sagrada Familia de Nazaret, rezando especialmente por las familias del mundo entero. La familia de Nazaret —decía el Papa en una de las catequesis que está dedicando a este tema— nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de toda familia. Y, como ocurrió en aquellos treinta años de Nazaret, así nos puede suceder también a nosotros: hacer que el amor sea normal y no el odio, hacer que la ayuda mutua sea algo común, no la indiferencia o la enemistad.

Dios quiere que en toda familia —sea de origen natural o sobrenatural— reine siempre la generosidad, que es fuente de armonía y de paz. De este modo, recreando día a día el ambiente de Nazaret en cada hogar, cada vez que hay una familia que custodia este misterio, aunque esté en la periferia del mundo, el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos, está actuando. Y viene para salvar al mundo. Ésta es la gran misión de la familia: hacer sitio a Jesús que viene, recibir a Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la mujer, de los abuelos, porque Jesús está allí. Acogerlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia. Y, análogamente, en la gran familia de la Iglesia.

La familia basada en vínculos naturales tiene como fundamento el matrimonio, situación estable y definitiva entre un hombre y una mujer para cumplir el mandato de Dios en la creación. Para los bautizados, como sabemos bien, el matrimonio es además un sacramento: canal por el que llega a los cónyuges la gracia específica de su estado, imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. Por esto pienso siempre —escribe nuestro Padre— con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino —sacramentum magnum! (Ef 5, 32), sacramento grande— de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia. Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial —el bautismo— ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino.

San Josemaría daba a los esposos unos consejos nacidos de su experiencia y de su ministerio sacerdotal. En una ocasión, respondiendo a una pregunta que le hicieron en Buenos Aires, exhortaba: ¡Quereos de verdad! (...). Desde luego, delante de los hijos, no riñáis jamás; que los niños se fijan en todo, y forman enseguida su juicio. No saben que san Pablo ha escrito: qui iúdicat Dóminus est (1 Cor 4, 4), que es el Señor el que juzga. Se erigen en señores, aunque tengan tres o cuatro años, y piensan: mamá es mala, o papá es malo: ¡es un lío tremendo, pobres criaturas! No provoquéis esa tragedia en los corazones de vuestros hijos. Esperad, tened paciencia; y ¡ya reñiréis!, cuando el chico esté dormido. Pero poquito, sabiendo que no tenéis razón.

Todos podemos hacer nuestros estos consejos, que ayudan a salvaguardar la convivencia fraterna con las demás personas. Hay que meterse el carácter en el bolsillo —decía con buen humor nuestro Padre— y, por amor de Jesucristo, sonreír y hacer agradable la vida a los que tenemos junto a nosotros. No supone algo extraño —somos seres humanos, no espíritus puros— que, en algún momento, se escape una reacción desabrida o de mal genio, fruto de la soberbia personal, capaz de enturbiar la convivencia entre las personas. Pero contamos con el remedio al alcance de la mano: saber pedir perdón, mostrar de un modo u otro que nos duele haber causado un disgusto a alguien. Y si alguna vez pensamos que nos han ofendido, rechacemos terminantemente del corazón —con la ayuda del Señor— cualquier resentimiento: evitemos incubar gérmenes nocivos que podrían agriar las relaciones con los demás.

El Señor es muy claro en este punto, como recoge el Evangelio. Habéis oído que se dijo a los antiguos: "no matarás", y el que mate será reo de juicio. Pero Yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por lo tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda.

La virtud teologal de la caridad —que incluye al mismo tiempo el cariño humano— nos impulsará a tratar de pensar siempre en los demás, y no en nosotros mismos. San Josemaría, de modo gráfico, expresaba así el ideal de un hijo de Dios: hacerse alfombra en donde los demás pisen blando. E inmediatamente añadía: no pretendo decir una frase bonita: ¡ha de ser una realidad! —Es difícil, como es difícil la santidad; pero es fácil, porque —insisto— la santidad es asequible a todos.

El aniversario del 14 de febrero de 1930 nos hace presente la contribución esencial que las mujeres están llamadas a prestar al ambiente de familia en el propio hogar, en los lugares donde trabajan, en las asociaciones profesionales y sociales en las que toman parte. Quizá no os dais cuenta, hijas mías; pero vuestro modo de presentaros en la sociedad —el porte honesto y elegante, las buenas maneras en el trato con los demás, vuestra sonrisa—, así como la limpieza y cuidado de la casa, contribuye admirablemente a mostrar a otros la maravilla de considerarse hijos de Dios. Así lleváis a todas partes el buen olor de Cristo distintivo de los cristianos.

«¡Mirad cómo se aman»!, comentaban los paganos al ver el cariño con que se trataban entre sí los primeros cristianos. También ahora ha de notarse que nos queremos y que amamos a todas las personas con las que coincidimos. Fomentemos los deseos de servir, de gastarnos gustosamente por los demás. Cuidemos más, en este año mariano dedicado a la familia, los detalles de la convivencia amable y positiva con las demás personas, en todos los ambientes, comenzando por el propio hogar. Es muy importante que cada una y cada uno busque hacer familia en su entorno. Si tratamos a María y a José, aprenderemos tantos detalles para mejorar las buenas disposiciones que el Señor ha puesto en nuestras almas.

El otro aniversario que celebramos en la misma fecha —el de la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz— nos habla también de ese desvivirse con alegría por hacer pacífica y gozosa la vida a los otros. En el Opus Dei, como incansablemente enseñó san Josemaría, todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando (...). Han de ser firmes, apacibles, cariñosos, alegres; servidores especiales —siempre con sosiego y alegría— de los hijos de Dios en su Obra, y de todas las almas. Son, en cualquier situación y circunstancia en que se encuentren, instrumentos de unidad.

Dejo de lado la referencia a otras celebraciones litúrgicas y familiares que caen en este mes: el comienzo de la Cuaresma, el aniversario de la locución divina —obras son amores y no buenas razones— que nuestro Padre escuchó en el fondo de su alma el 16 de febrero de 1932, el aniversario del decrétum láudis a la Obra por parte de la Santa Sede en 1947... Cada una, cada uno, podemos sacar consecuencias personales en nuestros ratos de oración. Muchos detalles podría añadiros de cómo san Josemaría cuidaba el hogar del Opus Dei: citaré sólo uno.

Cuando se trasladaron sus hijas al Japón, para comenzar la labor apostólica entre las mujeres, mientras navegaban hacia aquel archipiélago las acompañaba con su oración y su pensamiento en todos los instantes. Y en sus cartas a los Vicarios, al comenzar la labor en los diferentes países, queda constancia de su interés en preparar la llegada de las mujeres de la Obra: ocúpate de abrir el camino —les decía a cada uno— para que pronto puedan comenzar tus hermanas: y así el Opus Dei estará completo también en ese lugar.

No sé precisar el motivo por el que me llevó nuestro Padre, en un momento en el que no había nadie, a la nueva zona construida de la Administración, que fue la primera de estos edificios de Villa Tevere. Saqué la impresión de que deseaba mostrarnos que, para que todo funcione, lo primero en los Centros —después del Sagrario— son siempre sus hijas. Era evidente el contraste entre su interés por que la Administración estuviera perfectamente acabada, en comparación con la parte de la residencia ocupada por él mismo y por sus hijos.

Al encomendar la persona e intenciones del Santo Padre, tengamos presente el consistorio y el nombramiento de nuevos cardenales que el Papa Francisco ha anunciado para este mes. En esa oración, pedid por todos los colaboradores del Romano Pontífice, bien unidos a mis intenciones.

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier