P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Tercera Predicación de Adviento
1. La mariología de la Lumen Gentium
El objeto de esta última meditación de Adviento es el capítulo VIII de la Lumen gentiumtitulado “La Beata Virgen María, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”. Escuchemos de nuevo lo que el Concilio dice al respecto:
“La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia”.
Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para ilustrar el rol de María, es la de modelo, o de figura de la Iglesia:
“La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo”.
La novedad más grande del trato conciliar sobre la Virgen consiste, como se sabe, precisamente en el lugar en el que se inserta, y es eso en la constitución sobre la Iglesia. Con eso el Concilio - no sin sufrimientos y laceraciones- realizaba una profunda renovación de la mariología, respecto a la de los últimos siglos. El discurso de María ya no es en sí mismo, como si ella ocupara una posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido, como había sido en la época de los Padres, en el ámbito de esta última. María es vista, como decía san Agustín, como miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de ella, no fuera, o encima:
“Santa es María, bienaventurada es María, pero mejor es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente pero, al fin, miembro de un cuerpo entero. Si es parte del cuerpo entero, más es el cuerpo que uno de sus miembros”.
Las dos realidades se iluminan la una a la otra. Si de hecho el discurso sobre la Iglesia ilumina sobre quién es María, el discurso sobre María ilumina sobre qué es la Iglesia y eso es “cuerpo de Cristo” y, como tal, “casi una prolongación de la encarnación del Verbo”. Lo subraya san Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris Mater: “El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia”.
Otra novedad de la mariología del Concilio es la insistencia sobre la fe de María, un tema, también este, retomado y desarrollado por Juan Pablo II que lo hizo el tema principal de su encíclica mariana “Redemptoris Mater”. Es una vuelta a la mariología de los Padres que, más que sobre los privilegios de la Virgen, señalaba la fe, como aportación personal de María el misterio de la salvación. también aquí se nota la influencia de san Agustín.
“La misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo … Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.
2. María Madre de los creyentes desde una perspectiva ecuménica
Lo que quisiera hacer es poner de relieve la importancia ecuménica de esta mariología del Concilio, es decir, cómo podría contribuir - y está contribuyendo- a acercar a católicos y protestantes sobre este delicado terreno y controvertido que es la devoción a la Virgen. Aclaro sobre todo el principio que está en la base de la reflexión que sigue. Si María se coloca fundamentalmente de la parte de la Iglesia, consigue que las categorías y las afirmaciones bíblicas de las que partir para alumbrar sobre ella son más bien las relativas a las personas humanas que constituyen la Iglesia, aplicadas a ella “a mayor razón”, en vez de las relativas a las personas divinas, aplicadas a ella “por reducción”.
Para comprender, por ejemplo, en la forma correcta, el delicado concepto de la mediación de María en la obra de la salvación, es más útil partir de la mediación de las criaturas, o desde abajo, como es la de Abrahán, de los apóstoles, de los sacramentos o de la Iglesia misma, que no de las mediación divino-humana de Cristo. La distancia más grande, de hecho, no es la que existe entre María y el resto de la Iglesia, sino es la que existe entre María y la Iglesia de una parte, y Cristo y la Trinidad de la otra, es decir, entre la criatura y el Creador.
Ahora sacamos la conclusión de todo esto. Si Abrahán, por lo que ha hecho, ha merecido en la Biblia el nombre de “padre de todos nosotros”, es decir de todos los creyentes “ (cf Rm 4, 16; Lc 16,24)), se entiende mejor porque la Iglesia no duda en llamar a María “Madre de todos nosotros”, madre de todos los creyentes. De la comparación entre Abrahán y María podemos recabar una luz aún mejor, que tiene que ver no solo con el simple título, sino también con su contenido o significado.
¿Madre de los creyentes es un sencillo título de honor o algo más? Aquí se ve la posibilidad de un discurso ecuménico sobre María. Calvino interpreta el texto donde Dios dice a Abrahán: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12, 3), en el sentido de que che “Abrahán no será solo ejemplo y patrón, sino causa de bendición”. Un conocido exegeta protestante escribe, en el mismo sentido:
“Se ha cuestionado si las palabras del Génesis 12, 3 [“por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra”] pretenden afirmar solamente que Abrahán se convertirá en una especie de fórmula para bendecir, y que la bendición de la que él goza pasará en proverbio [...]. Se debe volver a la interpretación tradicional que entiende esa palabra de Dios “como una orden dada a la historia” (B. Jacob). A Abrahán se le reserva, en el plano salvífico de Dios, el rol de mediador de la bendición para todas las generaciones de la tierra”.
Todo esto nos ayuda a entender lo que la tradición, a partir de san Ireneo, dice de María: es decir, que ella no es solo un ejemplo de bendición y de salvación, sino, de una forma dependiente únicamente de la gracia y de la voluntad de Dios, también causa de salvación. “Como Eva, escribe san Ireneo, desobedeciendo, se convierte en causa de muerte para sí y para todo el género humano, así María…, obedeciendo, se convierte en causa de salvaciónpara sí y para todo el género humano”. Las palabras de María: “Todas las generaciones me llamarán beata” (Lc 1, 48) son para considerar, también, “¡una orden dada por Dios a la historia!”
Es un hecho alentador descubrir que los mismos iniciadores de la Reforma han reconocido a María el título y la prerrogativa de Madre, también en el sentido de Madre nuestra y madre de la salvación. En una predicación para la misa de Navidad, Lutero decía: “Esta es la consolación y la desbordante bondad de Dios: que el hombre, en cuando que cree, pueda gloriarse de un bien tan precioso, que María sea su verdadera madre, Cristo su hermano, Dios su Padre… Si crees así, te sientas verdaderamente en el vientre de la Virgen María y eres su querido niño”. Zwingli, en un sermón del 1524, llama a María “la pura Virgen María, madre de nuestra salvación” y dice que nunca ha “pensado y mucho menos enseñado o dicho en público nada malo, vergonzoso, indigno o malo”.
¿Cómo es posible que hayamos llegado a la situación actual de tanto desagrado por parte de los hermanos protestantes hacia María, al punto que en algunos ambientes se considera casi un deber disminuir a María, atacar en este punto a los católicos, pasar de largo todo lo que la escritura dice sobre ella?
No es este el lugar para hacer una revisión histórica, quiero solamente decir cuál camino me parece la salida de esta triste situación sobre María. Tal camino pasa por un sincero reconocimiento por parte de nosotros los católicos por el hecho de que muchas veces, en los últimos siglos, hemos contribuido a volver a María inaceptable a los hermanos protestantes, honrándola a veces de manera exagerada y desconsiderada, y sobre todo no colocando tal devoción dentro de un cuadro bíblico bien claro que dejara ver su rol subordinado respecto a la Palabra de Dios, al Espíritu Santo y al mismo Jesús. La mariología en los últimos siglos se había vuelto una fábrica continua de nuevos títulos, nuevas devociones, muchas veces en polémica con los protestantes usando a veces a María -¡nuestra madre común!- como un arma contra ellos.
Ante esta tendencia el Concilio Vaticano II ha oportunamente reaccionado. El ha recomendado a los fieles “sea en las palabras que en los hechos evitar diligentemente cualquier cosa que pueda inducir a error a los hermanos separados o cualquier otra persona, sobre la verdadera doctrina de la Iglesia”, y ha recordado a los mismos fieles que “la verdadera devoción no consiste ni en un estéril o pasajero sentimentalismo, ni en una cierta vana credulidad”.
Por parte de los protestantes creo que haya que tomar acto de la influencia negativa que tuvo en sus actitudes hacia María, no solamente la polémica anticatólica, sino también el racionalismo. María no es una idea, sino una persona concreta, una mujer y como tal no es fácilmente teorizable o reducible a un principio abstracto. Ella es el símbolo mismo de la simplicidad de Dios. Por esto ella no podía, en un clima dominado por un exasperado racionalismo, no ser eliminada del horizonte teológico.
Una mujer luterana, fallecida hace algunos años, Madre Basilea Schlink, ha fundado en el interior de la Iglesia luterana, una comunidad llamada “Las hermanas de María”, ahora difundida en varios países del mundo. En un libro suyo, después de recordar diversos textos de Lutero sobre la Virgen escribe:
“Cuando se leen las palabras de Lutero, que hasta el final de su vida ha honrado a María, ha santificado sus fiestas y cantado cada día el Magníficat, se siente como nos hemos alejado, en general, de la actitud justa hacia Ella... Vemos como nosotros los evangélicos nos dejamos sumergir por el racionalismo... El racionalismo que admite solamente lo que se puede entender con la razón, difundiéndose ha echado afuera de las Iglesias evangélicas las fiestas de María y todo lo que a Ella se refiere, y ha hecho perder el sentido de cada referencia bíblica sobre María: y a esta herencia la sufrimos aún hoy. Si Lutero, con esta frase: 'Después de Cristo Ella es en toda la cristiandad la joya más preciosa, nunca suficientemente alabada' nos inculca esta alabanza, yo por mi parte tengo que confesar que estoy entre quienes por largos años de la propia vida no lo han hecho, eludiendo así también lo que dice la Escritura: 'De ahora en adelante me llamarán beata' (Lc 1,48). Yo no me había puesto entre estas generaciones”.
Todas estas premisas nos permiten cultivar en el corazón la esperanza de que, un día no lejano, católicos y protestantes podamos no estar más divididos, sino unidos por María, en una común veneración, diversa quizás en las formas, pero concorde en reconocer en ella a la Madre de Dios y a la Madre de los creyentes. Yo he tenido la alegría de constatar personalmente algunos síntomas de este cambio en acto. En más de una ocasión he podido hablar de María en un auditorio protestante, notando entre los presentes no solamente acogida, sino al menos en un caso, una verdadera conmoción, como cuando uno encuentra algo querido y una sanación de la memoria.
4. María madre e hija de la misericordia de Dios
Dejemos ahora el discurso ecuménico y tratemos de ver si también el Año de la Misericordia nos ayuda a descubrir algo nuevo de la Madre de Dios. María es invocada en la antigua oración de la Salve Regina', como 'Mater misericordiae', Madre de la misericordia; en la misma oración a ella se dirige la invocación: 'illos tuos misericordes oculos ad nos converte'; 'dirige a nosotros esos tus ojos de misericordiosos'. En la misa de apertura del Año Jubilar en la plaza de San Pedro, del 8 de diciembre pasado, al lado del altar estaba expuesta una antigua imagen de la Madre de Dios, venerada en un santuario de los greco-católicos de Jaroslav, en Polonia, conocida como la 'Puerta de la Misericordia'.
María es madre y puerta de misericordia en un doble sentido. Ha sido la puerta a través de la cual la misericordia de Dios, con Jesús, ha entrado en el mundo, y es ahora la puerta hacia la cual nosotros entramos en la misericordia de Dios y nos presentamos al 'trono de misericordia' que es la Trinidad.
Todo esto es verdadero, pero es solamente un aspecto de la relación entre María y la misericordia de Dios. Ella de hecho no es solamente el canal y mediadora de la misericordia de Dios; es también el objeto y la primera destinataria. No es solamente aquella que obtiene misericordia, sino también aquella que ha obtenido, primero y más que todos, misericordia.
Misericordia es sinónimo de gracia. Solamente en la Trinidad el amor es naturaleza y no esgracia; es amor pero no misericordia. Que el Padre ame al Hijo, no es gracia o concesión; es en cierto sentido, necesidad; el Padre tiene necesidad de amar para existir como Padre. Que el Hijo ame al Padre, no es concesión o gracia; es necesidad intrínseca, aunque sea libérrima; Él tiene necesidad de ser amado y de amar para ser Hijo. Es cuando Es cuando Dios crea al mundo y allí a las criaturas libres que su amor se vuelve don gratuito e inmerecido, o sea gracia y misericordia. Esto antes aún del pecado. El pecado hará solamente que la misericordia de Dios, como don, se vuelva perdón.
El título “llena de gracia” es por lo tanto sinónimo de “llena de misericordia”. María misma, además lo proclama en el Magníficat: “Ha mirado -dice- la humildad de su sierva”, “se ha acordado de su misericordia”; “su misericordia se extiende de generación en generación”. María se siente beneficiada por la misericordia, el testimonio privilegiado de ella. En ella la misericordia de Dios no actuó como perdón de los pecados, sino como preservación del pecado.
Dios ha hecho con ella, decía santa Teresita del Niño Jesús, lo que haría un buen médico en tiempo de epidemia. Él va de casa en casa a curar a quienes contrajeron la enfermedad; pero si hay una persona a quien quiere particularmente, como la esposa o la madre, hará de manera, si puede, de evitarle incluso el contagio. Y así ha hecho Dios, preservando a María del pecado original por los méritos de la pasión del Hijo.
Hablando de la humanidad de Jesús, san Agustín dice: “¿Por qué motivo la humanidad de Jesús mereció ser asumida por el Verbo eterno del Padre en la unidad de su persona?”. ¿Cuál era su obra buena anterior a esto? ¿Qué había hecho antes de este momento, qué había creído, o pedido, para ser elevada a tal inefable dignidad? Y añadía además: “Busca el mérito, busca la justicia, reflexiona, y mira si encuentras algo que no sea gracia”.
Estas palabras arrojan una luz singular también sobre la persona de María. De ella se debe decir, con más razón: ¿Qué había hecho María para merecer el privilegio de dar al Verbo su humanidad? ¿Qué había creído, pedido, esperado o sufrido, para venir al mundo santa e inmaculada? ¡Busca, también aquí, el mérito, busca la justicia, busca todo lo que quieras y mira si encuentras en ella, al inicio, otra cosa que gracia, o sea misericordia!
También san Pablo no cesará, durante toda su vida, de considerarse como un fruto y un trofeo de la misericordia de Dios. Se define “uno que ha obtenido la misericordia del Señor” (1 Cor 7, 25). No se limita a formular la doctrina de la misericordia, sino que se convierte en un testigo viviente: “Yo era un blasfemador, un perseguidor y un violento. Pero conmigo ha sido usada la misericordia” (1 Tim 1, 12).
María y el Apóstol nos enseñan que el mejor modo de predicar la misericordia es dar testimonio de la misericordia que Dios ha tenido con nosotros. Sentirnos también nosotros frutos de la misericordia de Dios en Cristo Jesús, vivos solamente gracias a ella.
Un día Jesús sanó a un pobrecillo poseído por un espíritu inmundo. Este quería seguirlo y unirse al grupo de los discípulos; Jesús no se lo permitió pero le dijo: “Ve a tu casa, ve a los tuyos, cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti” (Mc 5,19 s.).
María que en el Magníficat glorifica y agradece a Dios por su misericordia hacia ella, nos invita a hacer lo mismo en este Año de la Misericordia. Nos invita a hacer resonar cada día su cántico en la Iglesia, como el coro que repite un canto detrás de la solista. Por lo tanto, me permito de invitarles a proclamar juntos, de pie, como oración final en el lugar de la antífona mariana, el cántico a la misericordia de Dios que es el Magníficat. “Mi alma glorifica al Señor...”.
Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad y Feliz Año de la Misericordia!