El Papa, ayer, en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la fiesta de san Esteban. El recuerdo del primer mártir sigue inmediatamente a la solemnidad de la Navidad. Ayer hemos contemplado el amor misericordioso de Dios, que se ha hecho carne por nosotros; hoy vemos la respuesta coherente del discípulo de Jesús, que da su vida. Ayer ha nacido en la tierra el Salvador; hoy nace para el cielo su testigo fiel. Ayer, como hoy, aparecen las tinieblas del rechazo de la vida, pero brilla más fuerte aún la luz del amor, que vence el odio e inaugura un mundo nuevo.
Hay un aspecto particular en el relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles, que acerca a san Esteban al Señor. Es su perdón antes de morir lapidado. Jesús, clavado en la cruz, había dicho: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”; de modo semejante, Esteban “poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: ‘Señor, no les tengas en cuenta este pecado’”. Por tanto, Esteban es mártir, que significa testigo, porque hace como Jesús; en efecto, es un verdadero testigo el que se comporta come Él: el que reza, el que ama, el que da, pero, sobre todo, el que perdona, porque el perdón, como dice la misma palabra, es la expresión más alta del don.
Pero --podríamos preguntarnos-- ¿para qué sirve perdonar? ¿Es solo una buena acción o conlleva resultados? Encontramos una respuesta precisamente en el martirio de Esteban. Entre aquellos por los cuales él imploró el perdón había un joven llamado Saulo; este perseguía a la Iglesia y trataba de destruirla. Poco después Saulo se convirtió en Pablo, el gran santo, el Apóstol de los gentiles. Había recibido el perdón de Esteban. Podemos decir que Pablo nace de la gracia de Dios y del perdón de Esteban.
También nosotros nacemos del perdón de Dios. Y no solo en el Bautismo, sino cada vez que somos perdonados nuestro corazón renace, es regenerado. Cada paso hacia adelante en la vida de la fe lleva impreso al inicio el signo de la misericordia divina. Porque solo cuando somos amados podemos amar a nuestra vez. Recordémoslo, nos harán bien: si queremos avanzar en la fe, ante todo es necesario recibir el perdón de Dios; encontrar al Padre, que está dispuesto a perdonar todo y siempre, y que precisamente perdonando sana el corazón y reaviva el amor. Jamás debemos cansarnos de pedir el perdón divino, porque solo cuando somos perdonados, cuando nos sentimos perdonados, aprendemos a perdonar.
Pero perdonar no es una cosa fácil, es siempre muy difícil. ¿Cómo podemos imitar a Jesús? ¿Por dónde comenzar para disculpar las pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración, como ha hecho Esteban. Se comienza por el propio corazón: podemos afrontar con la oración el resentimiento que experimentamos, encomendando a quien nos ha hecho el mal a la misericordia de Dios: ‘Señor, te pido por él, te pido por ella’.
Después se descubre que esta lucha interior para perdonar purifica del mal y que la oración y el amor nos liberan de las cadenas interiores del rencor. ¡Es tan feo vivir en el rencor! Cada día tenemos la ocasión para entrenarnos a perdonar, para vivir esto gesto tan alto que acerca al hombre a Dios. Como nuestro Padre celestial, nos convertimos, también nosotros en misericordiosos, porque a través del perdón vencemos el mal con el bien, transformamos el odio en amor y así hacemos que el mundo sea más limpio.
Que la Virgen María, a quien encomendamos a aquellos --y por desgracia son muchísimos-- que como san Esteban padecen persecuciones en nombre de la fe, nuestros mártires de hoy, oriente nuestra oración para recibir y donar el perdón. Recibir y donar el perdón.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae...
Al concluir la plegaria, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Obispo de Roma:
Queridos hermanos y hermanas,
Os saludo a todos los peregrinos, procedentes de Italia y de varios países. Renuevo a todos mi deseo de que la contemplación del Niño Jesús, junto a María y José, pueda suscitar una actitud de misericordia y de amor recíproco en las familias, en las comunidades parroquiales y religiosas, en los movimientos y en las asociaciones, en todos los fieles y en las personas de buena voluntad.
En estas semanas he recibido muchos mensajes con felicitaciones desde Roma y desde otras partes. No me es posible responder a cada uno. Por lo tanto, expreso hoy a todos mi vivo agradecimiento, especialmente por el regalo de la oración.
El papa Francisco terminó su intervención diciendo:
Feliz fiesta de san Esteban. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!