Salvador Bernal
No puede pasar inadvertido el mensaje del papa para la jornada mundial con la que arranca 2016
En estos días de Navidad y fin de año muchos votos se hacen en favor de la paz, también por la presencia de terribles conflictos regionales y un incremento del terrorismo que afecta, por paradoja, a los cristianos, principales constructores de la paz en nuestro tiempo. Por eso no puede pasar inadvertido el mensaje del papa para la jornada mundial con la que arranca 2016. Como decía Francisco el 12 de mayo a los niños de la Fábrica de la Paz, una asociación italiana que favorece la integración y la educación, “la paz se construye día por día... No es un producto industrial, es un producto artesanal. Se construye cada día con nuestro trabajo, con nuestra vida, con nuestra cercanía”.
Cercanía es quizá lo más contrario a la indiferencia, concepto utilizado en el título del último mensaje: Vence la indiferencia y conquista la paz. El pontífice se ha referido en multitud de ocasiones a esa dañina “globalización de la indiferencia”, anclada en el egocentrismo autosuficiente, compatible con la abundancia de la información: no necesita nada de Dios, pero tampoco de los seres humanos ni de la naturaleza creada; no debe nada a nadie, ni se arrepiente de nada. En términos positivos, el papa aboca por la misericordia y la solidaridad, para superar los conflictos y mejorar el contexto de cada uno, también en el plano de la familia, la vecindad o el lugar de trabajo. El Año de la Misericordia abre un espacio de esperanza.
En la presentación oficial del documento, Vittorio V. Alberti subrayó que si la paz exige una victoria y una conquista es porque hay un contraste: “la misericordia no es solamente un hecho moral, sino mental e intelectual: es libertad de pensamiento y Francisco nos está dando las claves profundas para combatir la indiferencia. Está dando la base cultural para combatir la corrupción encuadrándola en el marco más amplio de la crisis del tiempo actual que es una crisis cultural. La falta de sentido es el sufrimiento más grande porque obligándonos a un presente perenne corrompe el pasado, el futuro y el presente mismo, agotando la trascendencia, debilitando el ir más allá, hacia un sueño o un ideal. Francisco nos dice que hace falta una respuesta cultural, una filosofía de la historia en nombre de la cual combatir la corrupción”.
El mensaje está fechado en el Vaticano el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción y de la apertura del jubileo de la misericordia. Dentro de su brevedad, se divide en siete capítulos, con titulares expresivos de su contenido, que valen como resumen:
− Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona
− Custodiar las razones de la esperanza
− Algunas formas de indiferencia
− La paz amenazada por la indiferencia globalizada
− De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
− Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
− La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia.
Mi propósito al escribir estas líneas, como otros años por estas fechas, es animar a la lectura de un texto que puede pasar oculto entre tantos temas de máxima actualidad, también en Roma. Aunque la paz sea don de Dios −en sentido amplio, uno de los clásicos frutos del Espíritu Santo, los pontífices del siglo XX no han cesado de animar a construirla en la convivencia, a veces con los acentos dramáticos de papas que lucharon sin éxito por evitar las guerras mundiales y tantos otros conflictos en diversas regiones del mundo.
En esa tesitura se sitúa en gran medida Francisco, persuadido de que el mundo sufre una especie de “tercera guerra mundial en fases”. Pero no pierde la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, sin “caer en la resignación y en la indiferencia”. En la línea de documentos de Juan Pablo II, como los dedicados a la preparación del tercer milenio, no se limita en modo alguno a lamentar las contiendas: recuerda también acontecimientos recientes que muestran esa capacidad humana de solidaridad, como la COP21 o la actualización por parte de la ONU de los objetivos del milenio aprobados en la conferencia de Doha cuando comenzaba el siglo.
En definitiva, y en la estela del Concilio Vaticano II, el papa desea “invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de ‘perdonar y de dar’, de abrirse ‘a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea’, sin caer ‘en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye’”.