8/13/18

‘La Iglesia sin el testimonio es solo humo’


1ª pregunta de Letizia y Lucamatteo sobre dos aspectos del mismo tema: la construcción de la propia identidad personal y de sus sueños.
Letizia: Querido Papa Francisco, soy Letizia, tengo 23 años y estudio en la universidad. Quería contarle algo a propósito de nuestros sueños y de cómo vemos el futuro. Cuando tuve que tomar la importante decisión de qué estudiar al terminar el bachillerato, me dio miedo contar lo que realmente soñaba ser, porque era como descubrirse completamente a los ojos de los demás y de mí misma. Decidí confiar en el parecer de algunos adultos a quienes admiraba por su profesión. Me dirigí al profesor que tenía en más estima, el de Arte, que es lo que más me apasiona. Le dije que quería seguir su carrera, ser como él. Me respondió que ya no era como antes, que los tiempos habían cambiado, que había crisis, que no encontraría trabajo, y que sería mejor elegir unos estudios que respondiesen mejor a las exigencias del mercado. ‘Elige economía’, me dijo. Sentí una gran desilusión; me sentí traicionada en el sueño que le había confiado, cuando lo que buscaba era aliento precisamente de aquella figura que quería imitar. Al final, decidí seguir mi pasión de estudiar Arte. Pero un día, en el club de la parroquia donde soy instructora, una de las niñas me dijo que confiaba en mí, que le gustaba lo que yo hacía, que me ve como un modelo para ella y que le gustaría hacer lo que yo hacía. Fue entonces, en aquel momento, cuando decidí conscientemente que pondría todo mi empeño en ser profesora: no sería ese adulto traidor y decepcionante, sino que daría mi tiempo y energías, con todas las penas que puedan comportar, porque una persona se había fiado de mí.
Luca Matteo: Santo Padre, cuando miramos nuestro futuro solemos imaginarlo de colores grises, oscuro, amenazante. En realidad, a mí me gusta ver una diapositiva blanca, donde no hay nada… Alguna vez he intentado pintarla. Pero al final veo algo que no me satisface. Me explico: pienso que somos nosotros los que lo pintamos, pero a menudo nos pasa que partimos de un gran proyecto, una especie de gran fresco al que luego, a nuestro pesar, vamos quitando poco a poco detalles y trozos. El resultado es que los proyectos y los sueños, por miedo al qué dirán, acaban siendo más pequeños de lo que eran al principio. Y sobre todo acaban creando algo que no siempre me gusta.
Buenas tardes. Os diré la verdad: yo ya conocía las preguntas y he hecho un borrador de respuesta, pero −oyéndolos− añadiré algo espontáneamente, porque el modo en que han hecho las preguntas va más allá de lo que he escrito. Tú, Letizia, has dicho una palabra muy importante, que es “sueño”. Y los dos habéis dicho otra muy importante: “miedo”. Estas dos palabras nos iluminarán un poco.
Los sueños son importantes. Mantienen nuestra mirada amplia, nos ayudan a abrazar el horizonte, a cultivar la esperanza en cada acción diaria. Y los sueños de los jóvenes son los más importantes de todos. Un joven que no sabe soñar es un joven anestesiado; no podrá entender la vida, la fuerza de la vida. Los sueños te despiertan, te llevan más allá, son las estrellas más luminosas, esas que indican un camino distinto para la humanidad. Y vosotros lleváis en el corazón esas estrellas brillantes que son vuestros sueños: son vuestra responsabilidad y vuestro tesoro. ¡Haced que sean también vuestro futuro! Esa es la labor que debéis hacer: transformar los sueños de hoy en la realidad del futuro, y para eso hace falta valor, como hemos oído de los dos. A la chica le decían: “No, no: estudia economía porque con esto te morirás de hambre”; y al chico: “Sí, el proyecto es bueno, pero quitemos este trozo y este otro”, y al final no queda nada. ¡No! Llevar adelante con valor, con valentía ante las resistencias, las dificultades, ante todo lo que hace que nuestros sueños se apaguen.
Es verdad que los sueños hay que hacerlos crecer, purificarlos, ponerlos a prueba y también compartirlos. Pero, ¿os habéis preguntado de dónde vienen vuestros sueños? ¿Mis sueños, de dónde vienen? ¿Han nacido viendo la tele? ¿Escuchando a un amigo? ¿Soñando con los ojos abiertos? ¿Son sueños grandes o sueños pequeños, miserables, que se contentan con lo menos posible? Esos sueños de la comodidad, los sueños del puro bienestar: “No, no, yo estoy bien así, ya no voy más allá”. ¡Pues esos sueños te matarán! ¡Harán que tu vida no sea algo grande! Los sueños de la tranquilidad, los sueños que adormentan a los jóvenes y que hacen de un joven valiente un joven de sofá. Es triste ver a los jóvenes en el sofá, mirando cómo pasa la vida ante ellos. Son jóvenes −lo he dicho otras veces− sin sueños, que se jubilan a los 20 o 22 años: ¡qué cosa tan fea un joven jubilado! En cambio, el joven que sueña cosas grandes va adelante, no se jubila. ¿De acuerdo?
Y la Biblia nos dice que los sueños grandes son los capaces de ser fecundos: los sueños grandes son los que dan fecundidad, son capaces de sembrar paz, de sembrar fraternidad, de sembrar alegría, como hoy; estos son sueños grandes porque piensan en todos, conjugando el “nosotros”. Una vez, un sacerdote me hizo una pregunta: −Dígame, ¿qué es lo contrario al ‘yo’?” Y yo, ingenuo, caí en la trampa y dije: −“Lo contrario al yo es ‘tú’” −“No, Padre: esa es la semilla de la guerra. Lo contrario de ‘yo’ es ‘nosotros’”. Si digo: lo contrario eres tú, hago la guerra; si digo que lo contrario del egoísmo es ‘nosotros’, hago la paz, hago la comunidad, llevo adelante los sueños de la amistad, de la paz. Pensad: los verdaderos sueños son los sueños del ‘nosotros’. Los sueños grandes incluyen, involucran, son extrovertidos, se comparten, generan nueva vida. Y los sueños grandes, para ser tales, necesitan una fuente inagotable de esperanza, un Infinito que sopla dentro y los dilata. Los sueños grandes necesitan de Dios para no convertirse en espejismos o delirio de omnipotencia. Tú puedes soñar cosas grandes, pero tú solo es peligroso, porque podrías caer en el delirio de omnipotencia. Pero con Dios no hay miedo: vas adelante. ¡Sueña en grande!
Y luego, la palabra que los dos habéis usado: ‘miedo’. ¿Sabéis? Los sueños de los jóvenes dan un poco de miedo a los adultos. Dan miedo porque cuando un joven sueña va lejos. Quizá porque han dejado de soñar y de arriesgarse. Muchas veces la vida hace que los adultos dejen de soñar, dejen de arriesgarse; tal vez porque vuestros sueños ponen en crisis sus elecciones vitales, sueños que os llevan a la crítica, a criticarlos. Pero no dejaréis que os roben vuestros sueños. Hay un chico, aquí en Italia, de 20 o 22 años, que comenzó a soñar y a soñar a lo grande. Y su padre, un gran hombre de negocios, intentó convencerlo, pero él: “No, yo quiero soñar. Sueño lo que siento dentro”. Y al final, se fue, por soñar. Y el padre le siguió. Y aquel joven se refugió en el obispado, se quitó la ropa y se la dio a su padre: “Déjame ir por mi camino”. Ese joven, un italiano del siglo XIII, se llamaba Francisco y cambió la historia de Italia. Francisco se arriesgó por soñar en grande; no conocía las fronteras y soñando acabó su vida. Pensemos: era un joven como nosotros. ¡Pero cómo soñaba! Decían que estaba loco porque soñaba así. E hizo tanto bien, y sigue haciéndolo. Los jóvenes dan un poco de miedo a los adultos porque los adultos han dejado de soñar, han dejado de arriesgarse, se han apoltronado. Pero, como os he dicho, no os dejéis robar vuestros sueños. “¿Y qué hago, Padre, para no dejarme robar los sueños?” Buscad maestros buenos capaces de ayudaros a comprenderlos y hacerlos concretos con gradualidad y serenidad. A la vez, sed maestros buenos, maestros de esperanza y de confianza con las nuevas generaciones que os siguen. “Pero, ¿cómo puedo ser yo maestro?” Sí, un joven que es capaz de soñar, se vuelve maestro, con el buen ejemplo. Porque es un ejemplo que sacude, que remueve los corazones y muestra los ideales que la vida corriente tapa. No dejéis de soñar y sed maestros en el sueño. El sueño es de una gran fuerza. “Padre, ¿y dónde puedo comprar las pastillas que me hagan soñar?” ¡No, esas no! Esas no te hacen soñar: ¡esas de adormentan el corazón! Esas te queman las neuronas. Esas te arruinan la vida. “¿Y dónde puedo comprar los sueños?” Los sueños no se compran. Los sueños son un don, un don de Dios, un don que Dios siembra en vuestros corazones. Los sueños se nos dan gratuitamente, pero para que nosotros los demos también gratuitamente a los demás. Ofreced vuestros sueños: nadie, al tomarlos, os empobrecerá. Ofrecedlos a los otros gratuitamente.
Queridos jóvenes: ¡no al miedo! ¡Eso que te dijo aquel profesor! ¿Tenía miedo? Pues sí, a lo mejor él tenía miedo; pero ya lo tenía todo controlado, estaba tranquilo. ¿Por qué no quería que una chica fuese por su camino? Te asustó. ¿Qué te dijo? “Estudia economía: ganarás más”. Eso es una trampa, la trampa del tener, de acomodarse en un bienestar y no ser un peregrino por la senda de nuestros sueños. Chicos y chicas, sed peregrinos de la senda de vuestros sueños. Arriesgaos por ese camino: no tengáis miedo. Arriesgaos porque seréis vosotros los que realicéis vuestros sueños, porque la vida no es una lotería: la vida se realiza. Y todos tenemos la capacidad de hacerlo.
El santo Papa Juan XXIII decía: “Nunca he conocido un pesimista que haya terminado algo bueno” (entrevista de Sergio Zavoli a Mons. Capovilla, en Jesus, n. 6, 2000). Debemos aprender esto, porque nos ayudará en la vida. El pesimismo te tira, no te deja hacer nada. Y el miedo te vuelve pesimista. Nada de pesimismo. ¡Arriesgarse, soñar y adelante!
2ª pregunta de Martina sobre el discernimiento, el compromiso y la responsabilidad respecto al mundo por parte de los jóvenes.
Santo Padre, soy Martina y tengo 24 años. Hace un tiempo, un profesor me hizo reflexionar en que nuestra generación no es capaz ni siquiera de elegir un programa en la tele, ¡no digamos ya comprometernos en una relación para toda la vida! En efecto, me cuesta decir que tengo novio. Prefiero, más bien, decir que “estoy con alguien”: ¡es más sencillo! Comporta menos responsabilidad, al menos a los ojos de los demás. Pero, en el fondo, siento fuertemente que quiero comprometerme en proyectar y construir desde ahora una vida juntos. Entonces me pregunto: ¿por qué el deseo de entablar relaciones auténticas, el sueño de formar una familia, se consideran menos importantes que otros y deben estar subordinados al proyecto profesional? Yo noto que los adultos esperan eso de mí: que primero tenga una profesión, y luego empiece a ser una “persona”. ¡Necesitamos adultos que nos recuerden lo bonito que es soñar entre dos! Necesitamos adultos que sean pacientes en estar cerca y así nos enseñen la paciencia de estar al lado; que nos escuchen a fondo y nos enseñen a escuchar, en vez de a tener siempre la razón Necesitamos puntos de referencia, apasionados y solidarios. ¿No piensa que en el horizonte son raras las figuras de adultos auténticamente estimulantes? ¿Por qué los adultos están perdiendo el sentido de la sociedad, de la ayuda mutua, del compromiso por el mundo y las relaciones? ¿Por qué afecta alguna vez a los curas y a los educadores? ¡Yo creo que siempre vale la pena ser madres, padres, amigos, hermanos… por la vida! ¡Y no quiero dejar de creerlo!
Es valiente, Martina, ¿eh? ¡Sacude nuestra estabilidad, y hasta habla con fuego! ¡Me dan ganas de preguntarle si acaso es la nieta de San Juan Crisóstomo por cómo habla, tan fuerte, con tanta fuerza! Elegir, poder decidir sobre uno mismo parece ser la expresión más alta de libertad. Elegir y poder decidir. Y en cierto sentido lo es. Pero la idea de elección que hoy respiramos es una idea de libertad sin vínculos, sin compromisos y siempre con alguna vía de fuga: un “elijo, pero…”. Ella ha puesto el dedo en la llaga: elegir eso para toda la vida, la elección del amor… También ahí podemos decir: “Elijo, pero no ahora sino cuando acabe los estudios”, por ejemplo. Lo “elijo, pero”: ese “pero” nos frena, no nos deja andar, no nos deja soñar, nos quita la libertad. Siempre hay un “pero”, que a veces se hace más grande que la elección y la ahoga. Y así la libertad se desmorona y ya no mantiene sus promesas de vida y felicidad. Y entonces concluimos que hasta la libertad es un engaño y que la felicidad no existe.
Queridos jóvenes, la libertad de cada uno es un gran don, un don que te han dado y que tú debes proteger para hacerlo crecer, hacer crecer la libertad, hacerla desarrollarse; la liberad no admite medias tintas. Y ella se refería a la libertad más grande, que es la libertad del amor: pero, ¿por qué debo acabar la carrera universitaria antes de pensar en el amor? El amor viene cuando quiere −el verdadero amor. ¿Es un poco peligroso hablar a los jóvenes del amor? No, no es peligroso. Porque los jóvenes saben bien cuando hay verdadero amor y cuando se trata del simple entusiasmo disfrazado de amor: vosotros distinguís bien eso, ¡no sois tontos! Y por eso, tenemos el valor de hablar del amor. El amor no es una profesión: el amor es la vida y si el amor viene hoy, ¿por qué debo esperar tres, cuatro, cinco años para hacerlo crecer y para hacerlo estable? En esto yo pido a los padres que ayuden a los jóvenes a madurar cuando hay amor, que el amor madure, no dejarlo para más adelante y decir: “No, porque si te casas ahora, luego llegarán los hijos y no podrás terminar la carrera, y tanto esfuerzo que hemos hecho por ti”; ese cuento lo escuchamos todos… En la vida, en cambio, siempre hay que poner en primer lugar el amor, pero el amor verdadero: y ahí debéis aprender a discernir, cuando es el amor verdadero y cuando es solo entusiasmo. “¿Por qué me cuesta −decía ella− decir que tengo novio?” O sea, ¿a mostrar, a hacer ver ese carné de identidad nuevo en mi vida? Porque hay todo un mundo de condicionamientos. Pero hay otra cosa que es muy importante: “¿Tú quieres casarte?” −“Pues hagamos una cosa: tú ve adelante así, finge que no amas, estudia, y luego comienzas a vivir la doble vida”. El enemigo más grande del amor es la doble vida: ¿lo entendéis? ¿O debo ser más claro? El enemigo más grande del amor no solo es no dejarlo crecer ahora, esperar a acabar la carrera, sino llevar una doble vida, porque si comienzas a amar la doble vida, el amor se pierde, el amor se va. ¿Por qué digo esto? Porque en el verdadero amor, el hombre tiene un deber y la mujer tiene otro deber. ¿Sabéis cuál es el deber más grande del hombre y de la mujer en el verdadero amor? ¿Lo sabéis? La totalidad: el amor no tolera medias tintas: o todo o nada. Y para hacer crecer el amor hay que evitar las escapatorias. El amor debe ser sincero, abierto, valiente. En el amor tienes que poner toda la carne en el asador: así lo decimos en Argentina.
Hay una cosa en la Biblia que a mí me llama mucho la atención: al final de la Creación del mundo, dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y dice: “Hombre y mujer los creó, los dos a su imagen y semejanza”. Eso es el amor. Cuando ves un matrimonio, una pareja de un hombre y una mujer que van adelante en la vida del amor, ahí está la imagen y semejanza de Dios. ¿Cómo es Dios? Como aquel matrimonio. Esa es la imagen y semejanza de Dios. No dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios, la mujer es imagen y semejanza de Dios. No: los dos, juntos, son imagen y semejanza de Dios. Y luego continúa, en el Nuevo Testamento: “Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre, para ser con su mujer una sola carne”. Eso es el amor. ¿Y cuál es la tarea del hombre en el amor? Hacer más mujer a su esposa, o a su novia. ¿Y cuál es la tarea de la mujer en el matrimonio? Hacer más hombre al marido, o al novio. Es una labor entre dos, que crecen juntos; pero el hombre no puede crecer solo, en el matrimonio, si no lo hace crecer su mujer, y la mujer no puede crecer en el matrimonio si no la hace crecer su marido. Y esa es la unidad, y eso quiere decir “una sola carne”: se vuelven “uno”, porque uno hace crecer al otro. Ese es el ideal del amor y del matrimonio.
¿Pensáis que un ideal así, cuando se siente de verdad, cuando es maduro, se debe retrasar para más adelante por otros intereses? No, no se debe. Hay que arriesgarse en el amor, pero en el amor verdadero, no en el entusiasmo amoroso disfrazado de amor.
Entonces debemos preguntarnos: ¿dónde está mi amor? ¿Dónde está mi tesoro? ¿Dónde está lo que yo considero más valioso en la vida? Jesús habla de un hombre que había vendido todo lo que tenía para comprar una perla preciosa de altísimo valor. El amor es eso: vender todo para comprar esa perla preciosa de altísimo valor. Todo. Por eso el amor es fiel. Si hay infidelidad, no hay amor; o es un amor enfermo, o pequeño, que no crece. Vender todo por una sola cosa. Pensad bien en el amor, pensadlo en serio. No tengáis miedo de pensar en el amor: pero en el amor que arriesga, en el amor fiel, en el amor que hace crecer al otro y crecen mutuamente. Pensad en el amor fecundo. He visto aquí, mientras miraba alrededor, algunos niños en brazos de sus padres: ese es el fruto del amor, del verdadero amor. ¡Arriesgad por el amor!
3ª pregunta de Darío sobre la fe y la búsqueda de sentido.
Santo Padre, me llamo Darío, tengo 27 años y soy enfermero en cuidados paliativos. En la vida son raros los momentos en que me he enfrentado con la fe y esas veces comprendí que las dudas superan las certezas, que las preguntas que hago tienes respuestas poco concretas, que no puedo tocar; a veces hasta pienso que las respuestas no sean plausibles. Me doy cuenta de que deberíamos gastar más tiempo: es tan difícil en medio de las mil cosas que hacemos cada día… Y no es fácil encontrar un guía que tenga tiempo para el diálogo y la búsqueda. Y luego están las grandes preguntas: ¿cómo es posible que un Dios grande y bueno (así me lo han contado) permita las injusticias en el mundo? ¿Por qué los pobres y los marginados deben sufrir tanto? Mi trabajo me pone diariamente ante la muerte y ver madres jóvenes o padres de familia abandonar a sus hijos me hace preguntarme: ¿por qué permitir esto? La Iglesia, portadora de la Palabra de Dios en la tierra, parece cada vez más distante y encerrada en sus rituales. Para los jóvenes ya no son suficientes los “enfoques” desde lo alto. Nos hacen falta pruebas y un testimonio sincero de Iglesia que nos acompañe y nos escuche en las dudas que nuestra generación se plantea a diario. Los inútiles fastos y los frecuentes escándalos hacen a la Iglesia poco creíble a nuestros ojos. Santo Padre, ¿con qué ojos podemos releer todo esto?
Darío ha puesto el dedo en la llaga y ha repetido más de una vez la palabra “porqué”. No todos los “porqués” tienen una respuesta. ¿Por qué sufren los niños, por ejemplo? ¿Quién me puede explicar eso? No tenemos la respuesta. Solo encontraremos algo mirando a Cristo crucificado y a su Madre: ahí hallaremos una senda para sentir en el corazón algo que sea una respuesta. En la oración del Padrenuestro (cfr. Mt 6,13) hay una petición: «No nos dejes caer en la tentación». La traducción italiana (“non ci indurre in tentazione”) ha sido recientemente ajustada a la precisa traducción del texto original, porque podía sonar a equívoca. ¿Puede Dios Padre “inducirnos” a la tentación? ¿Puede engañar a sus hijos? Claro que no. Y por eso, la verdadera traducción es: «No nos abandones en la tentación». Evita que hagamos el mal, líbranos de los malos pensamientos… A veces las palabras, aunque hablen de Dios, traicionan su mensaje de amor. A veces somos nosotros los que traicionamos el Evangelio. Y él hablaba de ese traicionar el Evangelio, y ha dicho así: “La Iglesia portadora de la Palabra de Dios en la tierra, parece cada vez más distante y encerrada en sus rituales”. Es fuerte lo que ha dicho; es un juicio sobre todos nosotros, e incluso de modo especial para −digamos así− los pastores; un juicio sobre nosotros, los consagrados, las consagradas. Nos ha dicho que estamos cada vez más distantes y encerrados en nuestros rituales. Escuchemos esto con respeto. No siempre es así, pero a veces es verdad. Para los jóvenes ya no son suficientes los enfoques desde lo alto: “Nos hacen falta pruebas y un testimonio sincero de Iglesia que nos acompañe y nos escuche en las dudas que nuestra generación se plantea a diario”. Y él nos pide a todos, pastores y fieles, que acompañemos, escuchemos, demos testimonio. Si yo cristiano, sea un fiel laico, una fiel laica, un sacerdote, una monja, un obispo, si los cristianos no aprendemos a escuchar los sufrimientos, a escuchar los problemas, a estar en silencio y dejar hablar y escuchar, nunca seremos capaces de dar una respuesta positiva. Y muchas veces las respuestas positivas no se pueden dar con palabras: se deben dar arriesgándose uno mismo en el testimonio. Donde no hay testimonio no está el Espíritu Santo. Esto es serio.
De los primeros cristianos se decía: “Mirad cómo se aman”. Porque la gente veía el testimonio. Sabían escuchar, y luego vivían como dice el Evangelio. Ser cristiano no es un status de la vida, un status cualificado: “Te doy gracias, Señor, porque soy cristiano y no soy como los otros que no creen en ti”. ¿Os gusta esta oración? (responden: no). Esa es la oración del fariseo, del hipócrita; así rezan los hipócritas. “Pero, pobre gente, no entienden nada. No han ido a la catequesis, no han ido a un colegio católico, no han ido a la universidad católica…, pobre gente…”: ¿eso es cristiano? ¿Es cristiano o no? (responden: no) ¡No! ¡Eso escandaliza! Eso es pecado. “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás: voy a Misa los domingos, hago esto, tengo una vida ordenada, me confieso, no soy como los demás…”. ¿Eso es cristiano? (responden: no). ¡No! Debemos elegir el testimonio. Una vez, en una comida con jóvenes en Cracovia, uno me dijo: “Yo tengo un problema en la universidad, porque tengo un compañero que es agnóstico. Dígame, Padre, ¿qué debo decirle a ese compañero agnóstico para hacerle entender que la nuestra es la verdadera religión?” Y yo le dije: “Querido, lo último que debes hacer es decirle algo. Comienza por vivir como cristiano, y será él quien te pregunte porqué vives así”.
Continuaba Darío: “Los inútiles fastos y los frecuentes escándalos hacen a la Iglesia poco creíble a nuestros ojos. Santo Padre, ¿con qué ojos podemos releer todo esto?”. El escándalo de una Iglesia formal, no testigo; el escándalo de una Iglesia encerrada porque no sale. Él todos los días debe salir de sí mismo, ya esté contento, ya esté triste, pero debe salir para acariciar a los enfermos, para dar los cuidados paliativos que hacen menos doloroso su tránsito a la eternidad. Y él sabe qué es salir de sí mismo, ir a los demás, ir más allá de las fronteras que me dan seguridad. En el Apocalipsis hay un pasaje en que Jesús dice: “Estoy a la puerta y llamo: si me abrís, entraré y cenaré con vosotros”: Jesús quiere entrar con nosotros. Pero yo pienso tantas veces en Jesús que llama a la puerta, pero por dentro, para que lo dejemos salir, porque tantas veces, sin testimonio, lo tenemos prisionero de nuestras formalidades, de nuestros encierros, de nuestros egoísmos, de nuestro modo de vivir clerical. Y el clericalismo, que no es solo de los clérigos, es una actitud que nos afecta a todos: el clericalismo es una perversión de la Iglesia. Jesús nos enseña ese camino de salida de nosotros mismos, el camino del testimonio. Y ese es el escándalo −¡porque somos pecadores!−: no salir de nosotros mismos para dar testimonio.
Os invito a pedir −a Darío o a algún otro− que haga esa labor, que sea capaz de salir de sí mismo, para dar testimonio. Y luego, reflexionar. Cuando yo digo “la Iglesia no da testimonio”, ¿puedo decirlo también de mí? ¿Yo doy testimonio? Él puede decirlo, porque da testimonio todos los días, con los enfermos. ¿Pero yo puedo decirlo? ¿Puede cada uno de nosotros criticar a aquel cura, a aquel obispo o a aquel otro cristiano, si no es capaz de salir de sí mismo para dar testimonio? Queridos jóvenes −y esto es lo último que digo− el mensaje de Jesús, con la Iglesia sin testimonio, es solo humo.

Saludo del Santo Padre a los jóvenes

Queridos jóvenes, gracias por este encuentro de oración, en vista del próximo Sínodo de Obispos. Os agradezco también porque esta cita ha sido precedida de un cruce de tantos caminos sobre los que os habéis hecho peregrinos, junto a vuestros obispos y sacerdotes, recorriendo sendas y senderos de Italia, en medio de los tesoros de cultura y de fe que vuestros padres han dejado en herencia. Habéis atravesado los lugares donde la gente vive y trabaja, llenos de vitalidad y cargados de fatigas, en las ciudades como en los pueblos y en las aldeas perdidas. Espero que hayáis respirado a fondo las alegrías y las dificultades, la vida y la fe del pueblo italiano.
En el texto del Evangelio que hemos escuchado (cfr. Jn 20,1-8), Juan nos cuenta aquella mañana inimaginable que cambió para siempre la historia de la humanidad. Imaginemos aquella mañana: a las primeras luces del alba del día siguiente al sábado, alrededor de la tumba de Jesús todos echan a correr. María de Magdala corre a avisar a los discípulos; Pedro y Juan corren al sepulcro... Todos corren, todos sienten la urgencia de moverse: no hay tiempo que perder, hay que darse prisa... Como hizo María −¿os acordáis?− recién concebido Jesús, para ir a ayudar a Isabel.
Tenemos tantos motivos para correr, a menudo solo porque hay muchas cosas que hacer y el tiempo no basta. A veces nos apresuramos porque nos atrae algo nuevo, bonito, interesante. A veces, al contrario, se corre para escapar de una amenaza, de un peligro…
Los discípulos de Jesús corren porque han recibido la noticia de que el cuerpo de Jesús ha desaparecido de la tumba. Los corazones de María de Magdala, de Simón Pedro, de Juan están llenos de amor y laten a lo loco tras la separación que parecía definitiva. ¡Quizá se enciende en ellos la esperanza de volver a ver el rostro del Señor! Como en aquel primer día cuando prometió: «Venid y veréis» (Jn 1,39). Quien corre más fuerte es Juan, ciertamente porque es más joven, pero también porque no ha dejado de esperar después de haber visto con sus ojos a Jesús morir en la cruz; y también porque estuvo cerca de María, y por eso fue “contagiado” de su fe. Cuando sentimos que la fe decae o está tibia, vayamos a Ella, María, y Ella nos enseñará, nos comprenderá, nos hará sentir la fe.
Desde aquella mañana, queridos jóvenes, la historia no es la misma. Aquella mañana cambió la historia. La hora en que la muerte parecía triunfar, en realidad se revela la hora de su derrota. Ni siquiera aquella pesada losa, puesta ante el sepulcro, pudo resistir. Y desde aquella alba del primer día después del sábado, cada lugar donde la vida es oprimida, cada espacio donde dominan violencia, guerra, miseria, allá donde el hombre es humillado y pisoteado, en aquel lugar aún puede volver a encenderse una esperanza de vida.
Queridos amigos, os sentís en camino y habéis venido a esta cita. Y ahora mi alegría es sentir que vuestros corazones laten de amor por Jesús, como los de María Magdalena, de Pedro y de Juan. Y como sois jóvenes, yo, como Pedro, estoy feliz de veros correr más veloces, como Juan, empujados por el impulso de vuestro corazón, sensible a la voz del Espíritu que anima vuestros sueños. Por eso os digo: no os contentéis con el paso prudente de quien se queda al fondo de la fila. ¡No os contentéis con el paso prudente de quien se queda al fondo de la fila! Hace falta el valor de arriesgarse un salto adelante, un salto audaz y temerario por soñar y realizar como Jesús el Reino de Dios, y comprometeros por una humanidad más fraterna. Necesitamos fraternidad: ¡arriesgaos, seguid adelante!
Seré feliz de veros correr más fuerte de quien en la Iglesia es un poco lento y timorato, atraídos por aquel Rostro tan amado, que adoramos en la sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano que sufre. Que el Espíritu Santo os empuje en esa carrera hacia adelante. La Iglesia necesita vuestro empuje, vuestras intuiciones, vuestra fe. ¡Lo necesitamos! Y cuando lleguéis adonde nosotros aún no hemos llegado, tened la paciencia de esperarnos, como Juan esperó a Pedro ante el sepulcro vacío. Y otra cosa: caminando juntos, en estos días, habéis experimentado cuánto cuesta acoger al hermano o a la hermana que está a mi lado, pero también cuánta alegría puede darme su presencia si la recibo en mi vida sin prejuicios ni cierres. Caminar solos permite estar desvinculados de todo, quizá más rápido, pero caminar juntos nos hace convertirnos en pueblo, el pueblo de Dios. El pueblo de Dios que nos da seguridad, la seguridad de la pertenencia al pueblo de Dios… Y con el pueblo de Dios te sientes seguro, en el pueblo de Dios, en tu pertenencia al pueblo de Dios tienes identidad. Dice un proverbio africano: “Si quieres ir rápido, corre solo. Si quieres ir lejos, ve con alguien”.
El Evangelio dice que Pedro entró primero en el sepulcro y vio las telas por tierra y el sudario envuelto en un lugar aparte. Luego entró también el otro discípulo, el cual −dice el Evangelio− «vio y creyó» (v. 8). Es muy importante esta pareja de verbos: ver y creer. En todo el Evangelio de Juan se narra que los discípulos viendo las señales que Jesús hacía creyeron en Él. Ver y creer. ¿De qué señales se trata? Del agua transformada en vino para las bodas; de algunos enfermos curados; de un ciego de nacimiento que adquiere la vista; de una gran muchedumbre saciada con cinco panes y dos peces; de la resurrección del amigo Lázaro, muerto hacía cuatro días. En todos esos signos Jesús revela el rostro invisible de Dios.
No es la representación de la sublime perfección divina, la que surge de los signos de Jesús, sino el relato de la fragilidad humana que encuentra la gracia que levanta. Está la humanidad herida que viene curada por el encuentro con Él; está el hombre caído que encuentra una mano tendida a la que agarrarse; está la pérdida de los derrotados que descubren una esperanza de redención. Y Juan, cuando entra en el sepulcro de Jesús, lleva en los ojos y en el corazón aquellos signos realizados por Jesús sumergiéndose en el drama humano para levantarlo. Jesucristo, queridos jóvenes, no es un héroe inmune a la muerte, sino Aquel que la transforma con el don de su vida. Y aquel lienzo doblado con cuidado dice que ya no la necesitará: la muerte ya no tiene poder sobre Él.
Queridos jóvenes, ¿es posible encontrar la Vida en los lugares donde reina la muerte? Sí, es posible. Nos saldría responder que no, que es mejor estar lejos, alejarse. Pero esa es la novedad revolucionaria del Evangelio: el sepulcro vacío de Cristo es la última señal donde brilla la victoria definitiva de la Vida. ¡Y ya no tenemos miedo! No nos alejemos de los lugares de sufrimiento, de derrota, de muerte. Dios nos dio un poder más grande que todas las injusticias y las fragilidades de la historia, más grande que nuestro pecado: Jesús venció la muerte dando su vida por nosotros. Y nos manda a anunciar a nuestros hermanos que Él es el Resucitado, es el Señor, y nos da su Espíritu para sembrar con Él el Reino de Dios. Aquella mañana del domingo de Pascua cambió la historia: ¡seamos valientes!
¡Cuántos sepulcros −por así decir− esperan hoy nuestra visita! Cuántas personas heridas, también jóvenes, han sellado su sufrimiento “echándonos −como se dice− una piedra encima”. Con la fuerza del Espíritu y la Palabra de Jesús podemos mover esas losas y dejar entrar rayos de luz en esas cuevas de oscuridad.
Ha sido bonito y cansado el camino para venir a Roma; pensadlo vosotros, ¡cuánta fatiga, pero cuánta belleza! Pero igualmente bonito y comprometedor será el camino de regreso a vuestras casas, a vuestros pueblos, a vuestras comunidades. Recorredlo con la confianza y la energía de Juan, el “discípulo amado”. ¡Sí, el secreto está ahí, en ser y saberse “amado”, “amada” por Él, Jesús, el Señor, que nos ama! Y cada uno, al volver a casa, que meta eso en el corazón y en la mente: Jesús, el Señor, me ama. Soy amado. Soy amada. Sentir la ternura de Jesús que me ama. Recorred con valentía y alegría el camino a casa, recorredlo conscientes de ser amados por Jesús. Entonces, con ese amor, la vida se vuelve una buena carrera, sin ansiedad, sin miedo, esa palabra que nos destruye. Sin ansiedad y sin miedo. Una carrera hacia Jesús y hacia los hermanos, con el corazón lleno de amor, de fe y de alegría. ¡Id así!