P. RANIERO CANTALAMESSA
Primera predicación de Adviento 2018
Introducción
En la Iglesia estamos tan presionados por tareas, problemas que afrontar, retos a los que responder, que corremos el riesgo de perder de vista, o dejar como en el trasfondo, el «porro unum necessarium» del Evangelio, es decir, nuestra relación personal con Dios. Además de todo, sabemos por experiencia que una relación personal auténtica con Dios es la primera condición para abordar todas las situaciones y problemas que se presentan, sin perder la paz y la paciencia.
He pensado, pues, venerables Padres, hermanos y hermanas, dejar de lado, en estas predicaciones de Adviento, cualquier referencia a problemas de actualidad. Trataremos de hacer lo santa Ángela de Foligno recomendaba a sus hijos espirituales: «Recogernos en unidad y abismar nuestra alma en el infinito que es Dios»[1]. Hacer un baño matutino de fe, antes de comenzar la jornada de trabajo.
El tema de estas predicaciones de Adviento (y, si Dios lo quiere, también de la Cuaresma) será el versículo del Salmo: «Mi alma tiene sed del Dios vivo» (Sal 42,2). Los hombres de nuestro tiempo se apasionan buscando señales de la existencia de seres vivos e inteligentes en otros planetas. Es una búsqueda legítima y comprensible aunque muy incierta. Pocos, sin embargo, buscan y estudian señales del Ser vivo que ha creado el universo, que entró en él, en su historia, y vive en él. «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28) y no nos damos cuenta. Tenemos al Viviente real en medio de nosotros y lo descuidamos para buscar seres vivientes hipotéticos que, en el mejor de los casos, podrían hacer muy poco por nosotros, ciertamente no salvarnos de la muerte.
Cuántas veces nos vemos obligados a decir a Dios, con san Agustín: «Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo»[2]. Al contrario que nosotros, en efecto, el Dios viviente nos busca, no hace otra cosa desde la creación del mundo. Sigue diciendo: «Adán, ¿dónde estás?» (Gén 3,9). Nosotros nos proponemos captar señales de este Dios viviente, responder a su llamamiento, «llamar a su puerta», para entrar en un contacto nuevo, vivo, con él.
Nos apoyamos en la palabra de Jesús: «Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Cuando se leen estas palabras, se piensa inmediatamente que Jesús promete darnos todas las cosas que le pedimos y nos quedamos perplejos porque vemos que esto rara vez se realiza. Sin embargo, Él trataba de decir, sobre todo, una cosa: «Buscadme y me hallaréis, llamad y os abriré». Promete darse a sí mismo, más allá de las cosas pequeñas que le pedimos, y esta promesa se mantiene siempre infaliblemente. Quien lo busca, lo encuentra; a quien llama, Él abre y una vez que lo ha encontrado, todo lo demás pasa a un segundo plano.
El alma que tiene sed del Dios viviente lo encontrará infaliblemente y con él y en él encontrará todo, como nos recuerdan las palabras de santa Teresa de Jesús: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta». Con estos sentimientos comenzamos nuestro camino de búsqueda del rostro de Dios vivo.
¡Volver a las cosas!
La Biblia está salpicada de textos que hablan de Dios como del «vivo». «Él es el Dios vivo», dice Jeremías (Jer 10,10); «Yo soy el viviente», dice Dios mismo en Ezequiel (Ez 33,11). En uno de los salmos más bellos del salterio, escrito durante el exilio, el orante exclama: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42,2). Y también: «Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal 84, 3). Pedro, en Cesarea de Filipo, proclama a Jesús «Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16).
Se trata evidentemente de una metáfora sacada de la experiencia humana. Israel se ha resignado a usarla para distinguir a su Dios de los ídolos de las gentes que son divinidades «muertas». En contraste con ellos, el Dios de la Biblia es «un Dios que respira» y su respiración o soplo (ruah) es el Espíritu Santo.
Tras el largo predominio del idealismo y el triunfo de la «idea», en tiempos más cercanos a nosotros, también el pensamiento secular ha advertido la necesidad de un regreso a la «realidad» y lo ha expresado en el grito programático: «¡Volver a las cosas!»[3]. Es decir: no detenerse en las formulaciones dadas de la realidad, en las teorías construidas sobre ella, a lo que comúnmente se piensa en torno a ella, sino apuntar directamente a la realidad misma que está a la base de todo; quitar las diferentes capas de tierra arrastrada y descubrir la roca subyacente.
Debemos aplicar este programa también al ámbito de la fe. Sobre la fe, en efecto, santo Tomás de Aquino escribió que «no termina en los enunciados, sino en las cosas»[4]. Cuando se trata de la «cosa» suprema en el ámbito de la fe, es decir de Dios, «volver a las cosas» significa volver al Dios vivo; romper, por así decirlo, el terrible muro de la idea que nos hemos hecho de él y correr, como con los brazos abiertos, al encuentro de Dios en persona. Descubrir que Dios no es una abstracción, sino una realidad; que entre nuestras ideas de Dios y el Dios vivo existe la misma diferencia que entre un cielo pintado sobre una hoja de papel y el cielo verdadero.
El programa: «¡Volver a las cosas!» tuvo una aplicación justamente famosa: la que llevó al descubrimiento de que las cosas… existen. Vale la pena releer la famosa página de Sartre:
«Hace un rato estaba yo en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada…. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de improviso»[5].
El filósofo que hizo este «descubrimiento» se declaraba ateo y por eso no fue más allá de la constatación de que yo existo, que el mundo existe, que las cosas existen. Pero nosotros no podemos partir de esta experiencia y convertirla en el trampolín de lanzamiento para el descubrimiento de otro Existente, la chispa que hace posible otra iluminación. Lo que fue posible con la raíz del castaño, ¿por qué no debería ser posible con Dios? ¿Acaso Dios, para la mente del hombre, es menos real de cuanto lo es la raíz de castaño para su ojo? Los padres no dudaban en poner al servicio de la fe las intuiciones de verdad presentes en los filósofos paganos, incluso de aquellos cuya autoridad venía gustosamente adoptada contra los cristianos. Nosotros debemos imitarlos y hacer lo mismo en nuestro tiempo.
¿Qué podemos, pues, considerar de la «iluminación» de aquel filósofo? Ninguna aplicación directa, o de contenido, sino solo una indirecta y de método. Leído ese relato con una cierta disposición de ánimo favorecida por la gracia, parece hecho a propósito para sacudirnos de la costumbre, para suscitar en nosotros primero la sospecha, luego la certeza de que existe un conocimiento de Dios que todavía nos es desconocido. Que, quizás, antes de ahora, ni siquiera nosotros hemos intuido nunca lo que quiere decir que «Dios existe», que él es un Dios-existente, o, como dice la Biblia, un Dios vivo. Que tenemos, pues, una tarea ante nosotros, un descubrimiento que realizar: descubrir que Dios «existe», hasta el punto de que tener, también nosotros, por un instante, ¡la respiración cortada! Sería la aventura de la vida.
Nos ayuda a comprender de qué se trata la experiencia de algunos convertidos, a los cuales la existencia de Dios se les revela repentinamente, en un cierto momento de la vida, después de haberla ignorado o negado tenazmente.
Uno de ellos fue el periodista francés Andrè Frossard, muerto el 2 de febrero de 1995. Así describe su vida antes de la conversión:
«Dios no existía. Su imagen, en fin, las imágenes que evocan su existencia o aquellas de lo que podría llamarse su descendencia histórica, los santos, los profetas, los héroes de la Biblia, no figuraban en parte alguna de nuestra casa. (…) Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita Roja».
En una jornada de verano, cansado de esperar al amigo con el que se había citado, el joven Frossard entra en la iglesia cercana, observa su arquitectura y mira a las personas que rezan en ella. Y he aquí cómo narra lo que sucedió:
«Antes que nada, se me sugieren estas palabras: vida espiritual. No se me dicen, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún. La última sílaba de este preludio murmurado alcanza apenas en mí la orilla de lo consciente, que comienza una avalancha al revés.[…] ¿Cómo describirlo con estas palabras huidizas, […] un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despiden al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios; la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes.[…] Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no es sino la exultación del salvado».
Al salir de la iglesia, su amigo, viendo que algo había sucedido, le pregunta: «¿Que te pasa?» — Responde: «Soy católico», y, como si temiera no haber sido suficientemente explícito, añadió: «apostólico y romano».
La expresión que expresa mejor este acontecimiento es: darse cuenta de Dios. «Darse cuenta» indica un repentino abrirse de los ojos, un sobresalto de la conciencia, por el que empezamos a ver algo que estaba allí también antes, pero que no veíamos.
Probemos a releer, sobre la ola de la «iluminación» descrita por Sartre, el episodio de la zarza ardiente. Nos servirá, entre otras cosas, para constatar cómo también el pensamiento moderno «existencial» nos puede ayudar a descubrir, en la Biblia, algo nuevo, que el pensamiento antiguo, todo el orientado en sentido ontológico, aun con toda su riqueza, no era capaz de captar.
La página de la Biblia que narra la zarza ardiente (Éx 3,1ss.) es ella misma una zarza ardiente. Arde, pero no se consume. A distancia de milenios no ha perdido nada de su poder de transmitir el sentido de lo divino. Muestra, mejor que cualquier discurso, qué sucede cuando se encuentra realmente al Dios vivo. «Moisés pensó: “Quiero acercarme…”». Todavía piensa y quiere. Es dueño de sí; él es quien conduce (o cree conducir) el juego. Pero he aquí que lo divino irrumpe con su ser e impone su ley. «¡Moisés, Moisés! No te acerques. Yo soy el Dios de tu padre». Todo cambió de repente. Moisés se hace dócil de golpe, sumiso. «¡Heme aquí!», responde y se cubre el rostro, como los serafines se cubrían los ojos con las alas (cf. Is 6, 2). Lo numinoso está en el aire. Moisés entra en el misterio.
En esta atmósfera Dios revela su nombre: «Yo soy el que soy». Trasplantada en el terreno cultural helénico, ya con los Setenta, esta palabra fue interpretada como una definición de lo que Dios es, el Ser absoluto, como una afirmación de su esencia más profunda. Pero semejante interpretación, dicen hoy los exégetas, es «completamente ajena al modo de pensar del Antiguo Testamento». La frase significa: «Yo soy aquel que estoy; o, más simplemente todavía: «¡Yo estoy (o yo estaré) para vosotros!»[6]. Se trata de una afirmación concreta, no abstracta; se refiere más a la existencia de Dios que a su esencia, más a su «estar», que no a lo «que es». No estamos lejos del «Yo vivo», «Yo soy el viviente», que Dios pronuncia en otras partes de la Biblia.
Aquel día, pues, Moisés descubrió algo muy simple, pero capaz de poner en marcha y apoyar todo el proceso de liberación que seguirá. Descubrió que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob existe, está, es una realidad presente y operante en la historia, uno con el que se puede contar. Esto era, por lo demás, lo que Moisés tenía necesidad de saber en ese momento, no una abstracta definición de Dios.
Hay algo que une la experiencia del filósofo ante la raíz del castaño y la de Moisés ante la zarza ardiente. Ambos descubren el misterio del ser: el primero, el ser de las cosas, el segundo, el Ser de Dios. Pero mientras que descubrir que Dios existe es fuente de valor y de alegría, descubrir solo que las cosas existen no produce, según dice ese mismo filósofo, más que «náusea».
Dios, sentimiento de una presencia
«Qué significa y cómo se define el Dios vivo? Por un momento he acariciado el propósito de responder a esta pregunta, trazando un perfil del Dios vivo, a partir de la Biblia, pero luego he visto que sería una gran tontería. Querer describir al Dios vivo, trazar su perfil, aun basándose en la Biblia, es recaer en el intento de reducir el Dios vivo a idea del Dios vivo.
Lo que podemos hacer, incluso respecto del Dios vivo, es superar «los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie», romper las pequeñas cáscaras de nuestras ideas de Dios, o las «vasijas de alabastro» en las que lo tenemos encerrado, de modo que su perfume se expanda y «llene la casa». En esto nos es maestro san Agustín. El santo nos ha dejado una especie de método para elevarnos con el corazón y la mente al Dios vivo y verdadero. Consiste en repetirnos a nosotros mismos, después de cada reflexión sobre Dios: «¡Pero Dios no es esto, pero Dios no es esto!» Piensa en la tierra, piensa en el cielo, piensa en los ángeles o en cualquier cosa o persona; piensa, finalmente, en lo que tú mismo piensas de Dios, y repite cada vez: «¡Sí, pero Dios no es esto, Dios no es esto!» «Busca por encima de nosotros», responden, una a una, todas las criaturas preguntadas[7]. ¡Debemos creer en un Dios que está más allá del Dios en el que creemos!
El Dios vivo, en cuanto vivo, se puede intuir vagamente, tener de él una especie de sensación o pre-sentimiento. Se puede suscitar su deseo, la nostalgia. Más no. No se puede encerrar la vida en una idea. Por esto se puede tener de él más fácilmente el sentimiento, o la sensación, que la idea, porque la idea circunscribe la persona, mientras que el sentimiento revela su presencia, dejándola en su totalidad e indeterminación. San Gregorio de Nisa habla de la más alta forma de conocimiento de Dios como un «sentimiento de presencia»[8].
Lo divino es una categoría absolutamente distinta de cualquier otra, que no puede ser definida, sino solo aludida; se puede hablar de ella solo por analogías y contraposiciones. Una imagen que en la Biblia nos habla así de Dios es la roca. Pocos títulos bíblicos son capaces de crear en nosotros un sentimiento tan vivo de Dios —sobre todo de lo que Dios es para nosotros— como este de Dios-roca. Tratemos también nosotros de libar, como dice la Escritura, «miel de la roca» (cf. Dt 32,13).
Más que un simple título, roca aparece, en la Biblia, como una especie de nombre personal de Dios, hasta el punto de que es escrito, a veces, con letra mayúscula. «Él es la Roca, perfecta es su obra» (Dt 32,4); «El Señor es una roca eterna» (Is 26, 4). Pero para que esta imagen no nos infunda miedo y sujeción por la dureza y la impenetrabilidad que evoca, la Biblia agrega enseguida otra verdad: él es «nuestra» Roca, «mi» roca. Es decir, una roca para nosotros, no contra nosotros. «El Señor es mi roca» (Sal 18,3), la «roca de mi defensa» (Sal 31, 4), la «roca de nuestra salvación» (Sal 95,1).
Los primeros traductores de la Biblia, los Setenta, se asustaron ante una imagen tan material de Dios que parecía abajarlo y sustituyeron sistemáticamente el concreto «roca» con abstractos, como «fuerza», «refugio», «salvación». Pero, con razón, todas las traducciones modernas han restituido a Dios el título original de roca.
Roca no es un título abstracto; no dice sólo lo que Dios es, sino también qué debemos ser nosotros. La roca está hecha para ser escalada, buscar refugio en ella, no sólo para ser contemplada desde lejos. La roca atrae, apasiona. Si Dios es roca, el hombre debe convertirse en un «escalador». Jesús decía: «Aprended del dueño de casa»; «Mirad a los pescadores»; Santiago continúa diciendo: «Mirad a los agricultores». Nosotros podemos añadir: «¡Mirad a los escaladores!». Si cae la noche o viene una tormenta, no cometen la imprudencia de intentar bajar, sino que se agarrán aún más a la roca y esperan a que pase la tormenta.
La insistencia de la Biblia sobre el Dios-roca tiene como objetivo infundir confianza en la criatura, arrojando los miedos de su corazón. «No temamos si tiembla la tierra, si se derrumban los montes en el fondo del mar», dice un salmo; y el motivo que se aduce es: «Nuestra roca es el Dios de Jacob» (Sal 46, 3.8).
¡Dios existe y eso basta!
El primer biógrafo de san Francisco de Asís, Tomás de Celano, describe un momento de oscuridad, y casi de desánimo, que el santo vivió hacia el final de su vida, a causa de las desviaciones que veía, en torno a sí, del primitivo estilo de vida de sus hermanos.
Estando turbado —escribe— por los malos ejemplos, y habiendo recurrido un día, tan amargado, a la oración, se sintió amonestado de este modo por el Señor: ¿Por qué tú, insignificante, te turbas? ¿Acaso te he establecido pastor de mi Orden de manera que olvidaras que yo sigo siendo el patrón principal? […] No te turbes, pues, sino espera tu salvación, porque si la Orden se redujera incluso a sólo tres frailes, permanecerá mi ayuda siempre estable»[9].
El estudioso franciscano francés P. Eloi Leclerc, el que mejor de todos ha expuesto esta fase atormentada de la vida de Francisco, dice que el santo fue tan reanimado por las palabras de Cristo que iba repitiendo dentro de sí una exclamación: «Dieu est, et cela suffit». ¡Francisco, Dios existe y eso basta! ¡Dios existe y eso basta!»[10].
Aprendamos a repetir también nosotros estas sencillas palabras cuando, en la Iglesia o en nuestra vida, nos encontremos con situaciones similares a las de Francisco y muchas nubes se desvanecerán.
[5] J.-P. Sartre, La nausea(Mondadori, Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea(Alianza, Madrid 2016).
Segunda predicación de Adviento 2018
Cuando se trata del conocimiento del Dios vivo, una experiencia vale más que muchos razonamientos y yo quisiera empezar esta segunda meditación precisamente con una experiencia. Hace tiempo recibí la carta de una persona a la que seguía espiritualmente, una mujer casada, fallecida hace algunos años. La autenticidad de sus experiencias está confirmada por el hecho de que se las ha llevado consigo a la tumba, sin hablar nunca a nadie, excepto a su padre espiritual. Pero todas las gracias pertenecen a la Iglesia y quiero, por eso, compartirla con vosotros, ahora que ella está junto a Dios. Ella me ha hecho recordar la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente. Decía:
Una mañana, mientras esperaba en mi habitación a que vinieran a vestirme, miraba un gran tilo que extendía las ramas delante de la ventana. El sol naciente le envestía por delante. Quedé encantada de su belleza, cuando de golpe mi atención fue atraída por un resplandor extraño, de un blanco extraordinario. Cada hoja, cada rama se puso a vibrar como llamitas de mil velas. Estuve más maravillada que cuando vi caer la primera nieve de mi vida. Y mi sorpresa aumentó cuando —no sé si con los ojos del cuerpo o no— en el centro de todo aquel brillo vi como una mirada y una sonrisa de una belleza y de una benevolencia indecibles. Tenía el corazón que latía enloquecido; sentí que esa potencia de amor me penetraba y tuve la sensación de ser amada hasta lo más íntimo de mi ser. Duró un minuto, un minuto y medio, no lo sé, para mí era la eternidad. Fui llevada de nuevo a la realidad por un escalofrío helado que me pasó por el cuerpo y con gran tristeza me di cuenta que la mirada y sonrisa se había desvanecido y que poco a poco el esplendor del árbol se apagaba. Las hojas retomaron su aspecto ordinario y el tilo, aunque investido por la luz radiante de un sol de verano, en comparación con su esplendor anterior, con mi gran decepción me apareció oscuro como bajo un cielo lluvioso.
No hablé a nadie de este hecho, pero poco tiempo después, escuché a la cocinera y a otra mujer que hablaban de Dios entre ellas. Pregunté: «¿Dios? ¿Quién es?», intuyendo algo misterioso. «¡Pobre pequeña —dijo la cocinera a la otra mujer—, la abuela es una pagana y no le enseña estas cosas! Dios – dijo dirigida hacia mí – es aquel que ha hecho el cielo y la tierra, los hombres y los animales. Es omnipotente y habita en el cielo». Quedé en silencio, pero dije dentro de mí: «¡Es a él a quien he visto!»
Y, sin embargo, estaba muy confusa. A mis ojos, la abuela era muy superior a estas mujeres de servicio, y con todo, la cocinera había dicho que era una pagana porque no conocía a Dios y yo había entendido que era un término despreciativo. ¿Quién tenía razón?
Una mañana esperaba a que vinieran a vestirme. Estaba impaciente y deploraba el hecho de que mis vestidos de niña se abotonaran por detrás. Al final no esperé más y dije: «Dios, si tú existes y eres verdaderamente todopoderoso, abotóname el vestido sobre la espalda para que pueda bajar al jardín». No había terminado de pronunciar estas palabras cuando mi vestido se encontró abotonado. Me quedé con la boca abierta, aterrorizada por el efecto de mis palabras. Las piernas me temblaban, me senté ante el espejo del armario para constatar si era verdad y para retomar el aliento. No sabía aún qué significaba la frase «tentar a Dios» , pero entendía que habría sido reducida a polvo si me hubiera opuesto a su voluntad.
Toda una vida de santidad vivida después confirma que todo esto no había sido el sueño o la imaginación de una niña.
Dios es amor y por eso es Trinidad
Ahora proseguimos nuestra reflexión sobre el Dios Viviente. A quién nos dirigimos, nosotros cristianos, cuandopronunciamos la palabra «Dios», sin otra especificación? ¿A quién se refiere ese «tú», cuando, con las palabras del salmo, decimos: «Oh Dios, tú eres mi Dios» (Sal 63,2)? ¿Quién responde a ello, por así decirlo, al otro lado del cable? Ese «tú» no es simplemente Dios Padre, la primera persona divina, como si hubiera existido o fuera pensable, un solo instante, sin las otras dos. Tampoco es la esencia divina indeterminada, como si existiera una esencia divina que sólo en un segundo momento se especifica en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El único Dios, aquel que en la Biblia dice: «¡Yo Soy!», es el Padre que engendra al Hijo y que, con él, espira el Espíritu, comunicándoles toda su divinidad. Es el Dios comunión de amor, en el que unidad y trinidad proceden de la misma raíz y del mismo acto y forman una Tri-unidad, en la que ninguna de las dos cosas —unidad y pluralidad— precede a la otra, o existe sin la otra, ninguno de los dos niveles es superior al otro o más «profundo» que el otro.
Ese «tú» al que nos dirigimos en oración, según los casos y la gracia de cada uno, puede ser una de las tres divinas personas en particular: el Padre, el Hijo Jesucristo, o el Espíritu Santo, sin que se pierda el todo. Por la comunión trinitaria, en efecto, en cada persona divina están presentes las otras dos. La Trinidad es como uno de esos triángulos musicales que por cualquier lado que se toque vibra todo y da el mismo sonido.
El Dios vivo de los cristianos no es otra cosa, en conclusión, que la Trinidad viviente. La doctrina de la Trinidad está contenida, como en germen, en la revelación de Dios como amor. Decir: «Dios es amor» (1 Jn 4,8) es decir: Dios es Trinidad. Todo amor implica un amante, un amado y un amor que los une. Todo amor es amor de alguien o de algo; no se da un amor «vacío», sin objeto. Ahora bien, ¿quién ama a Dios, para ser definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es amor solo desde hace algún centenar de millones de años. ¿Ama el universo? Pero entonces es amor solo desde hace algunos mil millones de años. Y antes, ¿a quién amaba Dios para ser el amor?
Los pensadores griegos y, en general, las filosofías religiosas de todos los tiempos, al concebir a Dios, sobre todo como «pensamiento», podían responder: Dios se pensaba a sí mismo; era «puro pensamiento», «pensamiento de pensamiento». Pero esto no es posible, desde el momento en que se dice que Dios es ante todo amor, porque el «puro amor de sí mismo» sería puro egoísmo, que no es la exaltación máxima del amor, sino su total negación. Y he aquí la respuesta de la revelación, expuesta por la Iglesia. Dios es amor desde siempre, ab aeterno, porque antes de que existiera un objeto fuera de sí para ser amado, tenía en sí mismo al Verbo, el Hijo que amaba con amor infinito, es decir, «en el Espíritu Santo».
Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser simultáneamente Trinidad; esto es un misterio incognoscible por nosotros porque ocurre sólo en Dios. Sin embargo, nos ayuda a intuir «por qué», en Dios, la unidad debe ser también pluralidad: porque ¡«Dios es amor»! Un Dios que fuera puro conocimiento o pura ley, o puro poder, ciertamente no tendría ninguna necesidad de ser trino. Más aún, este hecho complicaría las cosas y de hecho ¡ningún «triunvirato» ha durado largamente en la historia! No así con un Dios que es ante todo amor, porque «no puede haber amor entre menos de dos». «Es necesario —escribió Henri de Lubac— que el mundo lo sepa: la revelación de Dios como amor desconcierta todo lo que él había concebido anteriormente sobre la divinidad»[1]. Los cristianos creemos «en un solo Dios», ¡no en un Dios solitario!
Ningún tratado sobre la Trinidad es capaz de hacernos entrar en contacto vivo con ella como la contemplación del icono de la Trinidad de Rublev, del que vemos una reproducción en el mosaico que tenemos ante nosotros, en la cima de la pared de enfrente. Pintado en 1425 para la Iglesia de San Sergio, el icono fue declarado, por el «concilio de los cien capítulos» de 1551, modelo de todas las representaciones de la Trinidad.
Una cosa se debe notar inmediatamente sobre esta imagen. No quiere representar directamente la Trinidad, que, por definición, es invisible e inefable. Esto habría sido contrario a todos los cánones de la iconografía bizantina. Directamente, representa la escena de los tres ángeles aparecidos a Abraham en el encinar de Mambré (Gén 18,1-15); lo demuestra claramente el hecho de que en otras pinturas del mismo tema, antes y después de Rublev, en el icono aparecen también Abraham, Sara, el becerro y, en el trasfondo, la encina. Sin embargo, esta escena, a la luz de la tradición patrística, se lee como una prefiguración de la Trinidad. El icono es una de las formas que asume la lectura espiritual de la Biblia, es decir, la interpretación de un hecho del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo.
El dogma de la unidad y trinidad de Dios se expresa en el icono de Rublev por el hecho de que las figuras presentes son tres y muy distintas, pero muy semejantes entre sí. Están contenidas idealmente dentro de un círculo que destaca su unidad, mientras que el diverso movimiento, especialmente de la cabeza, proclama su distinción. Las tres visten, en el original, una túnica de color azul, signo de la naturaleza divina que tienen en común; pero encima, o debajo, de ella cada una tiene un color que la distingue de la otra. El Padre (identificado en género con el ángel de la izquierda hacia el cual las otras dos personas inclinan la cabeza), tiene una túnica de colores indefinibles, hecha casi de pura luz, signo de su invisibilidad e inaccesibilidad; el Hijo, en el centro, viste una túnica oscura, signo de la humanidad con la que se ha revestido; el Espíritu Santo, el ángel de la derecha, un manto verde, signo de la vida, por ser él quien «da la vida».
Una cosa impacta sobre todo al contemplar el icono de Rublev: la paz profunda y la unidad que emana del conjunto. Del icono se desprende un silencioso grito: «Sed una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa». San Sergio de Radoneż, para cuyo monasterio fue pintado el icono, se había distinguido en la historia rusa por haber traído la unidad entre los jefes en discordia mutua y haber hecho así posible la liberación de Rusia de los tártaros. Su lema era: «Contemplando la Santísima Trinidad, vencer la odiosa discordia de este mundo». Rublev quiso recoger la herencia espiritual del gran santo que había hecho de la Trinidad la fuente inspiradora de su vida y de su labor.
De esta visión de la Trinidad recogemos, pues, sobre todo el llamamiento a la unidad. Todos queremos la unidad. Después de la palabra felicidad, no hay ninguna otra que responda a una necesidad tan apremiante del corazón humano como la palabra unidad. Nosotros somos «seres finitos, capaces de infinito» y esto quiere decir que somos criaturas limitadas que aspiramos a superar nuestro límite, para ser «todo de alguna manera», quodammodo omnia, como se dice en filosofía. No nos resignamos a ser sólo lo que somos. ¿Quién no recuerda, en los años juveniles, algún momento de ansiosa necesidad de unidad, cuando hubiera querido que todo el universo fuera encerrado en un punto y él estar, con todos los demás, en ese único punto, mientras el sentido de separación y de soledad en el mundo se hacía sentir con sufrimiento? Santo Tomás de Aquino explica todo esto diciendo: «Ya que la unidad (unum) es un principio del ser como la bondad (bonum), resulta de ello que cada uno desea naturalmente la unidad, como desea el bien. Por ello, como el amor o el deseo del bien causa sufrimiento, así actúa también el amor o el deseo de unidad»[3] .
Todos, pues, queremos la unidad, todos la deseamos desde lo profundo del corazón. ¿Por qué entonces es tan difícil hacer unidad, si todos la deseamos tan ardientemente? Es que nosotros queremos que se haga la unidad, pero… en torno a nuestro punto de vista. Nos parece tan obvio, tan razonable, que nos sorprendemos cómo los demás no se den cuenta e insistan en cambio en su punto de vista. Trazamos incluso delicadamente a los demás el camino para llegar donde estamos nosotros y alcanzarnos en nuestro centro. El inconveniente es que el otro está haciendo exactamente lo mismo conmigo. Por esta vía no se alcanzará nunca ninguna unidad. Se hace el camino inverso.
La Trinidad nos indica el verdadero camino hacia la unidad. Partiendo de las personas divinas, en lugar del concepto de naturaleza, los orientales han encontrado que tenían que asegurar de otro modo la unidad divina. Lo han hecho elaborando la doctrina de la perijóresis. Aplicada a la Trinidad, perijóresis (literalmente, mutua compenetración) expresa la unión de las tres personas en la única esencia[4]. Gracias a ella las tres Personas están unidas, sin confundirse; cada persona se «identifica» en la otra, se da a la otra y hace ser a la otra. El concepto se basa en las palabras de Cristo: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí».
Jesús amplió este principio a la relación que existe entre él y nosotros: «Yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20); «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad» (Jn 17,23). La vía hacia la verdadera unidad está en imitar entre nosotros, en la Iglesia, la perijóresis divina. San Pablo indica su fundamento cuando dice que «somos miembros los unos de los otros» (Rom 12,5). En Dios la perijóresis se basa en la unidad de la naturaleza, en nosotros sobre el hecho de que somos «un solo cuerpo y un solo Espíritu».
El Apóstol nos ayuda a comprender qué significa, en la práctica, vivir entre nosotros la perijóresis o mutua compenetración: «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren juntos; y si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él» (1 Cor 12,26); «Llevad el peso los unos de los otros, así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2). Los «pesos» de los demás son las enfermedades, los límites, los disgustos, y también los defectos y los pecados. Vivir la perijóresis significa «identificarse» con el otro, ponerse, como suele decirse, en su pellejo, intentar comprender, antes que juzgar.
Las tres personas divinas están siempre comprometidas en glorificarse mutuamente. El Padre glorifica al Hijo; el Hijo glorifica al Padre (Jn 17,4); el Paráclito glorificará al Hijo (Jn 16,14). Cada persona se da a conocer haciendo conocer a la otra. El Hijo enseña a clamar ¡Abba!; el Espíritu Santo enseña a gritar: «¡Jesús es el Señor!» y «Ven, Señor» Maranatha. No enseñan a pronunciar el nombre propio, sino el de las otras personas. Hay un solo «lugar» en el universo donde la regla «ama a tu prójimo como a ti mismo» es puesta en práctica, en sentido absoluto, ¡y es en la Trinidad! Cada persona divina ama a la otra exactamente como a sí misma.
¡Qué distinta es la atmósfera que se respira cuando y en un cuerpo social nos esforzamos por vivir con estos ideales sublimes ante los ojos! Pensemos en una familia en la que el marido defiende y exalta a la propia esposa ante los hijos y ante los extraños, y lo mismo hace la mujer respecto al marido; pensamos en una comunidad en que uno se esfuerza por poner en práctica la recomendación de Santiago: «No murmuréis los unos de los otros, hermanos» (Sant 4,11), o la de san Pablo: «Amaos cordialmente con amor fraterno» (Rom 12,10). De este paso, uno podría incluso llegar a alegrarse del nombramiento de otra persona que se estima en un determinado puesto de honor (por ejemplo al cardenalato), como si hubiera sido nombrado él mismo.
Pero dejemos decir estas cosas a los santos, los únicos que tienen el derecho de hacerlo, porque las ponen en práctica. En una de sus admoniciones san Francisco de Asís dice: «Bienaventurado aquel siervo que no se enorgullece por el bien que el Señor dice y obra por medio de él, más que por el bien que dice y obra por medio de otro»[5]. San Agustín decía al pueblo:
«Si amas la unidad, todo lo que en ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú posees. La envidia separa, la caridad une… Solo la mano actúa en el cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el ojo. Si está a punto de recibir un golpe que no está dirigido a la mano, sino al rostro, ¿dice quizás la mano: “No me muevo, porque el golpe no está dirigido a mí”?»[6].
Quería decir: si tú te esfuerzas por poner el bien de la comunidad por encima de tu afirmación personal, todo carisma y todo honor presente en ella será tuyo, igual que en una familia unida el éxito de un miembro hace felices a todos los demás. Por eso, la caridad es «la mejor vía de todas» (1 Cor 12, 31): ella multiplica los carismas, hace del carisma de uno el carisma de todos. Son cosas, me doy cuenta, fáciles de decir, pero difíciles de poner en práctica; en cambio, es bonito saber que, con la gracia de Dios, son posibles y algunas almas, las han realizado y las realizan también para nosotros en la Iglesia.
Contemplar la Trinidad ayuda realmente a vencer «la odiosa discordia del mundo». El primer milagro que el Espíritu obró en Pentecostés fue hacer a los discípulos «concordes» (Hch 1,14), «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Él está siempre dispuesto a repetir este milagro, a transformar cada vez la dis-cordia en con-cordia. Se puede estar divididos en la mente, en lo que cada uno piensa acerca de cuestiones doctrinales o pastorales legítimamente debatidas en la Iglesia, pero nunca divididos en el corazón: In dubiis libertas, in omnibus vero caritas. Esto significa, propiamente, imitar la unidad de la Trinidad; ella es, en efecto, «unidad en la diversidad».
Entrar en la Trinidad
Hay algo todavía más dichoso que podemos hacer respecto a la Trinidad que contemplarla e imitarla, y es ¡entrar en ella! Nosotros no podemos abrazar el océano, pero podemos entrar en él; no podemos abrazar el misterio de la Trinidad con nuestra mente, pero ¡podemos entrar en él! Cristo nos ha dejado un medio concreto para hacerlo, la Eucaristía. En el icono de Rublev, los tres ángeles están dispuestos en círculo en torno a una mesa; sobre esa mesa hay una copa y dentro de la copa, se vislumbra un cordero. No se podía decir de forma más sencilla y eficaz que la Trinidad nos da cita cada día en la Eucaristía. El banquete de Abraham en el encinar de Mambré es figura de este banquete. La visita de los tres a Abraham se renueva para nosotros cada vez que nos acercamos a la Comunión.
También aquí, es decir, a propósito de la Eucaristía, es iluminadora la doctrina de la perijóresis trinitaria. Ella nos dice que donde hay una persona de la Trinidad, allí están también las otras dos, inseparablemente unidas. En el momento de la Comunión se realiza en sentido estricto la palabra de Cristo: «Yo en ellos y tú en mí». «Quien me ve a mí, ve al Padre», quien me recibe a mí recibe al Padre. No llegaremos nunca a valorar plenamente la gracia que se nos ofrece. ¡Comensales de la Trinidad!
San Cirilo de Alejandría formuló con el habitual rigor teológico, esta verdad que une indisolublemente Trinidad y Eucaristía. Dice: «Somos consumados en la unidad con Dios Padre por medio de Cristo. Recibiendo, en efecto, en nosotros corporal y espiritualmente, lo que el Hijo es por naturaleza, nos hacemos partícipes y consortes de toda la naturaleza suprema»[7].
La misma persona de la que he referido el testimonio al principio, me confió, en otra ocasión, una experiencia suya de la Trinidad. Me permito compartir también esta porque nos ayuda a entender que la Iglesia no es solamente lo que la gente ve o piensa de ella. Decía:
«La otra noche, el Espíritu me introdujo en el misterio del amor trinitario. El intercambio extasiante de dar y recibir se obró también a través de mí: de Cristo, a quien yo estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. Pero, ¿cómo expresar lo inefable? No veía nada, pero era mucho más que ver, y mis palabras son impotentes para traducir este intercambio en el júbilo, que se respondía, se lanzaba, recibía y daba. Y de ese intercambio fluía una vida intensa de Uno a Otro, como una leche tibia que fluye desde el seno de la madre a la boca del niño agarrado a este bienestar. Y era yo aquel niño, era toda la creación que participa en la vida, en el reino, en la gloria, habiendo sido regenerada por Cristo. ¡Oh, Trinidad santa y viviente! Quedé como fuera de mí, durante dos o tres días, y todavía hoy esta experiencia permanece fuertemente grabada en mí».
La Trinidad no es sólo un misterio y un artículo de nuestra fe, es una realidad viva y palpitante. Como decía al principio, el Dios vivo de la Biblia al que estamos buscando no es otro que la Trinidad viviente. Que el Espíritu nos introduzca también a nosotros en ella y nos haga gustar su dulce compañía.
[1] H. de Lubac, Histoire et Esprit(Aubier, París 1950) cap.5.
[2] Reproduzco aquí en parte lo que escribí en mi libro Contemplando la Trinità(Àncora, Milán 2002) 7ss [trad. esp. Contemplando la Trinidad(Monte Carmelo, Burgos 62012).
“A Dios nadie lo ha visto nunca…”
Tercera predicación de Adviento 2018
El Dios vivo es la Trinidad viviente, dijimos la última vez. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad. ¿Cómo superar esta «infinita diferencia cualitativa»? ¿Cómo tender un puente sobre semejante abismo infinito? La respuesta está en la solemnidad que nos disponemos a celebrar: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».
Entre nosotros y Dios —escribió el gran teólogo bizantino Nicolás Cabasilas— se elevan tres muros de separación: el de la naturaleza, porque Dios es espíritu y nosotros somos carne; el del pecado y el de la muerte. El primero de estos muros ha sido abatido en la Encarnación, cuando la naturaleza humana y la naturaleza divina se unieron en la persona de Cristo; el muro del pecado fue abatido sobre la cruz, y el muro de la muerte en la resurrección. Jesucristo es ahora el lugar definido del encuentro entre el Dios vivo y el hombre viviente. En él, el Dios lejano se ha hecho cercano, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
El camino de búsqueda del Dios vivo que hemos emprendido en este Adviento tuvo un precedente ilustre: «El itinerario de la mente hacia Dios» (Itinerarium mentis in Deum), de san Buenaventura. Como filósofo y teólogo especulativo, identifica siete escalones para los cuales el alma asciende hacia el conocimiento de Dios. Ellos son:
La visión de él a través de sus vestigios en el universo.
La contemplación de Dios en sus vestigios en este mundo sensible.
La contemplación de Dios a través de su imagen impresa en las facultades naturales.
La contemplación de Dios en su imagen renovada por los dones de la gracia.
La visión de la Santísima Trinidad en su nombre, es decir, el bien.
El rapto místico del alma en el que cesa la obra del intelecto mientras que el amor pasa totalmente a Dios.
Después de haber pasado revista a los diferentes medios que tenemos para elevarnos al conocimiento del Dios vivo y los «lugares» donde podemos encontrarlo, san Buenaventura llega, pues, a la conclusión de que el medio definitivo, infalible y suficiente es la persona de Jesucristo. De hecho, así termina su tratado:
Ahora bien: al alma no le queda más que ir más allá de todo esto con la contemplación, y pasar más allá del mundo sensible, no solo, sino incluso más allá de sí misma. En este tránsito Cristo es camino y puerta; Cristo es escalera y vehículo como propiciatorio puesto encima del arca de Dios y sacramento oculto desde los siglos.
El filósofo Blaise Pascal, en su famoso Memorial, llega a la misma conclusión: al Dios de Abraham, Isaac y Jacob «solo se le encuentra por las vías que enseña el Evangelio». La razón de esto es simple: Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). La Carta a los Hebreos basa en esto la novedad del Nuevo Testamento:
«Dios, que muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado a los padres por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado en el Hijo, al que ha establecido heredero de todas las cosas y mediante el cual hizo también el mundo» (Heb 1,1-2).
El Dios vivo ya no nos habla por persona interpuesta, sino en persona porque el Hijo «es el resplandor de su gloria e impronta de su sustancia»(Heb 1,3). Esto desde el punto de vista ontológico y objetivo. Desde el punto de vista existencial, o subjetivo, la gran novedad es que ahora ya no es el hombre el que, «a tientas» (Hch 17, 27), va a la búsqueda del Dios vivo; es el Dios viviente, que desciende a la búsqueda del hombre, hasta morar en su mismo corazón. Es allí donde, de ahora en adelante, se le puede encontrar y adorar en espíritu y verdad: «Si alguno me ama, dice Jesús, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).
«Nadie viene al Padre si no es por medio de mí»
Quién hizo esta verdad —es decir, que Jesucristo es el supremo revelador del Dios vivo, y el «lugar» donde se entra en contacto con él— es el evangelista Juan. Nos encomendamos a él para que nos ayude a hacer de la búsqueda del Dios vivo algo más que una simple «investigación»: una «experiencia» de él, no solo conocerle, sino un «sentimiento» vivo.
Para no perder la fuerza e inmediatez de su testimonio inspirado, evitemos imponer a los textos cualquier marco interpretativo. Pasamos simplemente revista a las palabras más explícitas en las cuales es Jesús mismo quien se presenta como el definitivo revelador de Dios. Cada una de estas palabras es capaz, por sí sola, de llevarnos al borde del misterio y hacernos asomar sobre un horizonte infinito.
Juan 1,18: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que es Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha revelado». Para comprender el sentido de estas palabras, hay que remitirse a toda la tradición bíblica sobre el Dios que no se puede ver sin morir. Basta leer Éxodo 33, 18-20: «Le dijo (Moisés): “¡Muéstrame tu gloria!”. Dijo: “Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad y proclamaré mi nombre, Señor, delante de ti. A quién quiera hacerle gracia se la haré y de quiénes quiera tener misericordia la tendré”. Dijo: “Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y permanecer vivo”».
Hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre que este debería morir viendo a Dios o solo oyéndolo. Por eso, Moisés (Ex 3,69) y también los serafines (Is 6,2) se tapan la cara con un velo delante de Dios. Manteniéndose en vida después de haber visto a Dios, se experimenta una sorpresa agradecida (Gén 32,31). Es un raro favor que Dios concede a Moisés (Ex 33,11) y a Elías (1 Reyes 19,11 s.), que, curiosamente, serán los dos admitidos en el Tabor a contemplar la gloria de Cristo.
Juan 10,30. «Yo y el Padre somos una sola cosa». Es la afirmación quizá más cargada de misterio de todo el Nuevo Testamento. Jesucristo no es solo el revelador del Dios vivo: ¡él mismo es el Dios vivo! Revelador y revelación son la misma persona. De esta afirmación partirá la reflexión de la Iglesia para llegar a la plena y explícita fe en el dogma trinitario. Lo que nosotros traducimos con la expresión «una sola cosa» es un sustantivo neutro (en, en griego, unum, en latín). Si Jesús hubiese utilizado el masculino eis, unus se habría podido pensar que Padre e Hijo son una sola persona y la doctrina de la Trinidad quedaría excluida de raíz. Diciendo «unum», una sola cosa, los Padres deducirán de ahí acertadamente que Padre e Hijo (y más tarde el Espíritu Santo) son una misma naturaleza, pero no una sola persona.
Juan 12,6-7: Le dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no por medio de mí». Aquí debemos detenernos un poco más largamente. «Nadie va al Padre si no es por medio de mí»: leídas en el contexto actual del diálogo interreligioso, estas palabras plantean un interrogante que no podemos pasar en silencio. ¿Qué pensar de toda esa parte de la humanidad que no conoce a Cristo y su Evangelio? ¿Ninguno de ellos va al Padre? ¿Son excluidos de la mediación de Cristo y, por consiguiente, de la salvación?
Una cosa es cierta y de ella debe partir cualquier teología cristiana de las religiones: Cristo dio su vida «en rescate» y por amor de todos los hombres, porque todos son criaturas de su Padre y hermanos suyos. No ha hecho distinciones. Su ofrecimiento de salvación, al menos, es seguro que es universal. «Cuando yo sea levantado de la tierra (¡sobre la cruz!), atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32); «No hay otro nombre dado a los hombres en el que se ha establecido que se salven», proclama Pedro delante del sanedrín (Hch 4,12).
Algunos, aun profesándose creyentes cristianos, no logran admitir que un hecho histórico particular, como es la muerte y resurrección de Cristo, pueda haber cambiado la situación de toda la humanidad frente a Dios, y sustituyen, por eso, el acontecimiento histórico con un principio universal «impersonal». Ellos deberían plantearse, creo, otra pregunta, es decir, si creen realmente en el misterio con el que todo el cristianismo está en pie o cae: la encarnación del Verbo y la divinidad de Cristo. Una vez admitida esta, ya no aparece absurdo para la razón que un acto particular pueda tener un alcance universal. Sería extraño, más bien, pensar lo contrario.
El error más grande, al sustraerle tanta parte de la humanidad, no se le hace a Cristo o a la Iglesia, sino a esa misma humanidad. ¿No es posible partir de la afirmación de que «Cristo es la propuesta suprema, definitiva y normativa de salvación hecha por Dios al mundo», sin por ello mismo reconocer a todos los hombres el derecho de beneficiarse de esta salvación?
«Pero, ¿es realista —se pregunta uno—, seguir creyendo en una misteriosa presencia e influencia de Cristo en religiones que existen desde antes que él y que no sienten ninguna necesidad, después de veinte siglos, de acoger su evangelio?» En la Biblia existe un dato que puede ayudarnos a dar una respuesta a esta objeción: la humildad de Dios, el escondimiento de Dios. «Tú eres un Dios escondido, Dios de Israel salvador»:Vere tu es Deus absconditus (Is 45,15, Vulgata). Dios es humilde al crear. No pone su etiqueta sobre todo, como hacen los hombres. En las criaturas no está escrito que están hechas por Dios. Ha dejado a ellas que lo averiguen.
¿Cuánto tiempo se ha necesitado para que el hombre reconociera a quién le debía ser, quien había creado para él el cielo y la tierra? ¿Cuánto faltará todavía hasta que todos lleguen a reconocerlo? ¿Deja de ser Dios, por eso, el Creador de todo? ¿Deja de calentar con su sol a quien lo conoce y a quién no lo conoce? Lo mismo ocurre en la redención. Dios es humilde al crear y es humilde al salvar. Cristo está más preocupado de que todos los hombres se salven, que no que sepan quién es su Salvador.
Más que de la salvación de aquellos que no han conocido a Cristo, habría que preocuparse, creo, de la salvación de los que la han conocido, si viven como si no hubiera existido nunca, olvidados totalmente de su bautismo, ajenos a la Iglesia y a toda práctica religiosa. En cuanto a la salvación de los primeros, la Escritura nos asegura que «Dios no hace preferencia de personas, pero acoge a quien le teme y practica la justicia, cualquiera que sea la nación a la que pertenece» (Hch 10,34-35). Francisco de Asís, a su vez, hace una afirmación casi increíble para su época: «Todo bien que se encuentra en los hombres, paganos o no, se debe referir a Dios, fuente de todo bien»[1].
El Paráclito guiará a la verdad plena
Al hablar del papel de Cristo respecto a las personas que viven fuera de la Iglesia, el Concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu Santo, en un modo conocido sólo por Dios, da a toda persona la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual de Cristo», es decir, con su obra redentora (Gaudium et spes, 22). Llegamos así a la última etapa de nuestro camino, el Espíritu Santo. Al término de su vida terrena Jesús decía:
Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero por el momento no sois capaces de asumir su peso. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que hablará de todo lo que haya oiga, y os anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque recibirá de lo que es mío y os lo anunciará. Todo lo que posee el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo que es mío y os lo anunciará (Jn 16,12-15).
En el Espíritu Santo es Jesús quien sigue revelándonos al Padre, porque el Espíritu Santo es ya el Espíritu del Resucitado, el Espíritu que continúa y aplica la obra del Jesús terreno. Poco después de las palabras que acabamos de recordar, Jesús añade: «Estas cosas os las he hablado en forma velada, pero llega la hora en que ya no os hablaré en forma velada y abiertamente os hablaré del Padre». ¿Cuándo podrá Jesús hablar a los discípulos abiertamente del Padre, si éstas están entre las últimas palabras pronunciadas como persona viva y poco después morirá en la cruz? Lo hará, precisamente, mediante el Espíritu Santo, que él enviará desde el Padre.
San Gregorio de Nisa escribió: «Si a Dios le quitamos el Espíritu Santo, lo que queda ya no es el Dios vivo, sino su cadáver»[2]. Es Jesús mismo quien explica la razón de esto. «El Espíritu —dice— es quien da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Aplicado en nuestro caso, esto significa: es el Espíritu quien da la vida a la idea de Dios y a la investigación sobre él. La razón humana, marcada como está por el pecado, por sí sola, no basta. Al contrario, no sirve prácticamente para nada, porque, aunque descubre que Dios existe, no es capaz, como afirma san Pablo de comportarse luego consecuentemente, dándole gloria y gracias, como le conviene (cf. Rom 1,18ss.). El hombre que se dispone a hablar de Dios, con cualquier argumento, si es creyente, debe recordar que «los secretos de Dios nadie los ha podido conocer nunca, si no el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11).
El Espíritu Santo es el verdadero «ambiente vital», el Sitzt im Leben, donde nace y se desarrolla toda auténtica teología cristiana. El Espíritu Santo es el espacio invisible en el que es posible advertir el paso de Dios y en el que Dios mismo aparece como una realidad viva y activa. El Dios vivo, a diferencia de los ídolos, es un «Dios que respira», y el Espíritu Santo es su respiración. Esto es verdad también respecto de Cristo. «En el Espíritu Santo» indica ese ámbito misterioso donde, después de su resurrección, se puede entrar en contacto con Cristo y experimentar la acción santificadora. Él vive ahora «en el Espíritu» (cf. Rom 1,4; 1 Pe 3,18). El Espíritu Santo es, en la historia, «el aliento del Resucitado».
El gran arco voltaico entre Dios y el hombre no se cierra, pues, y el repentino rayo de luz no se produce si no es dentro de este especial «campo magnético» que está constituido por el Espíritu del Dios vivo. Es él quien crea, en lo íntimo del hombre, ese estado de gracia por el que un día se tiene la gran «iluminación»: se descubre que Dios existe, es real, hasta tener «cortada la respiración».
A quien buscara a Dios en otros lugares, sólo entre las páginas de los libros o entre los razonamientos humanos, habría que repetirle lo que el ángel dijo a las mujeres: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Del Espíritu Santo —escribe san Basilio— depende «la familiaridad con Dios». Es decir, depende si Dios nos es familiar o por el contrario ajeno, si somos sensibles, o bien alérgicos a su realidad[3].
El remedio es, pues, encontrar un contacto cada vez más pleno con la realidad, más aún, con la persona del Espíritu Santo. No contentarnos tampoco de una renovada neumatología, es decir, de una teología del Espíritu, sino aspirar a hacer de él también una experiencia personal. Millones de cristianos de nuestro tiempo han hecho la experiencia personal del nuevo Pentecostés invocado por san Juan XXIII. He aquí cómo describe sus efectos uno de aquellos primeros que hicieron esta experiencia en la Iglesia católica:
«Nuestra fe se ha hecho viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocer. De repente, lo sobrenatural se ha vuelto más real que lo natural. En resumen, Jesús es una persona viva para nosotros. Prueba a abrir el Nuevo Testamento y a leerlo como si fuera literalmente verdadero ahora, cada palabra, cada línea. La oración y los sacramentos se han convertido verdaderamente en nuestro pan cotidiano, y no en genéricas prácticas piadosas. Un amor hacia las Escrituras que yo jamás habría creído posible, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza para testimoniar más allá de cualquier expectativa: todo esto se ha convertido en parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos dio particular emoción exterior, pero la vida se ha rociado de calma, confianza, alegría y paz»[4].
«Y el Verbo se hizo carne»
Una meditación sobre el papel de Cristo revelador único del Dios vivo no puede concluir de modo más digno que con el Prólogo de Juan. No como un pasaje de Evangelio a comentar —esto lo haremos el día de Navidad—, sino como un himno de alabanza que brota ahora desde nuestro corazón para gloria de la Santísima Trinidad. Que una porción tan representativa de la Iglesia, en un lugar como este, proclame su absoluta fe en Cristo Hijo de Dios y Luz del mundo reviste un valor salvífico. En un acto de fe como este Cristo fundó su Iglesia y prometió que «las potencias del infierno no prevalecerán contra ella». Lo recitamos juntos de pie con el corazón lleno de asombro y gratitud:
1 En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios.
2 Este estaba en el principio junto a Dios.
3 Por medio de él se hizo todo,
y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
4 En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
5Y la luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no lo recibió […]
9 El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
10En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él,
y el mundo no lo conoció.
11 Vino a su casa,
y los suyos no lo recibieron.
12 Pero a cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre.
13 Estos no han nacido de sangre,
ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón,
sino que han nacido de Dios.
14 Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad[…]
18 A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito,
que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.
Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!