9/30/19

Motu Proprio ‘Aperuit illis’

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
APERUIT ILLIS
CON LA QUE SE INSTITUYE EL
DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS

1. «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por el Señor resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos mientras están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lc 24,49).
La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).
2. Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et misera, 7). Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. En este sentido, me vienen a la memoria las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron, 1,18).
Por tanto, con esta Carta tengo la intención de responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir momentos en los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la Palabra de Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias locales hay una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo con coherencia.
El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas, emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza fundamental para nuestras comunidades.[1] En este Documento en particular se profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica.[2]
Por tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro pueblo esta relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.
3. Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad.
Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.
4. El regreso del pueblo de Israel a su patria, después del exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la lectura del libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora de ese momento en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén en la plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando se leía el libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3), sabiendo que podían encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos vividos. La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las lágrimas: «[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).
Estas palabras contienen una gran enseñanza. La Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. A menudo se dan tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo.
5. En esta unidad, generada con la escucha, los Pastores son los primeros que tienen la gran responsabilidad de explicar y permitir que todos entiendan la Sagrada Escritura. Puesto que es el libro del pueblo, los que tienen la vocación de ser ministros de la Palabra deben sentir con fuerza la necesidad de hacerla accesible a su comunidad.
La homilía, en particular, tiene una función muy peculiar, porque posee «un carácter cuasi sacramental» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 142). Ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al sacerdote mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien» (ibíd.). Esta es una oportunidad pastoral que hay que aprovechar.
De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a meditar y rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).
Es bueno que también los catequistas, por el ministerio que realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de renovarse a través de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura, para favorecer un verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de Dios.
6. Antes de reunirse con los discípulos, que estaban encerrados en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las Escrituras (cf. Lc 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos de ellos en el camino que lleva de Jerusalén a Emaús (cf. Lc 24,13-35). La narración del evangelista Lucas indica que es el mismo día de la Resurrección, es decir el domingo. Aquellos dos discípulos discuten sobre los últimos acontecimientos de la pasión y muerte de Jesús. Su camino está marcado por la tristeza y la desilusión a causa del trágico final de Jesús. Esperaban que Él fuera el Mesías libertador, y se encuentran ante el escándalo del Crucificado. Con discreción, el mismo Resucitado se acerca y camina con los discípulos, pero ellos no lo reconocen (cf. v. 16). A lo largo del camino, el Señor los interroga, dándose cuenta de que no han comprendido el sentido de su pasión y su muerte; los llama «necios y torpes» (v. 25) y «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación que alcanza su plenitud en Cristo.
7. La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Co 15,3-5). Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos.
Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal.
8. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y lo reconocen (cf. v. 31).
Esta escena nos hace comprender el inseparable vínculo entre la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos enseña: «la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum, 21).
El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera.
La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.
9. En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de algún modo su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en particular la finalidad salvífica, la dimensión espiritual y elprincipio de la encarnación de la Sagrada Escritura.
Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a Timoteo, la Dei Verbum subraya que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (n. 11). Puesto que las mismas instruyen en vista a la salvación por la fe en Cristo (cf. 2 Tm 3,15), las verdades contenidas en ellas sirven para nuestra salvación. La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte.
Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada Escritura bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la palabra de los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12). El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.
10. La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo a la formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que se ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los Padres conciliares, según la cual la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Const. dogm. Dei Verbum, 12). Con Jesucristo la revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud; aun así, el Espíritu Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo limitar la acción del Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada de la Sagrada Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la interpreta auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las palabras de Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el significado de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).
11. La Dei Verbum afirma, además, que «la Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (n. 13). Es como decir que la Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición, que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como «regla suprema de la fe» (ibíd., 21). Por otra parte, antes de convertirse en texto escrito, la Sagrada Escritura se transmitió oralmente y se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su principio de identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro.
12. Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. El Antiguo Testamento no es nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene tentación de caer en nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías desencarnadas hacia el futuro.
La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro, manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).
La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16). Por su parte, la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.
13. Otra interpelación que procede de la Sagrada Escritura se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En la parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro y el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lc 16,29). Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.
14. Uno de los episodios más significativos de la relación entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús sube a la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas recuerdan que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). En aquel momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron de temor.
La Transfiguración hace referencia a la fiesta de las Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después de su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini: «Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra» (n. 38).
15. En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). La bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas por Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra bienaventuranza. Ningún pobre es bienaventurado porque es pobre; lo será si, como María, cree en el cumplimiento de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).
Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura, como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Dt 30,14).
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de septiembre de 2019.
Memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600 aniversario de la muerte.
FRANCISCO

9/29/19

El hombre rico y el pobre Lázaro


Evangelio (Lc 16,19-31)


En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:
Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas». Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros». Y dijo: «Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos». Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!» Él dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán». Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos».


Comentario

Este domingo contemplamos la célebre parábola del hombre rico y el pobre Lázaro. Según dice Lucas unos versículos antes, Jesús la dirigió a los “amantes del dinero, que se burlaban de él” (v. 14). El relato tiene mucha densidad de significado y hoy podemos meditar sobre algunos puntos de su mensaje.
Lo primero que salta a la vista del personaje rico es que no tiene nombre. Posee en cambio una ingente riqueza que le permite dar espléndidos banquetes a diario. También viste prendas muy costosas para subrayar su posición social y el poder adquisitivo de que goza. En efecto, la púrpura era un tinte lujoso de color muy duradero elaborado a base de moluscos de mar, y el lino finísimo solía traerse directamente de Egipto. Eran telas propias de monarcas. En cierto sentido, este rico encarna de forma anónima y plana a todas las personas y sociedades opulentas.
En cambio, el pobre de la parábola sí tiene nombre. Es alguien concreto para Jesús: lo llama muy a propósito “Lázaro”, forma griega de Eleazar, que significaba en hebreo “Dios ha ayudado”. Este personaje refleja a todas las personas que padecen necesidad o sufren injustamente. Nos recuerda también a Lázaro, el amigo enfermo que Jesús resucitó en Betania, según cuenta san Juan, y que el Sanedrín decidió matar (cfr. Jn 11).
Jesús emplea algunas categorías conocidas en el judaísmo de su tiempo para explicar el destino final del rico y el pobre Lázaro. El relato no parece interesado tanto en describir cómo es el mundo futuro, sino en subrayar dos cosas: la inmortalidad del alma y la justa retribución divina por todas nuestras acciones. El hombre rico acaba mal y es condenado al Hades. En medio de su tormento, pide a Abrahán que alerte a sus hermanos del castigo que les espera con una señal más llamativa que las meras Escrituras. El rico evidencia en todo su proceder la actitud de quienes piden milagros para creer y, a la vez, culpan a Dios de su indiferencia religiosa y su forma de vivir.
Jesús advierte de que esta mentalidad vuelve tan ciegos a los hombres, que no creerían aunque viesen un muerto resucitar. De hecho, el rico ni siquiera era capaz de ver el signo visible que Dios ponía delante de su puerta todos los días: el pobre enfermo y hambriento al que solo se acercaban los perros para lamerle las heridas. Por eso el rico mereció el castigo. Como aclara San Juan Crisóstomo, el personaje “no era atormentado porque había sido rico, sino porque no había sido compasivo”. Jesús señala así el peligro que nos acecha a todos y en especial a los que poseen bienes: la indiferencia hacia los demás y hacia los que sufren; lo que el Papa Francisco ha llamado repetidamente la cultura del descarte.
La parábola nos anima pues, entre otras cosas, a vivir de forma personal y colectiva las obras de misericordia, como una forma clara de atajar la indiferencia. En la medida en que podamos, hemos de procurar remediar la indigencia humana, la cual, como dice el Catecismo, “no abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa”. En este sentido, san Gregorio Magno explicaba que “cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les hacemos favores personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia”.
Por otro lado, a los que sufren les acecha también el peligro de la desconfianza hacia Dios, que parece no escuchar y que deja hacer y triunfar al cínico y al poderoso, a quienes se querría criticar y denunciar por sus abusos. El silencio manso y elocuente del pobre Lázaro nos invita a ser fieles y confiar en Dios, que sabe premiar la virtud y retrasa todo lo posible el castigo, hasta preferir ser acusado de indolente antes de dejar de ser compasivo. La figura de Lázaro (“Dios ha ayudado”) nos anima a rezar por los demás y a vivir la paciencia que, como dice san Josemaría, “nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino se mejoran con el tiempo”.

Fuente: opusdei.org

Amar a Dios y amar al prójimo

Homilía del Papa 105ª Jornada Mundial de los migrantes y refugiados

Amar a Dios y amar al prójimo es un mandamiento que Dios nos ha dejado, subraya el Papa en la homilía de este Día Mundial de los migrantes y refugiados, no se puede separar, no se puede amar a Dios si no amamos al prójimo. Amar al prójimo como a uno mismo. Amar al prójimo significa sentir compasión por su sufrimiento, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene.
No podemos permanecer indiferentes ante este sufrimiento, este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su Hijo Jesús.
Homilía del Papa
En el Salmo Responsorial se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a las viudas y a los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de forma explícita aquellas categorías que son especialmente vulnerables, a menudo olvidadas y expuestas a abusos. Los forasteros, las viudas y los huérfanos son los que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el Señor muestra una particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los israelitas que les presten una especial atención.
En el libro del Éxodo, el Señor advierte al pueblo de no maltratar de ningún modo a las viudas y a los huérfanos, porque Él escucha su clamor (cf. 22,23). La misma admonición se repite dos veces en el Deuteronomio (cf. 24,17; 27,19), incluyendo a los extranjeros entre las categorías protegidas. La razón de esta advertencia se explica claramente en el mismo libro: el Dios de Israel es Aquel que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por los menos favorecidos se presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel, y también se le requiere, como un deber moral, a todos los que quieran pertenecer a su pueblo.
Por eso debemos prestar especial atención a los forasteros, como también a las viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días. En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: “No se trata sólo de migrantes”. Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte. El Señor nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera.
Pero, junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre las injusticias que generan exclusión, en particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a muchos otros cuando perduran. «El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos.
Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete» (Mensaje para la 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así se entienden las duras palabras del profeta Amós, proclamadas en la primera lectura (6,1.4-7). ¡Ay de los que viven despreocupadamente y buscando placer en Sion, que no se preocupan por la ruina del pueblo de Dios, que sin embargo está a la vista de todos! No se dan cuenta de la ruina de Israel, porque están demasiado ocupados asegurándose una buena vida, alimentos exquisitos y bebidas refinadas. Sorprende ver cómo, después de 28 siglos, estas advertencias conservan toda su actualidad. De hecho, también hoy día la «cultura del bienestar […] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, […] lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al final, también nosotros corremos el riesgo de convertirnos en ese hombre rico del que nos habla el Evangelio, que no se preocupa por el pobre Lázaro «cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico» (Lc 16,20-21). Demasiado ocupado en comprarse vestidos elegantes y organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no advierte el
sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar nuestro bienestar, corremos el riesgo de no ver al hermano y a la hermana en dificultad.

Pero como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo. No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar.
Si queremos ser hombres y mujeres de Dios, como le pide san Pablo a Timoteo, debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en la
construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados para todos.

Amar al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más
cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.

Este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su Hijo Jesús, para que sea fuente de bendición para toda la humanidad. Porque todos juntos podemos comprometernos en la edificación de la familia humana según el plan original, revelado en Jesucristo: todos hermanos, hijos del único Padre.
Encomendamos hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora del Camino, a los migrantes y refugiados, junto con los habitantes de las periferias del mundo y a quienes se hacen sus compañeros de viaje.

9/28/19

Por un progreso tecnológico sin desigualdades


Discurso del Papa al Seminario “El bien común en la era digital”

Sres. cardenales, queridos hermanos y hermanas:
Doy la bienvenida a todos los participantes en el Encuentro sobre el “Bien Común en la Era Digital”, promovido por el Pontificio Consejo para la Cultura y el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, y agradezco al cardenal Ravasi su presentación. Los notables avances en el campo de la tecnología, especialmente en el de la inteligencia artificia tienen, cada vez más, implicaciones significativas en todos los ámbitos de la actividad humana; por lo tanto, considero que los debates abiertos y concretos sobre este tema son más necesarios que nunca.
En mi Encíclica sobre el cuidado de la casa común, tracé un paralelismo básico: el beneficio incuestionable que la humanidad puede obtener del progreso tecnológico (cf. Laudato si’, 102) dependerá de la medida en que se utilicen éticamente las nuevas posibilidades disponibles (cf. ibid., 105). Esta correlación requiere que, paralelamente al inmenso progreso tecnológico en curso, haya un desarrollo adecuado de la responsabilidad y los valores.
De lo contrario, un paradigma dominante -el “paradigma tecnocrático” (cf. ibíd., 111)- que promete un progreso incontrolado e ilimitado se impondrá y quizás incluso eliminará otros factores de desarrollo con enormes peligros para toda la humanidad. Con vuestros trabajos, vosotros, habéis querido contribuir a prevenir esta deriva y a hacer concreta la cultura del encuentro y del diálogo interdisciplinario.
Muchos de vosotros sois actores importantes en diversos ámbitos de las ciencias aplicadas: tecnología, economía, robótica, sociología, comunicación, ciber-seguridad, y también filosofía, ética y teología moral. Precisamente por eso, expresáis no sólo diferentes habilidades, sino también diferentes sensibilidades y enfoques variados de los problemas que fenómenos como la inteligencia artificial abren en los sectores de vuestra competencia. Os agradezco que queráis encontraros entre vosotros en un diálogo inclusivo y fecundo, que ayuda a todos a aprender unos de otros y no permita a ninguno encerrarse en sistemas pre-confeccionados.
El principal objetivo que os habéis fijado es ambicioso: alcanzar criterios y parámetros éticos básicos, capaces dar orientaciones sobre las respuestas a los problemas éticos que plantea el uso generalizado de las tecnologías. Soy consciente de que para vosotros, que representáis tanto la globalización como la especialización del conocimiento, debe ser arduo definir algunos principios esenciales en un lenguaje que sea aceptable y compartido por todos. Sin embargo, no os habéis desanimado en el intento de alcanzar este objetivo, enmarcando el valor ético de las transformaciones en curso también en el contexto de los principios establecidos por los Objetivos de Desarrollo Sostenible definidos por las Naciones Unidas; de hecho, las áreas clave que habéis explorado ciertamente tienen repercusiones inmediatas y concretas en la vida de millones de personas.
Es común la convicción de que la humanidad se enfrenta a desafíos sin precedentes y completamente nuevas. Los nuevos problemas requieren nuevas soluciones: el respeto de los principios y de la tradición, de hecho, debe vivirse siempre con una forma de fidelidad creativa y no de imitaciones rígidas o de reduccionismo obsoleto. Por lo tanto, creo que es digno de elogio que no hayáis tenido miedo de declinar, a veces también de forma precisa, los principios morales tanto teóricos como prácticos, y que los desafíos éticos examinados se hayan enfrentado precisamente en el contexto del concepto de “bien común”. El bien común es un bien al que aspiran todas las personas, y no existe un sistema ético digno de ese nombre que no contemple ese bien como uno de sus puntos de referencia esenciales.
Los problemas que habéis sido llamados a analizar conciernen a toda la humanidad y requieren soluciones que puedan extenderse a toda la humanidad.
Un buen ejemplo podría ser la robótica en el mundo laboral. Por un lado, podrá poner fin a algunos trabajos fatigosos, peligrosos y repetitivos -pensemos en los que surgieron a principios de la revolución industrial del siglo XIX- que a menudo causan sufrimiento, aburrimiento y embrutecimiento. Sin embargo, por otro lado, la robótica podría convertirse en una herramienta puramente eficiente: utilizada sólo para aumentar beneficios y rendimientos, privaría a miles de personas de su trabajo, poniendo en peligro su dignidad.
Otro ejemplo son las ventajas y los riesgos asociados con el uso de la inteligencia artificial en los debates sobre las grandes cuestiones sociales. Por una parte, se podrá favorecer un acceso más grande a las informaciones fiables y garantizar, pues, la afirmación de análisis correctas; por la otra, será posible como nunca antes, hacer circular opiniones tendenciosas y datos falsos, “envenenar” los debates públicos e incluso manipular las opiniones de millones de personas, hasta el punto de poner en peligro las mismas instituciones que garantizan la convivencia civil pacífica. Por eso, el desarrollo tecnológico del que todos somos testigos requiere que nos reapropiemos de nosotros mismos y reinterpretemos los términos éticos que otros nos han transmitido.
Si el progreso tecnológico causara desigualdades cada vez mayores, no podríamos considerarlo un progreso real. Si se convirtiera en enemigo del bien común, el llamado progreso tecnológico de la humanidad, conduciría a una desafortunada regresión a una forma de barbarie dictada por la ley del más fuerte. Por lo tanto, queridos amigos, os agradezco vuestro trabajo en un esfuerzo de civilización, que también se medirá por el objetivo de reducir las desigualdades económicas, educativas, tecnológicas, sociales y culturales.
Habéis querido sentar las bases éticas para garantizar la defensa de la dignidad de cada persona humana, convencidos de que el bien común no puede disociarse del bien específico de cada individuo. Mientras una persona sea víctima de un sistema, por muy evolucionado y eficiente que sea, que no consiga valorizar la dignidad intrínseca y la contribución de cada persona, vuestro trabajo no estará terminado.
Un mundo mejor es posible gracias al progreso tecnológico si éste va acompañado de una ética basada en una visión del bien común, una ética de libertad, responsabilidad y  fraternidad, capaz de favorecer el pleno desarrollo de las personas en relación con los demás y con la creación.
Queridos amigos, gracias por este encuentro. Os acompaño con mi bendición. ¡Qué Dios os bendiga a todos! Y os pido por favor que recéis por mí. Gracias.

9/27/19

Economía y calidad de vida


El dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin
“Ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa” (Congregación para la doctrina de la Fe - Dicasterio para el servicio del desarrollo humano integral. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n. 12). Esa libertad de iniciativa debe ser valorada y defendida, pues la libertad del mercado es a menudo amenazada por las oligarquías monopolísticas. Esta amenaza lo es para las personas concretas y para la eficiencia misma del sistema económico. El creciente y penetrante poder de agentes importantes y grandes redes económicas y financieras, viene acompañado por la supranacionalidad de tales agentes y la volatilidad del capital manejado por estos. Esto hace que su actividad pueda escapar fácilmente a la solicitud de las instancias políticas en orden al bien común.
En principio, todos los instrumentos utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de operación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles (Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 64). Sin embargo los mercados son incapaces de regularse por sí mismos (Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno, n. 89; Benedicto XVICaritas in veritate, n. 35; Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 204): “no son capaces de generar los fundamentos que les permitan funcionar regularmente (cohesión social, honestidad, confianza, seguridad, leyes...), ni de corregir los efectos externos negativos (diseconomy) para la sociedad humana (desigualdades, asimetrías, degradación ambiental, inseguridad social, fraude...”) (Consideraciones para un discernimiento ético, n.13)
En la actualidad la actividad financiera ha adquirido prepotencia sobre la economía real y presencia en todas sus manifestaciones. Ello facilita los egoísmos y los abusos, a pesar de las buenas intenciones individuales. Hay casos en los que las posibilidades de abusos y fraudes son grandes, especialmente para el que se halle en desventaja. “Por ejemplo, comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.14). Ello sucede “ya sea por la evidente relación jerárquica que se instaura en algunos tipos de contratos (como entre prestamista y el prestatario), ya sea por la compleja estructuración de muchas ofertas financieras” (idem).
También el dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin. El dinero debe estar sometido a prioridades más altas. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre.
“Así también la multiplicidad de instrumentos financieros (financialization) a disposición del mundo empresarial, que permite a las empresas acceder al dinero mediante el ingreso en el mundo de la libre contratación en bolsa, es en sí mismo un hecho positivo. Este fenómeno, sin embargo, implica hoy el riesgo de provocar una mala financiación de la economía, haciendo que la riqueza virtual, concentrándose principalmente en transacciones marcadas por un mero intento especulativo y en negociaciones “de alta frecuencia” (high-frequency trading), atraiga a sí excesivas cantidades de capitales, sustrayéndolas al mismo tiempo a los circuitos virtuosos de la economía real” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.15).
Cuando el capital cobra más importancia que el trabajo se olvida el bien del hombre, dentro de una visión economicista. “Precisamente en esa inversión de orden entre medios y fines, en virtud del cual el trabajo, de bien, se convierte en “instrumento” y el dinero, de medio, se convierte en “fin”, encuentra terreno fértil esa “cultura del descarte”, temeraria y amoral, que ha marginado a grandes masas de población, privándoles de trabajo decente y convirtiéndoles en sujetos “sin horizontes, sin salida” (idem): «Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, “sobrantes”» (Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 53).
El crédito tiene una función económica y social insustituible. Pero cuando las tasas de interés son excesivamente altas se cae en la usura. “Desde siempre, semejantes prácticas, así como los comportamientos efectivamente usurarios, han sido percibidos por la conciencia humana como inicuos y por el sistema económico como contrarios a su correcto funcionamiento” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.16).
La actividad financiera no debe ser una aventura especulativa sino un servicio a la economía real. “En este sentido, por ejemplo, son muy positivas y deben ser alentadas realidades como el crédito cooperativo, el microcrédito, así como el crédito público al servicio de las familias, las empresas, las comunidades locales y el crédito para la ayuda a los países en desarrollo” (idem).
Estas consideraciones no son puramente hipotéticas, sino que reflejan lo que ha ocurrido en fecha reciente y continúa ocurriendo. “cuando unos pocos ─por ejemplo importantes fondos de inversión─ intentan obtener beneficios, mediante una especulación encaminada a provocar disminuciones artificiales de los precios de los títulos de la deuda pública, sin preocuparse de afectar negativamente o agravar la situación económica de países enteros, poniendo en peligro no sólo los proyectos públicos de saneamiento económico sino la misma estabilidad económica de millones de familias, obligando al mismo tiempo a las autoridades gubernamentales a intervenir con grandes cantidades de dinero público, y llegando incluso a determinar artificialmente el funcionamiento adecuado de los sistemas políticos” (idem).
El afán de lucro desvirtúa la convivencia humana. “En este contexto, palabras como “eficiencia”, “competencia”, “liderazgo”, “mérito” tienden a ocupar todo el espacio de nuestra cultura civil, asumiendo un significado que acaba empobreciendo la calidad de los intercambios, reducidos a meros coeficientes numéricos” (idem, n. 17).
“Esto requiere ante todo que se emprenda una reconquista de lo humano, para reabrir los horizontes a la sobreabundancia de valores, que es la única que permite al hombre encontrarse a sí mismo y construir sociedades que sean acogedoras e inclusivas, donde haya espacio para los más débiles y donde la riqueza se utilice en beneficio de todos. En resumen, lugares donde al hombre le resulte bello vivir y fácil esperar” (idem).

La auténtica oración cristiana

La Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe ha publicado un documento titulado “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal 42, 3): Orientaciones doctrinales sobre la oración cristiana” (Madrid 2019).
La oración cristiana es un encuentro y un diálogo con Dios, por medio de su Hijo, Jesucristo, a la luz y bajo el impulso del Espíritu Santo. Por tanto, no debe confundirse con una técnica de autodominio de sí mismo o de las propias emociones y sentimientos. También se distingue, aunque puede tener ciertos elementos comunes, de la oración que se hace en otras religiones. El texto tiene cinco partes.


La situación y los retos actuales

1. En la primera (“situación espiritual y retos pastorales”) se presenta la situación de la espiritualidad cristiana en el contexto cultural actual y los retos pastorales que supone. El activismo típico de nuestro tiempo no facilita precisamente la espiritualidad. Sin embargo, muchos buscan el necesario silencio y paz interior. Pero a veces, aun siendo cristianos, lo hacen a través de técnicas de meditación que se originan en tradiciones religiosas no cristianas. Esto les lleva de hecho a abandonar la fe católica, aunque no lo pretendan. Otras veces se trata de técnicas de relajación que se presentan como complemento a la propia fe. Esas técnicas pueden servir a veces como introducción a la oración, pero con frecuencia se insertan en un “método” que en su conjunto es incompatible con la fe cristiana, y más bien encierra al que la practica en sí mismo.
En el momento actual muchos viven al margen de la fe. A la vez, siguen anhelando la felicidad y la vida plena. Esto requiere presentar la fe cristiana no solo como un conjunto de verdades o de normas morales, sino ante todo como un encuentro personal con Dios a través de Jesucristo.


Cristo y la salvación

2. En la segunda parte se presentan los “aspectos teológicos” de la espiritualidad cristiana y de la oración cristiana. Profundiza en la figura de Cristo y en el significado cristiano de la salvación. Para la fe cristiana, Jesucristo no es solo un gran maestro espiritual sino el Hijo de Dios hecho hombre. Las religiones representan el esfuerzo humano por alcanzar un conocimiento superior en relación con Dios. Buscan, como consecuencia, salvar a los hombres de los límites de la vida terrena (el pecado, el dolor, la muerte) y abrirles a una vida plena y eterna. Aunque está bastante extendido el relativismo religioso, para el cristiano no todas las religiones dicen lo mismo ni tienen igual valor. Sabe que al corazón humano y a la inteligencia humana no les basta sustituir la salvación por una felicidad o un bienestar puramente terreno o material.


Oración cristiana y "técnicas de oración"

3. En la tercera parte (“las espiritualidades que se derivan de estas doctrinas”), se muestran las diferencias entre la oración cristiana y otras técnicas de meditación como la “mindfulness”, inspiradas en el budismo zen. En este caso no hay propiamente un “tú” divino y personal con el que dialogar en la oración, sino que el sujeto se centra en sí mismo, en su propia mente y en sus propios sentimientos. Busca la aceptación pacífica de la realidad para evitar el sufrimiento, pero no se propone mejorar esa realidad. En cambio, la fe cristiana propone un trato personal con Dios uno y trino, por medio de su Hijo Jesucristo, hecho carne por nosotros y nuestra salvación. Por eso no se puede considerar a Jesús simplemente como un buen ejemplo de persona espiritual y generosa, como un modelo ideal común, junto con otros, para todas las religiones.
4. La cuarta parte recoge los “elementos esenciales de la oración cristiana”. La oración cristiana tiene relación con la oración de Jesús, que es un diálogo de amor con Dios Padre y una fuente, referencia y modelo de entrega por nuestra salvación. En la oración de Jesús, el centro no son sus deseos ni la búsqueda de una felicidad meramente terrena al margen de Dios Padre; sino, por el contrario, el cumplimiento del plan divino de la salvación por medio de la aceptación, con obediencia amorosa, de la pasión y de la Cruz. Por eso, dice el texto: “Vivir como si Dios no existiera es la mayor dificultad para la oración” (n. 23).
Jesús no enseña unas técnicas para la oración, sino que enseña la confianza filial, la humildad y la perseverancia como actitudes básicas para rezar, tal como se manifiestan en la oración del Padrenuestro. La auténtica oración cristiana se dirige a Dios pidiendo por las propias necesidades y las de los demás, implorando el perdón y la fortaleza para vencer al mal y al Maligno, ser personal y concreto, autor e instigador del mal en el mundo. De esta manera el cristiano que ora, impulsado e iluminado por el Espíritu Santo, crece en fe, esperanza y caridad, es decir en amor a Dios y a los demás. Y como consecuencia, se dispone a servir en concreto, sin despreciar el mundo y la historia; al contrario, amando el mundo en lo que tiene de bueno y su tarea al servicio del bienestar temporal y eterno de todos. Por eso la oración es como el alma de la misión evangelizadora del cristiano. 


Oración, Iglesia y coherencia

La oración cristiana nace y madura en el seno de la Iglesia, que es madre, cuerpo y hogar para los cristianos. Por eso la oración se alimenta de la vida íntima de la Iglesia que se manifiesta en la liturgia y en los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía. Y además, recurre a los santos, testigos, en la Iglesia y en el mundo, de la tradición viva de la oración. Por este camino, que implica esfuerzo y perseverancia, el cristiano llega a la “contemplación”, que es descubrirse en todo como ser amado y responder al Amor.
El documento precisa: “En lo referente a las técnicas, a las que tanta importancia se da actualmente, debemos recordar de nuevo que más importante que una oración formalmente bien hecha, es que vaya acompañada y sea expresión de la autenticidad de la vida” (n. 36). En todo caso añade que “nunca se pueden confundir las sensaciones de quietud y distensión o los sentimientos gratificantes que producen ciertos ejercicios físicos o psíquicos con las consolaciones del Espíritu Santo” (Ibid.).
Maestra de la oración cristiana es especialmente la Virgen María. Desde antes de la Anunciación, donde conoce lo que Dios le pide, hasta después de la Cruz, donde asume ser Madre de nuestra vida espiritual en la Iglesia, es también el verdadero modelo del cristiano que reza.


Conclusión

En la quinta parte (“conclusión”) se subraya, ante todo, la necesidad de la oración para el camino cristiano que es camino de santidad. En segundo lugar se apela a los educadores y formadores cristianos, que deben ayudar a los cristianos a crecer en su “vida interior”, para que enseñen con sencillez a hacer oración, sin dejarse arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas” (Hb 13, 9).
En definitiva, como se ve, este documento se sitúa en la estela de otros anteriores del Magisterio, y proporciona a todos los hijos de la Iglesia una ocasión para impulsar la vida cristiana como vida de auténtica oración; vida apoyada en un trato personal confiado con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que participa de la vida de oración que el mismo Jesucristo mantiene con el Padre, tal como contemplamos en el Evangelio.

La tibieza espiritual

El Papa ayer en Santa Marta


La primera lectura, tomada del libro de Ageo (1,1-8), recoge un pasaje fuerte: “Pensad bien en vuestra situaciónSubid al monte, traed madera, construid el templo”, donde el Señor, a través del profeta, pide al pueblo que reflexione sobre su comportamiento y se convierta, encargándose de reconstruir la Casa de Dios.
Ageo intentaba remover el corazón de un pueblo perezoso y resignado a vivir derrotado. El Templo había sido destruido por los enemigos, era una auténtica ruina, pero la gente dejó pasar los años así, hasta que el Señor envía al profeta para reconstruir el Templo. Pero el corazón del pueblo estaba amargado y no tenían ganas de ponerse a trabajar. Decían: “No nos esforcemos, quizá sea una ilusión, mejor no arriesgarse, quedémonos así…”. Esa gente no tenía ganas de levantarse, de recomenzar; no se dejaba ayudar por el Señor que quería levantarla, con la excusa de que el tiempo oportuno aún no había llegado: “No es momento de ponerse a construir la casa del Señor”, decían. Y ese es el drama de esta gente, y también el nuestro, cuando nos ataca el espíritu de la dejadez, cuando viene la tibieza de la vida, cuando decimos: “Sí, sí, Señor, está bien…, pero tranquilo, tranquilo, Señor, dejemos así las cosas…, mañana lo haré”, para decir lo mismo mañana y pasado mañana…, y así retrasar las decisiones de conversión del corazón y de cambio de vida.
Es una tibieza que muchas veces se esconde detrás de las incertidumbres y, mientras tanto, nos retrasa. Y así tanta gente desperdicia su vida y acaba como un trapo porque no ha hecho nada, solo conservar la paz y la calma. Pero esa paz es la de los cementerios. Cuando entramos en esa desidia, en esa actitud de tibieza espiritual, transformamos nuestra vida en un cementerio: ¡no hay vida! Solo hay cerrojos para que no entren los problemas, como esta gente que dice: “sí, sí, estamos en ruinas pero no queremos arriesgarnos: mejor así. Ya estamos acostumbrados a vivir así”.
Todo esto también nos puede pasar a nosotros en cosas pequeñas que no van bien, y que el Señor quiere que cambiemos. Él nos pide la conversión y nosotros le respondemos: mañana. Pidamos al Señor la gracia de no caer en ese espíritu de cristianos a medias o, como dicen las viejitas, cristianos al agua de rosas(*), sin sustancia. Cristianos buenos pero que, como dice Ageo, “sembrasteis mucho y recogisteis poco”. Vidas que prometían mucho, y al final no hicieron nada. Que el Señor nos ayude a despertarnos del espíritu de la tibieza, a luchar contra esa suave anestesia de la vida espiritual.
(*)Decir en italiano que una cosa es “al agua de rosas”, significa que se ha hecho con superficialidad, sin verdadero empeño (ndt). Lo más parecido en castellano podría ser “agua de borrajas” (ndt).