José Ramón Ayllón
A las personas insatisfechas, que se repiten continuamente que no trabajan en “lo suyo”, David Cerdá les recuerda que no se trata de hacer lo que aman, sino de amar lo que hacen
En un mundo configurado en gran medida por la empresa y las relaciones laborales, se agradece el breve ensayo de David Cerdá titulado El buen profesional.
El carácter sevillano de su autor se refleja en esas páginas simpáticas y amenas, dedicadas a quienes dan los primeros y segundos pasos en el ámbito laboral, y a sus principales cualidades: amor al trabajo, ilusión de servir a los demás, compañerismo y amistad en la empresa, orden, discreción, autoridad, prestigio... Lejos de ser un teórico, David Cerdá habla por propia experiencia y tiene el detalle de adobar su discurso con anécdotas sabrosas, con ejemplos certeros, con chistes, refranes, aforismos…
Es cierto que el trabajo nos ata, pero también nos libera y dignifica, nos abre a otras personas, nos aleja del empobrecedor egocentrismo, nos permite una contribución esencial a la polis. Con razón nos quejamos de quienes queman contenedores, destrozan coches o dañan monumentos, pero mayor manifestación de falta de civismo es la falta de profesionalidad. Dicho en positivo: el ejercicio virtuoso de la profesión es una excelente contribución social. Sean cuales sean nuestras ideas sobre el Estado, los servicios sociales o los impuestos, si realizamos bien nuestro trabajo seremos buenos ciudadanos. Esa idea conviene tenerla clara en un mundo proclive al individualismo y al exhibicionismo, en el que tendemos a exigir demasiado a la vida y demasiado poco a nosotros mismos. Paco de Lucía explicaba brevemente la razón de su dominio de la guitarra: “Llevo desde niño practicando todos los días una media de catorce horas, y a eso en mi tierra lo llaman duende”.
El buen profesional se rodea de los mejores y hace mejores a quienes le rodean; escucha tanto como habla; conversa con gusto y con provecho; enseña y aprende. Si es jefe, el buen profesional tiene entre sus prioridades no dañar a nadie, remunerar y tratar con respeto a todos. Ser profesional es saber estar, sin confundir la espontaneidad con el excesivo desenfado y el mal gusto; es ser puntual, respetando el tiempo ajeno; es ser alegre y cortés; es cumplir lo pactado. El trato con colegas y clientes, con jefes y subordinados, requiere ajustes finos: adaptarse a quien se tiene enfrente, no caer en el paternalismo ni en la camaradería de barrio. Ese tacto especial es aplicable a la comunicación. Ya sea escribiendo o hablando, nuestra forma de dialogar y de dirigimos a los demás desvela lo que somos y determina cómo se nos percibe. Por una mala redacción se echan a perder muchos negocios.
A las personas insatisfechas, que se repiten continuamente que no trabajan en “lo suyo”, David Cerdá les recuerda que no se trata de hacer lo que aman, sino de amar lo que hacen. Deberían saber que todo trabajo es una oportunidad de servir, y eso no solo es muy bueno para los demás, sino que nos libera del pesadísimo yo. En realidad, si algo no es un servicio no merece la pena. Además, todo servicio enriquece al que lo presta. Séneca lo sintetiza en esta hermosa paradoja: “Lo que tengo es lo que he dado”.
El autor, padre de tres hijos, reconoce que muchas cualidades de una buena madre y de un buen padre coinciden con las del buen profesional, pues llevar bien un hogar es una escuela de profesionalismo. Ursula von der Leyen, primera mujer al frente de la Comisión Europea, le da la razón: “Hay empresas que prefieren a padres y madres de familia porque son cabezas más flexibles y rápidas, emocionalmente más maduras. Piense que tener cuatro hijos es dirigir una pyme”.