Carlos Ayxelà
Dios bendice la normalidad de la vida familiar y quiere habitar en ella. Un paseo por el libro de Tobías puede ayudar a redescubrirlo
Cuando san Josemaría empezó a hablar de vocación al matrimonio, hace ya casi un siglo, la unión de estos dos conceptos solía generar desconcierto, cuando no hilaridad: como si hablara de un pájaro sin alas o de una rueda cuadrada. «¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? ─Pues la tienes: así, vocación». En la mentalidad de entonces, y a veces aún en la de hoy, “tener vocación” significaba dejar la normalidad de la vida para poder servir a Dios y a la Iglesia. Dejar de un modo u otro lo habitual, que para la mayor parte de las personas pasa por tener familia, hijos, casa, trabajo, compras, facturas, lavadoras, imprevistos, risas, peleas entre hermanos, tardes en urgencias, sobras en la nevera.
Todo este sinfín de cosas, variado e imprevisible como la vida misma, no solo cabe en esa “rueda cuadrada” de la vocación matrimonial sino que encuentra en ella su mejor versión posible. El «sentido vocacional del matrimonio» parte precisamente de la convicción de que Dios bendice la normalidad de la vida familiar y quiere habitar en ella. «Tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel», dice el salmo que Jesús incoa desde la Cruz (Sal 22,4). Dios, el Santo, quiere vivir en medio de las vidas normalísimas de las familias. Vidas llamadas a convertirse, por el cariño, en alabanzas a Él: en cielo, aun con todos los “defectos de fabricación” de esta sede provisional que es la vida. Por eso, «no dejes ir un día / sin cogerle un secreto, grande o breve. / Sea tu vida alerta / descubrimiento cotidiano. / Por cada miga de pan duro / que te dé Dios, tú dale / el diamante más fresco de tu alma».
Que tengas un buen viaje
Uno descubre que en su vida ha recibido mucho amor y que
está llamado a eso mismo: a dar amor
está llamado a eso mismo: a dar amor
Aquel joven se reía al oír hablar de vocación matrimonial, pero no pudo evitar quedarse pensativo. La “provocación” iba acompañada, por lo demás, de un consejo: «Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías». Aludía así san Josemaría al único relato de la Biblia que habla de este Arcángel, por quien tenía un especial cariño; tanto, que le confió desde muy pronto su apostolado con los jóvenes. «Es encantador el libro de Tobías», decía una vez. Aunque todo el relato del libro gira en torno a un viaje, de hecho nos permite entrar de lleno en la vida de dos hogares, y asistir al nacimiento de un tercero. E incluso el viaje mismo participa de ese ambiente casero, con un detalle que no ha pasado desapercibido a los artistas a lo largo de los siglos: este libro es también el único lugar de la Escritura en el que aparece un perro doméstico, que acompaña a Tobías y a san Rafael de inicio a fin de su periplo (cfr. Tb 6,1; 11,4).
Al marcharse Tobías, su padre lo bendice con estas palabras: «Que el Dios del cielo os proteja y devuelva sanos. Que su ángel os acompañe y proteja» (Tb 5,17). San Josemaría las parafraseaba al dar su bendición a quienes emprendían un viaje: «que el Señor esté en tu camino, y su ángel te acompañe». Y viaje ─el verdadero viaje, el más decisivo─ es el camino de la vida, por el que caminan juntos quienes se entregan mutuamente en el matrimonio, respondiendo a un sueño de Dios que se remonta al origen del mundo. Qué necesario es, pues, descubrir a los jóvenes, y redescubrir también a la vuelta de muchos años de viaje, «la belleza de la vocación a formar una familia cristiana»: la llamada a una santidad que no es de segunda, sino de primera.
Cuando verdaderamente empieza la vida
La vocación personal despierta con un descubrimiento sencillo pero cargado de consecuencias: la convicción de que el sentido, la verdad de nuestra vida, no consiste en vivir para nosotros mismos, para nuestras cosas, sino para los demás. Uno descubre que en su vida ha recibido mucho amor y que está llamado a eso mismo: a dar amor. Y que solo así se encontrará verdaderamente a sí mismo. Dar amor, no simplemente en los ratos libres, como para tranquilizar la conciencia: convertir el amor en nuestro proyecto vital, en el centro de gravedad de todos los demás proyectos (los que logren quedarse en órbita).
Antes y después de su matrimonio con Sara, el joven Tobías recibe varios consejos en esa dirección: son llamadas a lo más noble que hay en él. Su padre Tobit, que le envía de viaje para procurarle un dinero de cara al futuro (cfr. Tb 4,2), se preocupa por transmitirle en primer lugar su herencia más importante; lo que él ha valorado más en su vida: «Respeta a tu madre, no la abandones mientras viva. Complácela, no entristezcas nunca su corazón (...). Guárdate, hijo, de la fornicación (…). Si algo te sobra, dalo con generosidad al pobre, y que tu ojo no mire cuando des limosna (...). Alaba al Señor Dios en todo tiempo, ruégale que oriente tu conducta. Así tendrás éxito en tus empresas y proyectos» (Tb 4,3-19). Semanas más tarde, Tobías, recién casado, emprende el camino de vuelta a la casa de sus padres, y su nueva suegra Edna se despide así de él: «Delante del Señor te confío a mi hija. No le hagas daño jamás. Ve en paz, hijo. Desde ahora soy tu madre y Sara tu mujer» (Tb 10,13).
«No entristezcas su corazón (…). No le hagas daño jamás». Dios llama a los esposos a protegerse, a cuidarse, a desvivirse: ahí radica el secreto de su realización personal, que precisamente por eso no puede ser solo autorealización. Vivir, en toda la profundidad del término, significa dar vida. Así vivió Jesús: «yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así vivieron también San José y Santa María, con el amor más sencillo, tierno y delicado que habrá existido sobre la tierra, cuidando el uno del otro, y cuidando sobre todo de la Vida hecha carne. Y así quiere Dios que vivamos sus discípulos, para que allí donde estemos irradiemos su alegría, sus ganas de vivir. Ese es el núcleo del sentido de misión cristiano.
Vivir significa dar vida. Así vivió Jesús. Así
vivieron san José y santa María
vivieron san José y santa María
«Nuestras ciudades ─dice el Papa Francisco─ se han desertificado por falta de amor, por falta de sonrisas. Muchas diversiones, muchas, muchas cosas para perder el tiempo, para hacer reír, pero falta el amor. Y es especialmente la familia, y es ¡especialmente la familia! aquel papá, aquella mamá que trabajan y con los niños… La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades, y esta es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica y política es capaz de reemplazar esta aportación de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos».
Vivir significa dar vida. Este descubrimiento, que puede darse ya en la adolescencia, pero que a veces no llega hasta muy tarde, marca el verdadero paso de la infancia a la madurez humana. Se podría decir que solo entonces uno empieza a ser verdaderamente persona; que solo entonces empieza verdaderamente la vida. Porque «vivir es desear más, siempre más; desear, no por apetito, sino por ilusión. La ilusión, ésta es la señal de vida; amar, esto es la vida. Amar hasta el punto de poder darse por lo amado. Poder olvidarse de sí mismo, esto es ser uno mismo; poder morir por algo, esto es vivir. El que sólo piensa en sí no es nadie, está vacío; el que no es capaz de sentir el gusto de morir, es que ya está muerto. Sólo el que puede sentirlo, el que puede olvidarse a sí mismo, el que puede darse, el que ama, en una palabra, está vivo. Y entonces no tiene sino que echar a andar».
El alcance de un sí
Desde esta luz, la vocación matrimonial aparece como algo bien distinto de «un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad». Sin duda, la personalidad solo se despliega verdaderamente cuando uno es capaz de entregarse a otra persona. La vida matrimonial, además, es fuente de muchas satisfacciones y alegrías; pero a nadie se le escapa que trae consigo también problemas, exigencias, decepciones. No se le escapa a nadie y, sin embargo, qué facil es “escaparse” de esa cara menos bonita del amor: qué facil es desdeñar las migas de pan duro.
Un contraste puede ayudar a considerarlo. Por un lado, la perfección sin tacha de ciertas celebraciones de bodas, estudiadas hasta el último milímetro para dar toda la solemnidad posible a un evento único en la vida, y quizá también para afianzar el prestigio social de la familia. Por otro, el desencanto y el descuido que fácilmente pueden filtrarse a la vuelta de los meses o de los años, ante la imperfección de la vida familiar en su despliegue cotidiano: cuando surgen problemas, cuando se descubren los defectos de la otra persona, y uno y otro parecen incapaces de hablar, de escucharse, de curar heridas, de derrochar cariño. Puede nublarse entonces el «sentido vocacional del matrimonio», por el que se sabían llamados a dar lo que son… a ser padre, madre, marido, mujer… de vocación. Y qué lástima entonces: una familia a la que Dios querría feliz, aun en medio de las dificultades, se queda solo a medio camino, “aguantando”. La novedad que estaba queriendo nacer en el mundo con su amor mutuo, con su hogar… la novedad, la verdadera vida, parece entonces estar en otra parte. Y sin embargo está a la vuelta de la esquina, aunque la esquina esté algo desconchada, como acaba por sucederle a cualquier esquina, que simplemente está pidiendo un poco de cariño y atención.
El día en que un hombre y una mujer se casan, responden «sí» a la pregunta acerca de su amor recíproco. Sin embargo, la verdadera respuesta llega solo con la vida: la respuesta se debe encarnar, se debe hacer a fuego lento en el “para siempre” de ese sí mutuo. «Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida (…): ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad? (…) Uno al final responde con su vida entera». Y ese sí de la vida entera, conquistado una y otra vez, se va volviendo cada vez más profundo y auténtico: va transformando la inevitable ingenuidad de los inicios en una inocencia lúcida, pero sin cinismo; en un «sí, cariño» que sabe, pero que ama.
"La sonrisa de una familia es capaz de vencer la
desertificación de nuestras ciudades" (Papa Francisco)
desertificación de nuestras ciudades" (Papa Francisco)
La profundidad de este sí, irrenunciable para encontrarse de verdad con el amor, es también el motivo por el que la Iglesia persiste a contracorriente en su enseñanza acerca del noviazgo y de la apertura de los esposos a la vida. Aunque esto le valga las críticas de trasnochada y severa, insiste con paciencia porque sabe que Dios la llama a custodiar el amor personal, especialmente en su «lugar nativo». La Iglesia no defiende con esto una verdad abstracta, como de manual: más bien protege la verdad concreta de las vidas, de las familias; protege las relaciones entre las personas de la verdadera enfermedad mortal… un veneno que se filtra sutilmente, vestido al inicio de romance y de triunfo, hasta desenmascararse de golpe, quizá a la vuelta de los años, como una jaula insoportable, sobre todo si se ha apoderado de los dos: el egoísmo.
Hay, sí, una aparente magnanimidad y alegría de vivir en quien se dice sin más: «voy a gozar todo lo que pueda de mi cuerpo y de quien quiera disfrutar conmigo». Es un modo de ver la vida en el que se oye como un eco del Génesis: la juventud es una fruta sabrosa… ¿por qué no habría de comerla? ¿por qué querría Dios quitarme esa dulzura de la boca? (cfr. Gn 3,2.6). Los jóvenes cristianos no son de cartón: sienten ese mismo atractivo, pero adivinan algo de espejismo; quieren ver con más profundidad. Con su esfuerzo por guardar puro su amor, o por reconquistar la inocencia que quizá perdieron, se preparan para amar sin poseer al otro, para amar sin consumir. De un modo u otro, se preguntan: «¿con quién voy a compartir estas ganas de vivir que noto bullir dentro de mí? ¿es realmente esta la persona? ¿de verdad nos vamos a querer, o solo nos deseamos?». Saben que con su cuerpo van a dar también su corazón, su persona, su libertad. Saben que todo eso solo cabe realmente dentro de un “sí para siempre”; saben que ni ellos ni nadie valen menos que un sí “sin términos y condiciones”; y que a falta de una decisión así no están preparados para hacer ese regalo, ni lo están los demás para recibirlo: sería un regalo que los dejaría vacíos por dentro, aunque solo lo descubrieran con el paso del tiempo.
La misma “lógica” de fondo late en la vocación del célibe, que también ama a Dios con su cuerpo, porque se lo entrega día a día. Sí, matrimonio y celibato se iluminan y se necesitan mutuamente, porque ambos irradian la lógica de una gratuidad que solo se entiende desde Dios, desde la imagen de sí que Dios ha puesto en nosotros, por la que nos sabemos un don, vemos en los demás un don, y nos sabemos llamados a dar vida: a los padres, a los hijos, a los abuelos, a todos.
Cuando Jesús revela esta profundidad del amor, sus discípulos se quedan perplejos, hasta el punto de que tiene que decirles: «No todos entienden esto; solo los que han recibido ese don» (Mt 19,11). Los jóvenes y los padres cristianos, aunque a veces puedan percibir incomprensión a su alrededor, deben saber que en el fondo muchos los admiran, aunque a veces no sepan muy bien por qué. Los admiran porque con su amor sincero están irradiando la alegría y la libertad del amor de Dios, que laten «con gemidos inefables» (Rm 8,26) en los corazones de cada hombre y de cada mujer.
Corazón que no quiera sufrir dolores
El nombre de Rafael significa «Dios cura», es decir, «Dios cuida». La intervención del Arcángel en la historia compartida de Tobit, Ana, Tobías y Sara presenta de modo visible una realidad habitualmente imperceptible: la protección de Dios sobre las familias, la importancia que Él da a que salgan adelante felices (cfr. Tb 12,11-15). Dios quiere estar cerca de nosotros, aunque a veces no le dejemos, porque no queremos verdaderamente tenerle cerca. En la historia del hijo pródigo, que se fue «a un país lejano» (Lc 15,13), podemos reconocer no solo historias individuales, sino también historias sociales y culturales: un mundo que se aleja de Dios y que se convierte así en un entorno hostil, en el que muchas familias sufren, y a veces naufragan. Con todo, como el padre de la parábola, Dios no se cansa de esperar, y siempre acaba dando con el modo de habitar esas realidades, a veces trágicas, volviendo al encuentro de cada persona, aunque sean muchas las heridas que curar.
La Iglesia protege las relaciones entre las personas
de la verdadera enfermedad mortal, el egoísmo
de la verdadera enfermedad mortal, el egoísmo
También el libro de Tobías nos muestra cómo la cercanía y la solicitud de Dios por las familias no significa un amparo de toda dificultad, interna y externa. Tobit, por ejemplo, es un hombre íntegro, incluso heroico, y sin embargo, Dios permite que se quede ciego (cfr. Tb 2,10). Su mujer tiene entonces que conseguir ingresos para la familia, y sucede que en una ocasión le regalan, con la paga, un cabrito. Tobit, quizá desde un humor algo avinagrado por su minusvalía, cree que su mujer lo ha robado, y desata así, sin querer, una tormenta doméstica. Nos lo cuenta él en primera persona: «No la creí y, avergonzado por su comportamiento, insistí en que lo devolviera a su dueño. Entonces ella me replicó: “¿Donde están tus limosnas y buenas obras? Ya ves de qué te han servido”» (Tb 2,14). Ante la dureza de esta respuesta, Tobit se queda «con el alma llena de tristeza»; se pone entonces a rezar entre sollozos, y pide a Dios que le lleve consigo (cfr. Tb 3,1-6).
Con todo, Tobit sigue esforzándose por contentar a su mujer, aunque no siempre lo logre. Así, por ejemplo, cuando Tobías está ya emprendiendo su camino de regreso, felizmente casado y con el dinero que su padre le había encargado recuperar, su madre Ana, que desde el inicio era contraria a la idea del viaje, se teme lo peor: «Mi hijo ha muerto. Mi hijo ya no vive (…). ¡Ay de mí, hijo, luz de mis ojos! ¿Por qué te dejaría marchar?». Tobit, que también está preocupado, intenta calmarla: «¡Calla!, mujer, no te preocupes. Seguro que está bien. Habrán tenido que retrasarse. Pero su compañero es hombre de confianza y pariente nuestro. No te inquietes por él, mujer, que volverá pronto». Sin embargo, sus razones no surten efecto. «¡Déjame! No me vengas con engaños. Mi hijo ha muerto», responde Ana. Con todo, en una incoherencia muy maternal, sigue secretamente esperando su regreso: «día tras día se asomaba al camino por donde su hijo había marchado. No hacía caso a nadie. Cuando se ponía el sol, volvía a casa y pasaba las noches sin poder dormir, lamentándose y llorando» (Tb 10,1-7).
Conmueve ver que, a distancia de milenios, los problemas cotidianos de las familias no han cambiado demasiado. Incomprensiones, faltas de comunicación, angustias por los hijos… «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban». El enamoramiento inicial ─esa fuerza que lleva a ilusionarse con el proyecto de formar una familia─ tiende a dejar casi todos los defectos del otro en un ángulo muerto. Pero bastan unas semanas de convivencia constante para darse cuenta de que nadie llegó perfecto al día de la boda, y por eso la vida matrimonial es un camino de conversión en tándem, en equipo. Con tal de que marido y mujer se sigan dando cada día una nueva oportunidad, los corazones de uno y otro se irán haciendo cada vez más bellos, aunque se mantengan, en incluso cristalicen, algunos de sus límites.
Dice una antigua canción: «Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores». En efecto, «amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo». Ciertamente, no sucede a los matrimonios como a Tobías y Sara, que tienen que enfrentar un peligro de muerte en su primera noche de bodas, por la acción de un mal espíritu (cfr. Tb 6,14-15; 7,11). Sin embargo, el demonio del egoísmo ─enfermedad mortal─ atenaza constantemente a todas las familias, con la tentación de «convertir en montañas» lo que no son más que «menudos roces sin importancia».
"Reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una
manifestación de amor, casi una necesidad" (San Josemaría)
manifestación de amor, casi una necesidad" (San Josemaría)
Por eso, qué importante es que marido y mujer hablen con claridad, aunque se trate de cosas fuertes, para evitar que cada uno se vaya atrincherando poco a poco detrás de un muro: para reconstruir una y otra vez los sentimientos que hacen posible el amor. Dice san Josemaría que «reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad» de los esposos. El agua tiene que correr, porque cuando se estanca se pudre. Qué importante es también por eso que los padres «encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos, (...) [para] reconocer la parte de verdad ─o la verdad entera─ que pueda haber en algunas de sus rebeldías». Hablar, pues, y convivir: entre marido y mujer, entre padres e hijos.
Y hablar, sobre todo, con Dios, para que pueda darnos sus luces: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105). Aunque el relato bíblico no alcanza a mostrarnos los desencuentros de Tobías y Sara, podemos imaginar que los tendrían, como Tobit y Ana, y como todas las familias. Pero también podemos imaginarlos muy unidos hasta el final de sus vidas, porque vemos nacer y crecer su matrimonio en la intimidad con Dios. «Bendito seas, Dios de nuestros padres, y bendito tu nombre por siempre ─rezan en su noche de bodas─. Ten misericordia de nosotros y haz que lleguemos juntos a la vejez» (Tb 8,7).
* * *
San Juan Pablo II, «el Papa de la familia», comparaba una vez el amor esponsal del Cantar de los Cantares con el amor de Tobías y Sara. Los esposos del Cantar, decía, «declaran mutuamente, con palabras fogosas, su amor humano. Los nuevos esposos del libro de Tobías piden a Dios saber responder al amor». Al acercar estos dos retratos del amor matrimonial, quería suscitar la pregunta: ¿cuál de los dos lo refleja mejor? La respuesta es sencilla: ambos. El día en que dos corazones se encuentran, su vocación adquiere un rostro fresco y joven, como el de los esposos del Cantar. Pero ese rostro recupera su juventud cada vez que, a lo largo de la vida, uno y otro acogen de nuevo su llamada a responder al amor. Y entonces, sí, ese amor es fuerte como la muerte.
Carlos Ayxelà
Fuente: opusdei.org.