A bordo de la nave que lleva a Pablo prisionero a Roma hay tres grupos diversos. El más poderoso está compuesto por los soldados, sometidos al centurión. Luego están los marineros, de los cuales naturalmente todos los navegantes dependen durante el largo viaje. Finalmente, están los más débiles y vulnerables: los prisioneros.
Cuando la nave encalla junto a la costa de Malta, tras haber estado varios días a merced de la tempestad, los soldados piensan matar a los prisioneros para asegurarse de que ninguno escape, pero el centurión les detiene, pues quiere salvar a Pablo. De hecho, a pesar de estar entre los más vulnerables, Pablo había dado algo importante a los compañeros de viaje. Mientras todos estaban perdiendo toda esperanza de sobrevivir, el Apóstol había llevado un inesperado mensaje de esperanza. Un ángel le había tranquilizado diciéndole: «No temas, Pablo: Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo» (Hch 27,24).
La confianza de Pablo se demuestra fundada y al final todos los pasajeros se salvan y, una vez llegados a Malta, experimentan la hospitalidad de los habitantes de la isla, su gentileza y humanidad. De este importante detalle se ha tomado el tema de la Semana de oración que hoy se concluye.
Queridos hermanos y hermanas, esta narración de los Hechos de los Apóstoles habla también a nuestro viaje ecuménico, dirigido a esa unidad que Dios ardientemente desea. En primer lugar, nos dice que cuantos son débiles y vulnerables, cuantos tienen materialmente poco que ofrecer pero fundan en Dios su riqueza pueden dar mensajes preciosos para el bien de todos. Pensemos en las comunidades cristianas: incluso en las más reducidas y menos relevantes a los ojos del mundo, si experimentan al Espíritu Santo, si viven el amor a Dios y al prójimo, tienen un mensaje que ofrecer a toda la familia cristiana. Pensemos en las comunidades cristianas marginadas y perseguidas. Como en el relato del naufragio de Pablo, son a menudo los más débiles los que llevan el mensaje de salvación más importante. Porque Dios lo quiso así: salvarnos no con la fuerza del mundo, sino con la debilidad de la cruz (cfr. 1Cor 1,20-25). En cuanto discípulos de Jesús, debemos por eso estar atentos a no dejarnos llevar por lógicas mundanas, sino a ponernos más bien a la escucha de los pequeños y de los pobres, porque a Dios le gusta mandar sus mensajes por medio de ellos, que más se asemejan a su Hijo hecho hombre.
El relato de los Hechos nos recuerda un segundo aspecto: la prioridad de Dios es la salvación de todos. Como dice el ángel a Pablo: “Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo”. Es el punto en el que Pablo insiste. También nosotros necesitamos repetírnoslo: es nuestro deber realizar el deseo prioritario de Dios, el cual, como escribe el mismo Pablo, «quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4).
Es una invitación a no dedicarnos exclusivamente a nuestras comunidades, sino a abrirnos al bien de todos, a la mirada universal de Dios, que se encarnó para abrazar a todo el género humano, y murió y resucitó para la salvación de todos. Si, con su gracia, asimilamos su visión, podemos superar nuestras divisiones. En el naufragio de Pablo cada uno contribuye a la salvación de todos: el centurión toma decisiones importantes, los marineros ponen todos sus conocimientos y habilidades, el Apóstol anima a quien está sin esperanza. También entre los cristianos cada comunidad tiene un don que ofrecer a los demás. Cuanto más veamos por encima de intereses partidistas y superemos rencillas del pasado con el deseo de avanzar hacia el desembarco común, más espontáneos seremos para reconocer, acoger y compartir esos dones.
Y llegamos a un tercer aspecto, que ha estado en el centro de esta Semana de oración: la hospitalidad. San Lucas, en el último capítulo de los Hechos de los Apóstoles, dice a propósito de los habitantes de Malta: «Nos trataron con gentileza», o bien: «con humanidad poco común» (v. 2). El fuego encendido en la orilla para calentar a los náufragos es un bonito símbolo del calor humano que inesperadamente les rodea. Hasta el gobernador de la Isla se muestra acogedor y hospitalario con Pablo, que se lo compensa curando a su padre y luego a tantos otros enfermos (cfr. vv. 7-9). En fin, cuando el Apóstol y los que estaban con él partieron hacia Italia, los malteses les proporcionaron generosamente provisiones (v. 10).
De esta Semana de oración quisiéramos aprender a ser más hospitalarios, ante todo entre los cristianos, también con los hermanos de diversas confesiones. La hospitalidad pertenece a la tradición de las comunidades y de las familias cristianas. Nuestros antepasados nos enseñaron con el ejemplo que en la mesa de una casa cristiana siempre hay un plato de sopa para el amigo de paso o el menesteroso que llama. Y en los monasterios el huésped es tratado con gran respeto, como si fuese Cristo. ¡No perdamos, es más, reavivemos estas costumbres que saben a Evangelio!
Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos dirijo mis cordiales y fraternos saludos a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su Gracia Ian Ernest, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales aquí reunidos. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, en visita a Roma para profundizar su conocimiento de la Iglesia Católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí con una beca de estudio del Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas, que está junto al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, al que saludo y agradezco. Juntos, sin cansarnos nunca, continuemos rezando para invocar de Dios el don de la plena unidad entre nosotros.