Rafael María de Balbín
“La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas”
Los grandes progresos que ha realizado la humanidad en el transcurso de los dos últimos siglos permiten un margen razonable de confianza en la inteligencia humana. El progreso de las ciencias y de la tecnología, de la economía y de la organización invitan a llenarse de admiración ante los logros que los hombres podemos alcanzar cuando, en paz y concordia, nos decidimos a trabajar mancomunadamente y con constancia. Ahora estamos procurando asimilar los cambios que el acelerado progreso material introduce en el modo de vida de cada individuo y de la sociedad. Sin embargo, el progreso material necesita de un norte, de una orientación. Alguien ha podido escribir: “La gente de nuestra época no sabe a dónde va, pero está decidida a poner todos los medios para llegar”.
Y para saber de dónde venimos y a dónde vamos es preciso que pongamos en marcha los recursos de nuestra inteligencia, para conocer mejor a Dios. “La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas. Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado a imagen de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 36).
El empeño razonable y necesario por conocer a Dios, no es sin embargo fácil en las concretas circunstancias históricas en las que nos desenvolvemos. Y aunque podamos llegar todos los seres humanos −por la sola luz de la razón− al conocimiento de un Dios personal, que ha creado el universo, lo gobierna con su providencia y ha impreso una ley moral natural en nuestros corazones, hay numerosos obstáculos que se atraviesan en nuestro camino: “porque −como decía el Papa Pío XII en la encíclica Humani generis− las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas”.
No basta con la buena voluntad, que a todos se nos presupone. Hace falta una ayuda. Y esa ayuda tan oportuna nos ha llegado del mismo Dios, que nos ha manifestado por su Revelación no sólo los grandes misterios de la gracia, sino también “las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error” (Concilio Vaticano I).