1/19/20

¿Tendrán fe nuestros hijos? Dios en la educación

José Granados


La pregunta por la fe de los hijos es la más importante que pueden hacerse los padres cristianos

Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: “Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: ‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’” (1 Sam 3,8-9).

“Si te llama, di: ¡habla!” En un tiempo en que las visiones del Señor no eran frecuentes, es un niño quien percibe Su presencia, testimonio de la esperanza que trae cada nueva generación. Todo hijo recuerda a sus padres las cuestiones centrales de la vida y, sobre todo, la pregunta sobre Dios. Pero Samuel no fue capaz por sí solo de encontrar el camino, de percibir quién le hablaba y cómo responderle. Al sacerdote Elí tocó mediar para que el joven madurara en su fe.

La pregunta por la fe de los hijos es la más importante que pueden hacerse los padres cristianos. Y es que la misión de ellos consiste no solo en engendrar y educar al hijo, sino, como dice santo Tomás, en educarle para el culto divino, de modo que pueda dar gloria a Dios. Se trata, por eso, no solo de una misión corporal, sino corporal y espiritual a la vez. En el bautismo encendimos para nuestros hijos la llama de la fe. La educación, donde familia y escuela se alían, conduce a que sean ellos mismos quienes la protejan y nutran.

¿Podrán hacerlo en medio de los vientos que soplan en la sociedad secularizada? ¿Realizarán los padres la mediación de Elí? Viene a la memoria la novela del escritor judío Israel Singer La familia Karnowski, que narra la pérdida completa de la fe en solo tres generaciones, y termina con la dramática imagen del padre médico, tratando de sacar la bala del corazón de su hijo, símbolo de una muerte más honda. ¿Lo conseguirá?

Vamos a empezar preguntándonos por el papel de Dios en la educación (I), para delinear después algunos hitos del itinerario de educación en la fe (II).

I. La pregunta sobre Dios, clave educativa
La situación que vive hoy la sociedad puede compararse a la que nos narra la historia de Samuel. Es un tiempo arduo para la fe del Pueblo, cuyos enemigos llegarán a robarle su emblema más sagrado, el arca, privándole de la presencia divina. Pero la corrupción nace de dentro: los hijos sacerdotes de Elí hacen rapiña en el holocausto quedándose con las mejores partes del sacrificio. Es verdad que en este panorama el Señor no abandona al Pueblo y suscita salvación a través de Samuel, pero también que Samuel será testigo de la pérdida de confianza de Israel en Dios. Dado que el Pueblo no siente ya la presencia cercana del único Rey, pedirá a Samuel que instituya la monarquía.

Nuestro tiempo no quiere ya ni siquiera a ese rey, es decir, esa mediación de Dios a través de las relaciones entre los hombres. En efecto, un aspecto de la sociedad secularizada es haber olvidado la presencia de Dios en la plaza pública. Nuestros hijos van a vivir, por tanto, en una cultura que funciona como si Dios no existiera en lo que toca a la vida común. Además, van a ver su propia fe como una opción más entre muchas otras, con el peligro consiguiente de pensar que es un adorno superficial de la vida, que no toca a su substancia. En la medida en que pongan esa fe como fundamento último de lo que son (único modo de ser cristianos), serán considerados fanáticos.

A la luz de las múltiples opciones religiosas que se presentan en nuestra sociedad, la pregunta “¿tendrán fe nuestros hijos?” podría cambiarse por esta otra: “¿qué fe tendrán nuestros hijos?” Y es que la cuestión de la trascendencia en la vida humana no se puede eludir ni privada ni socialmente. La Biblia lo ha expresado con el contraste entre fe e idolatría como dos únicas alternativas: “o adoras al que te ha hecho, o adoras lo que tú has hecho”, comenta un exegeta. La sociedad de hoy promueve también su tipo de religiosidad, que es una fe sin pertenencia (“believing without belonging”) y una espiritualidad sin religión (“spiritual, yes, but religious, not”).

Muy distinta, sin duda, de la fe cristiana, que se basa en nuestra incorporación a Cristo y a la Iglesia. ¿Tendrán esta fe nuestros hijos?

El gran desafío se formula, pues, así: ¿tendremos hijos para quienes la fe lo sea todo, es decir, para quienes la fe sea el fundamento de cada paso y el fuego secreto de sus acciones? Hay aquí algo que pertenece a la misión de todo padre, llamado a dar a sus hijos grandes certezas. Ningún hijo pide a sus padres meras opiniones, porque tampoco es una opinión el nombre que de ellos ha recibido.

Tal planteamiento ya nos avisa de que preguntarse por la educación en la escuela no se resuelve haciendo a Dios un hueco entre nuestros programas y actividades. Si el Dios Creador existe, como lo confiesa la fe cristiana, entonces cambia todo, pues Él es el fundamento que determina cuanto queremos, pensamos, obramos. Su existencia no es como la del planeta Plutón, que, una vez conocida, deja inmutado el resto de nuestra experiencia. Si Él existe, como exclamaba Rilke al contemplar la belleza, “debo cambiar mi vida”.

De hecho, la fe de nuestros hijos dependerá del modo en que perciban la presencia de Dios, no solo como un ingrediente añadido a su educación, sino como algo esencial para la vida a la cual la educación les introduce. Si esto es así, entonces plantear la pregunta sobre Dios en la educación no puede hacerse sin plantear la pregunta sobre el sentido de la entera educación.

Notemos que la pregunta sobre Dios en la educación podría suscitarse como si se tratara de contar los beneficios que Dios trae a la educación. Y es verdad que Dios aporta ventajas al proceso educativo, como las aporta a la sociedad. Así, se ha dicho que quien cree en Dios respeta las reglas, o que escapa del relativismo y de lo fugaz de la vida, o que tiene más recursos para afrontar las crisis.

Ahora bien, la pregunta “¿existe Dios?” no es la pregunta “¿necesitas a Dios?” Pues en el momento en el que medimos la fe en Dios por su utilidad, siempre es posible encontrar un sustituto para esta fe en Dios, es decir, algo que cumpla la misma función y tenga las mismas ventajas. Y entonces ya no sería Dios ni tendría utilidad para la vida de los hombres. Esta posición utilitarista ante la religión es la que seguían, como hemos visto en el libro de Samuel, los hijos del sacerdote Elí, que ofrecían el sacrificio, pero quedándose con la mejor parte. El resultado fue que la gente llegó a despreciar la ofrenda hecha a Yahvé.

Este punto es decisivo, pues la educación se tiende hoy a ver en clave utilitarista, es decir, como un proceso en que se prepara a los niños para integrarse con éxito en la sociedad. Ahora bien, la educación no puede buscar solo un fin externo, que comenzará una vez terminado el proceso educativo. Ocurre, más bien, que la misma educación solo puede darse como participación incipiente en una plenitud de vida, la cual tiene sentido en sí misma y no solo en función de otra cosa. Por eso, como ha dicho Alasdair MacIntyre, al alumno que pregunta “¿de qué me va a servir después aprender esto?” hay que responderle que solo puede abandonar la escuela aquel que ha dejado de hacer este tipo de preguntas, dándose cuenta de que son impertinentes. Pues lo que la educación permite no es solo participar con éxito en la sociedad, sino llegar a juzgar sobre la bondad de cuanto la sociedad promueve.

Pues bien, la fe en Dios es justamente aquello que protege contra una visión meramente utilitarista. En efecto, aceptar a Dios es aceptar que existe el bien en sí, lo cual permite ver como un bien en sí la misma vida humana y las actividades que en ella realizamos. Si hay Dios, Él es aquel “por quien se vive”, como le llamó la Virgen en Guadalupe, y aquel por quien se educa, del mismo modo que si hay vida eterna, entonces esta determina radicalmente la vida temporal.

En consecuencia, la transmisión de la fe depende de que esta fe pueda entenderse como plenitud de vida. De otro modo no sería fe en el Dios cristiano creador del Universo. Pascal desarrolló su famoso argumento de la apuesta, para invitar a la fe en Dios. Queriendo mostrar que creer es razonable, el filósofo comparó la vida con un juego de apuestas, en la que no hay otra opción que apostar. Y apostar por Dios es razonable, pues lo que pierdo es poco, la vida temporal. Mientras que lo que puedo ganar lo es todo, la eternidad de vida. Ahora bien, este razonamiento tiene un límite: parece que creer en Dios va de la mano con una visión empequeñecida de la vida. Pero ocurre justamente al revés: solo creyendo en Dios se hace valiosa la vida temporal. “Cien veces más en este tiempo”, promete Jesús a los que le siguen (Mc 10,30). Elemento clave del proceso educativo será mostrar que, para quien cree, el mundo aparece como morada acogedora donde se puede habitar y como lugar generativo, donde lo que hacemos lleva mucho fruto. De este modo, la fe en Dios puede mediarse a través de prácticas educativas que, a la vez, muestran el espesor de la experiencia humana. Detengámonos a enumerar algunas coordenadas de la presencia educativa de Dios.

II. Educación sacramental
Nos está inspirando la historia de Samuel. En el momento de recibir la llamada de Dios, el joven mora en el Templo, donde habita la presencia y se reúne la comunidad orante. El entorno es el del sacrificio. Para Israel el sacrificio significa el reconocimiento del don originario de Dios y la entrega del hombre a Él. Cuando san Agustín quiso explicar lo propio de la cultura cristiana, sabiendo que la cultura se genera en el culto, identificó la comunidad cristiana como aquella regida por la Eucaristía. Desde la Eucaristía se hacen concretos algunos elementos de la presencia de Dios en la educación. Vamos a llamarlos las tres “erres”: relatos, ritos, razón.

Relatos: Dios narrado

La Eucaristía contiene un relato: el de la vida de Jesús, repetido en cada misa y escanciado según el año cristiano, al que se unen los relatos de los santos. Celebrarla es entrar en una memoria común y engancharnos a una esperanza de futuro, esa esperanza que es capitana de la vida de los hombres, como decía Platón en su República. A partir de la Eucaristía se aprende a narrar nuestro propio relato en el marco del relato de Cristo. ¿Y por qué es importante aprender a narrar el propio relato?

Nuestra identidad depende del modo en que comprendemos nuestra historia, nuestro camino en el tiempo. Hay un proceso continuo con el que relatamos la propia biografía, y que nos permite imaginar y proyectar el futuro. Quien acierta en este proceso puede decir, con Don Quijote: “sé quién soy, y sé quién quiero ser”. Por eso es cierto, inspirándonos en el título de un libro sobre la generación en la Biblia, que educar es narra.

Esta operación de narrar la vida no es sencilla. En efecto, corre el peligro continuo de detenerse, como cuando nos sucede algo malo que no podemos olvidar y a lo que volvemos obsesivamente. O puede ser también que el futuro esté demasiado abierto, tan abierto que se llene de nuestros miedos y acabe por quedarse sin salida. Para poder narrar el relato necesitamos una ayuda, que nos permita desatar el pasado y vislumbrar lo suficiente del futuro.

Pensemos en La vida es sueño de Calderón de la Barca. El rey Basilio ha encerrado a su hijo Segismundo porque los oráculos anuncian que al crecer será un tirano. Aquí actúa un miedo al futuro que se ve como destino trágico ineludible. Detrás imaginamos el miedo del padre ante el hijo que le sustituirá, de forma que llega a anular al hijo, ocultándose como padre. En la obra ocurre lo que en inglés se llama self fulfilled prophecy: al no educar a Segismundo, Basilio confirmará el oráculo.

Frente a esta cerrazón actúan los buenos relatos, que ayudan a liberar la historia. Pues nos presentan modos para combinar pasado, presente y futuro ante las paradojas de la vida en el tiempo. La lectura aumenta nuestra capacidad de entender el relato de otros, y nos sitúa dentro de una tradición comunitaria, de forma que aprendamos a narrar nuestra propia vida desde una perspectiva más amplia. Pensemos en los ecos del relato del joven rico, suscitando la vocación de Antonio, y Antonio la de Agustín, Agustín la de Teresa de Jesús, Teresa la de Edith Stein... Se logra así reconocer la herencia a la que pertenecemos, pues quien lee “escucha con los ojos a los muertos”, como decía Quevedo, para que “corrijan y fecunden” nuestros asuntos.

Pues bien, el trasfondo último de los relatos lo constituye la apertura a Dios. Propio de la Biblia es ser una narración donde Dios mismo nos revela su relato, compartido con el nuestro. Es interesante notar cómo los autores sagrados han inventado la prosa religiosa histórica, alejándose así de los típicos relatos míticos de los demás pueblos, de corte épico. De este modo la Biblia logra expresar la libertad humana concreta, con sus idas y venidas y el modo en que Dios la acompaña y encauza.

Nuestra tradición cristiana ha cultivado los relatos por amor a la Biblia, asumiendo los relatos antiguos de la edad clásica y creando nuevos relatos, esenciales para educar. Pensemos en la Divina Comedia, el gran viaje de Dante atravesando todos los momentos de la vida humana. Aquí estamos ante un sueño, como en la gran obra de Calderón, pero se trata ahora de una visión que muestra la realidad última de todo. ¿En qué consiste la visión? En que se narra la historia de la vida a la luz de su fin último, arrancando el velo sobre esa meta definitiva, que normalmente acompaña nuestras acciones. El Infierno, el Purgatorio, el Paraíso, son nuestro paso por este mundo, alejándonos del mal (Infierno) y ejercitando la libertad (Purgatorio) para alcanzar el bien pleno (Paraíso).

Dante nos enseña que narrar la totalidad de una vida no es posible desde el hombre aislado. La necesidad de narrar esta totalidad, de hecho, nos alza a la pregunta sobre Dios, en este caso en la forma de la pregunta sobre la providencia. La fe en Dios significa saber que Él es narrador del gran relato, de forma que nosotros podamos co-narrarlo con Él. La providencia es lo contrario del destino inexorable al que temía Basilio, padre de Segismundo, pues la providencia no elimina la libertad, sino que se cuida de ella, abriéndole un espacio para que pueda actuar.

Este contexto narrativo ayuda a despertar a la oración como diálogo con Dios. Samuel conocía al Señor, pero no había entablado todavía una relación viva con Él. La oración nace cuando nos abrimos a la voz de Dios que narra nuestra vida, para que la narremos juntos. Educamos en la oración cuando ayudamos a introducir a Dios en el relato de la propia vida, de modo que se haga relato común.

Ritos: Dios practicado

La Eucaristía, que contiene un relato, no se limita a narrarlo, sino que lo realiza como rito. En este rito cobra especial valor el cuerpo, de modo que el relato, por así decir, se encarna y, encarnándose, muestra su dimensión comunitaria. ¿Para qué son necesarios los ritos?

En los ritos se aprende, en primer lugar, lo que no es inmediatamente útil. Y de este modo puede llegarse a captar la dimensión de rito de cuanto hacemos, ayudándonos a entender que hay cosas que merecen la pena por sí mismas. La misma educación tiene esta dimensión ritual, porque, como ya dijimos, no se educa solo para un fin exterior, como la adaptación al mundo laboral, sino por el mismo bien de educar, que es la vida humana plena.

Es propio del rito eucarístico incluir en sí los momentos centrales de la vida. Las dos imágenes clave de la Eucaristía son el alimento (fruto de la tierra y del trabajo) y la unión esponsal (dichosos los invitados a la cena del Señor). Se trata de dos experiencias humanas que no se realizan solo por mor de otra cosa, sino que contienen un bien en sí mismas, lanzándonos a desear el bien en sí. Que ambas estén presentes en la Eucaristía nos invita, pues, a extender el rito a todas las actividades vitales. Uno podría decir que aquí está el meollo de la tarea educativa: nuestros hijos tendrán fe si son capaces de unir lo que se celebra en la Eucaristía con lo que realizan el resto del día. Y abandonarán la fe si no son capaces de unir estas dos cosas, incluso aunque hagan las dos por separado.

Otro elemento esencial del rito, y en particular de la Eucaristía, es su nexo con el cuerpo y su lenguaje. Los ritos enseñan que el cuerpo tiene un lenguaje propio, que es necesario saber descifrar y saber pronunciar. La proliferación, hoy, de medios electrónicos difunde fácilmente la vivencia del cuerpo como instrumento del que me puedo separar y que puedo modelar a capricho, para cambiar mi imagen o para producir placer. La educación, a través del rito, enseña a acoger el propio cuerpo y a amarlo, lo que solo es posible si ese cuerpo se percibe como algo recibido de otro y que me liga a otro, lo cual implica que el cuerpo posee su lenguaje propio.

La historia de Samuel puede leerse también como el despertar a este lenguaje del cuerpo. La voz que escucha el muchacho llega de lo más hondo de su afectividad y deseo, como una llamada al amor. Es una voz muy antigua, que contiene una indicación hacia la vida plena, si la seguimos en relación a otra persona y sabemos entregarnos a ella. En el cuerpo, en sus deseos y afectos, no hay solo un impulso de placer, sino una llamada a una alianza. Esencial para el proceso educativo es que en esa llamada al amor se escuche una voz divina. Si esa llamada se arraiga en el cuerpo, entonces desde ella se abre una visión unitaria sobre todo el cosmos. ¿De qué visión se trata?

Razón: Dios y el conocimiento del mundo

La tercera “erre”, después de relatos y ritos, es la razón. Esta se nos desvela en la Eucaristía en cuanto que aquí se celebra, según san Pablo, el “culto racional” (Rom 2). El término “razón”, en griego “logos”, hace referencia asimismo al lenguaje, a la “palabra” (en griego también “logos”). La Eucaristía es, de hecho, el lugar de la palabra plena de Dios, una palabra que es inseparable del rito y del relato. La perspectiva cristiana despliega desde aquí una visión unitaria sobre las distintas materias del plan de estudios, para que se pueda encontrar la unidad de ellas.

Primeramente, la Eucaristía nos indica que el conocimiento no puede darse a partir de una distancia entre el hombre y su mundo. Pues conocemos en cuanto que participamos de la realidad, en cuanto que nos abrimos a ella y a ella nos unimos. De ahí que conocer el mundo sea conocerse a sí mismo, y viceversa. En hebreo bíblico, la palabra “conocer” se usa para indicar la unión conyugal, mostrando así que el conocimiento requiere unidad con lo conocido. La consecuencia es que solo podemos conocer desde dentro de una comunidad y de una tradición. No hay un conocer desde la distancia neutra, como no se puede aprender un lenguaje neutro o general, que no sea el lenguaje concreto de una comunidad de hablantes.

En la Eucaristía la clave está en la relación de Jesús con su Padre. Desde allí se entiende todo lo demás que se vive en el rito: el pan y vino como creación de Dios y fruto del trabajo, la carne y la sangre como esencia de la vida, la memoria del Pueblo y la esperanza de la resurrección... Por eso, quien tome la Eucaristía como modelo del saber, entenderá que la relación con Dios confiere unidad a todas las demás áreas del conocimiento. Esto implica que el papel de la fe en la educación no puede reducirse a la asignatura de religión como una más en la lista. La fe se juega, más bien, en el modo en que la clase de religión se hace presente en las demás materias, es decir, en cómo las demás materias se abren a la pregunta sobre el bien último de la vida humana. Recordemos que el gran amor de las letras que se desarrolló en el Occidente cristiano nacía precisamente del deseo de buscar a Dios. Pues para encontrarle era necesario leer la Escritura, viendo cómo en este relato y culto se integraba todo el Universo. Por eso la búsqueda de Dios llevaba a cultivar todas las artes.

Dos ejemplos concretos, referidos al currículo, nos ayudan a entender la amplitud de esta cuestión. En primer lugar, desde la Eucaristía es claro que el punto integrador de todo es el cuerpo humano. Hacia un cuerpo se dirige todo el rito, que incluye el pan y el vino, donde se aloja el cosmos entero. El estudio del cuerpo humano es, desde este punto de vista, una clave para entender el universo material. En el rito eucarístico el cuerpo humano se ve como lugar de sentido, capaz, tanto de asumir en sí el universo, como de instaurar relaciones entre las personas, relaciones que dan sentido al hombre y a su mundo.

Es esencial a este respecto que el niño entienda la diferencia entre el organismo viviente y el resto de seres inanimados. La distinción entre lo vivo y lo inerte, y la adopción de lo vivo como clave para entender todo el cosmos, es un postulado necesario para la educación en la fe, porque solo de este modo la materia misma puede poseer un lenguaje y, por tanto, referirnos al Creador. Esto supone, ciertamente, distanciarse del modo moderno de entender la ciencia, que ignora esta distinción. La escuela tiene que enseñar cómo, en el siglo XX, la misma ciencia positiva ha conocido cambios de paradigmas que la relativizan como único modo de mirar a lo real. Desde aquí puede comunicarse que nuestras fórmulas científicas nunca llegarán a comprehender todo, y que hemos de verlas como herramientas para buscar órdenes de armonía cada vez más amplios, que siempre superan nuestros esquemas. La pregunta por la religión aparece no como opuesta a la búsqueda de la ciencia, sino como aquella que se refiere al último orden de armonía, que contiene los demás órdenes y, así, los sostiene.

En segundo lugar, junto a las ciencias de la naturaleza, que se dan cita en el cuerpo humano, están las ciencias del lenguaje que se refieren a la vida común. Desde la metáfora de la lengua pueden plantearse las preguntas sobre la contribución al bien común en una sociedad pluricultural y, en muchos sentidos, acultural o anticultural, en cuanto negadora de lo humano. Está, por un lado, la posibilidad de aprender distintas lenguas y, por tanto, distintas tradiciones culturales, lo que solo es posible si uno domina la lengua propia. A la vez se plantea la existencia de modos reducidos o incluso nocivos en que pueden desarrollarse las lenguas, las cuales representan distintas visiones del hombre y del mundo, no todas igualmente buenas. Todo esto es necesario para que la educación permita vivir en una sociedad donde se dan cita no solo muchas culturas, sino también modos contradictorios de entender la cultura.

Se toca así la cuestión de Dios. La lengua, como ambiente comunicativo abierto al sentido, necesita en su centro la palabra “Dios”, que es una parte de toda palabra, pues perderla significa reducir el significado del lenguaje. Sin la palabra “Dios”, en efecto, la lengua ya no media una visión total de la realidad, con el riesgo de reducirlo todo a expresión de una preferencia personal o de un sentimiento, haciendo imposible la comunicación.

Nuestros hijos van a vivir en un ambiente de lenguaje donde ha desaparecido o se quiere hacer desaparecer la palabra “Dios”. Queremos educarles en la tradición católica, donde la palabra “Dios” existe y tiene sentido, y queremos que puedan imaginar también las tradiciones rivales, que entienden de modo distinto la palabra “Dios” o que la niegan. La educación busca transmitirles la capacidad de entender los distintos puntos de vista desde el arraigo en su propia tradición. Esto significa que adquieran capacidad de desvelar la pregunta de fondo a la que los otros puntos de vista responden, y que explican su vitalidad parcial. Y, a la vez, que hayan recibido los recursos que ofrece la tradición cristiana para responder a este punto de vista rival. El objetivo es, por un lado, un sentido fuerte de pertenencia a la propia tradición católica y, a la vez, que esa tradición no se entienda como particularidad cerrada, sino como lugar de apertura máxima a la realidad. Nuestra rica tradición ha mostrado, ante todo, su confianza en Dios como palabra y razón que, al haberse encarnado y asumido la realidad, puede recoger todo lo que hay de verdadero en los demás modos de habitar el mundo.

Querría señalar aún otro aspecto esencial de la presencia de Dios en la educación, que sería necesario desarrollar. La apertura de la vida a Dios encuentra un escollo en la presencia del mal, la cual no solo parece oponerse a la existencia de Dios, sino también a la plenitud de la vida humana. A este respecto, dos claves nos ayudan en la educación. Por una parte, el nexo que existe entre sufrimiento y fecundidad, que ayuda a iluminar el problema del dolor. Por otra, la posibilidad del perdón, que resitúa la cuestión de la culpa ajena y propia a la luz de la esperanza en la reconciliación futura. Ambas claves dicen referencia a la presencia y acción de Dios. La Eucaristía, de hecho, de donde brota la educación en la fe, contiene en su centro el dolor fecundo y la expiación perdonadora del pecado.

Concluimos. La pregunta sobre Dios en la educación no busca solo cómo fomentar la presencia y acción de Dios. Se trata también de comprender que Dios mismo está presente y de que Él mismo actúa. Dios no es solo un tema educativo, sino también un actor de la educación. Y su acción se da en modo privilegiado a través de los pequeños. Educar es acercarse al misterio de una nueva generación, que siempre tiene lugar desde Dios. No es, pues, solo una transmisión de la fe, sino un modo de avivar la propia fe. ¿No fue Samuel, de hecho, quien trajo consigo de nuevo la revelación divina y quien recordó a Elí que Dios no duerme? Elí, es cierto, recibiría de Samuel una noticia mala, el fin de su estirpe, pero la muerte del anciano sacerdote nos hace presentir una esperanza. Pues falleció, no al oír que sus hijos habían perecido, sino solo cuando se le dijo: “fue apresada el Arca de Dios” (1Sam 4,17). Le despertaron de sus sueños, como a todo padre, las preguntas mismas del hijo que, al contrario que los ídolos, tiene boca y habla.

Nuestro recorrido se puede resumir volviendo a la historia de Samuel. Según Dionisio el Cartujano las tres veces que el Señor llamó a Samuel corresponden a sus tres unciones, como profeta, juez, sacerdote. Lo de juez se aplica al conocimiento de la verdad (razón); lo de profeta, a la narración que estructura la vida (relatos); lo de sacerdote, a los ritos donde se transforman los afectos y se forja el obrar. A esto podemos añadir que las tres “erres” de que hemos hablado se transforman, pensando en el nombre de Samuel, en tres “eses”. En efecto, del relato individual hay que pasar a la saga, donde contamos juntos una historia común. De la razón que conoce y conecta, hay que pasar a la sabiduría, que ve todo desde la plenitud de Dios, fin último del cosmos. Y del rito hay que pasar al sacramento, que extiende la celebración al resto de la vida. Como educadores podemos acompañar al hijo durante estas tres llamadas. Pero hay, añadía Dionisio, una cuarta llamada. Le toca al hijo, y de él depende, responder a esta llamada definitiva, la que fraguó la relación de amistad con Dios: “¡Samuel!” “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.


Fuente: humanitas.cl