Mons. ENRIQUE DÍAZ DÍAZ
Bautismo del Señor
Salmo 28: “Te alabamos, Señor”
Hechos 10, 34-38: “Dios ungió con el Espíritu Santo a Jesús de Nazaret”
San Mateo 3, 13-17: “Apenas se bautizó Jesús, vio que el Espíritu Santo descendía sobre él”
Estamos viviendo una situación muy especial, parecería que lo más importante es aparecer, aparentar más que ser. Se consigue deslumbrar con cosas artificiales, desde un cuerpo, un título o una vestimenta. ¿Cuándo aprenderemos que no todo lo que brilla es oro? Desgraciadamente esto también llega al interior de la persona. Se piensa que con estar bautizado se tiene ganado el cielo; que con hacer un sacramento, se obtiene la gracia; que con una oración, obtenemos favores. Y la vida, la relación con Dios y el compromiso cristiano quedan de lado. Hoy, al celebrar el bautismo de Jesús, tenemos la oportunidad de reflexionar qué significa ser bautizado, qué significa ser hijo de Dios y formar parte de esa gran familia llamada Iglesia.
El ciclo de Navidad se cierra con una manifestación más de Jesús: su bautismo. Poco a poco se ha ido delineando el rostro del que será nuestro Salvador y hoy se nos manifiesta de una manera plena y en todo su esplendor: es el Hijo amado de Dios, ungido por el Espíritu y enviado con una misión muy especial que consiste en manifestar a todos los hombres el amor de Dios. Tres características que nos ayudan a reconocer a Jesús en su bautismo pero que al mismo tiempo nos hacen comprender la verdadera esencia del cristiano. Todos somos bautizados en el mismo bautismo de Jesús y nos injertamos en su cuerpo y en su misma misión. Si contemplamos la manifestación que hoy nos ofrecen las lecturas sobre el Mesías y Ungido, podremos comprender la importancia que reviste para nosotros nuestro bautismo que con frecuencia lo hemos reducido a mero ritualismo, costumbre o hasta sólo un acto social. Somos bautizados y cristianos, pero sólo de apariencia y no vivimos en plenitud lo que significa ser cristiano.
La primera característica que se manifiesta de Jesús nos la indica la voz que se escucha una vez bautizado: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”. Voz que se hace eco de las palabras anunciadas por Isaías dirigidas al siervo de Yavé: “Yo el Señor te llamé, te tomé de la mano, te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones”. Son palabras atribuidas y vividas en plenitud por Jesús, pero al ser injertados en Él por medio de nuestro bautismo, son palabras dirigidas también a cada uno de nosotros. Por eso hoy, al sabernos bautizados nos debemos reconocer amados, tomados de la mano y formados con extremo cariño por nuestro Padre Dios. Cada uno de nosotros tenemos un valor incalculable a los ojos de Dios, somos sus hijos amados. Sería la primera actitud del bautizado reconocerse amado de un modo especial por Dios, experimentar su protección y cuidado y vivir plenamente este amor.
San Pedro, sorprendido por la acción del Espíritu Santo, en el libro de los Hechos de los Apóstoles reconoce que Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret que pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos. Es la misión que el Espíritu encomienda a Jesús y la misma misión que se encomienda a todo bautizado. Isaías lo recalca en la misión del siervo: “Promoverá con firmeza la justicia, no titubeará ni se doblegará hasta no haber establecido el derecho sobre la tierra… Te he constituido luz de las naciones para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”. Así el bautismo no es solamente una boleta o un certificado, ni el pretexto para una fiesta social, sino un grave compromiso que asumimos para trabajar en la construcción de una sociedad que viva en justicia y en paz. Qué tristeza que en un país donde casi todos somos bautizados en una u otra denominación, las tinieblas, la injusticia y la mentira pongan sus reales, como si nuestro bautismo sólo hubiera sido de apariencia. Tendremos que vivirlo en nuestro interior con todas sus consecuencias. Un bautizado tiene que ser un enamorado de la justicia y un hombre de esperanza. Por eso se afirma que no romperá la caña resquebrajada, ni apagará la mecha que aún humea. El verdadero cristiano, teniendo en Cristo su roca firme, siempre buscará los caminos de una esperanza que despierte la fe y sostenga la lucha que busca la justicia y la verdad. Junto a los más pobres y desamparados está llamado a sostener la luz en este mundo de tinieblas.
Si Cristo vino a romper todos los muros que dividían a la humanidad y con su cruz rompió las cadenas que separaban los pueblos, si San Pedro reconoce que Dios no tiene acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, ¿por qué nosotros hemos hecho del bautismo un rito desabrido que se vive individualmente y que solamente sirve como documento de pertenencia o, peor, de separación de los demás? Por medio del bautismo entramos a formar parte de esa gran comunidad llamada Iglesia, empezamos a ser parte del sueño de Jesús de unir a todos los hombres en una sola familia, y nos injertamos en el Cuerpo de Jesús para ser miembros activos que se interesan unos por otros, que sienten el dolor y la alegría de los otros miembros, que se alegran o entristecen con los hermanos que pasan a ser carne de su carne y espíritu de su espíritu.
¿Qué hemos hecho del bautismo? ¿Reconocemos el gran compromiso, la gran dignidad y la bella misión que en el bautismo hemos adquirido? Al contemplar a Jesús siendo bautizado, escuchemos con atención cada una de las palabras dirigidas a Jesús y dirigidas a nosotros y reflexionemos en la grandeza de nuestro propio bautismo.
Dios, Padre Bueno, que proclamaste que Cristo era tu Hijo amado, ungido por el Espíritu, concede a tus hijos, renacidos también por el agua y el Espíritu, reconocer su dignidad de bautizados, asumir la misión de siervos y construir tu gran familia humana. Amén.