El Papa el Domingo de la Palabra de Dios
«Comenzó Jesús a predicar» (Mt 4,17). Así el evangelista Mateo introduce el ministerio de Jesús. Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos, con sus palabras y con su vida. En este primer Domingo de la Palabra de Dios vayamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Nos ayuda el Evangelio de hoy (Mt 4,12-23), que nos dice cómo, dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.
1. ¿Cómo inició? Con una frase muy sencilla: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: decirnos que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué significa? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, o su modo de reinar, de relacionarse con nosotros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca, que Dios está cerca. Es la novedad, el primer mensaje: Dios no es lejano, el que habita en los cielos bajó a la tierra, se hizo hombre. Quitó las barreras, eliminó las distancias. No es merito nuestro: Él bajó, vino a nuestro encuentro. Y esa cercanía de Dios a su pueblo es una costumbre suya, desde el inicio, también en el Antiguo Testamento. Decía al pueblo: “Piensa: qué pueblo tiene sus dioses tan cerca, como yo lo estoy de ti” (cfr. Dt 4,7). Y esa cercanía se hizo carne en Jesús.
Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humanidad, porque se toma lo que se ama. Y Dios tomó nuestra humanidad porque nos ama y gratuitamente nos quiere dar esa salvación que solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.
Entonces entendemos la invitación de Jesús: “Convertíos”, o “cambiad de vida”. Cambiad de vida porque ha iniciado un modo nuevo de vivir: se acabó el tiempo de vivir para uno mismo, y comenzó el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús te repite hoy también: “¡Ánimo, estoy cerca, déjame sitio y tu vida cambiará!”. Jesús llama a la puerta. Por eso el Señor te da su Palabra, para que la acojas como la carta de amor que ha escrito para ti, para hacerte sentir que está a tu lado. Su Palabra nos consuela y anima. Al mismo tiempo provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene ese poder: de cambiar la vida, de hacer pasar de la oscuridad a la luz. Esa es la fuerza de su Palabra.
2. Si vemos donde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que inició precisamente por las regiones entonces consideradas “oscuras”. La primera Lectura y el Evangelio nos hablan de los que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes de la «tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4,15-16; cfr. Is 8,23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús empezó a predicar era llamada así porque estaba habitada por gentes diversas y resultaba una verdadera y auténtica mezcla de pueblos, lenguas y culturas. De hecho, estaba la Vía del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: no era precisamente el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo, Jesús comenzó por allí: no desde el atrio del templo de Jerusalén, sino desde la parte opuesta del País, Galilea de los gentiles, un lugar de frontera. Comenzó por una periferia.
Podemos captar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, esterilizados, seguros. Viene a nuestras complejidades, a nuestras oscuridades. Hoy como entonces Dios desea visitar esos lugares donde pensamos que Él no llega. En cambio, cuántas veces somos nosotros los que cerramos la puerta, prefiriendo tener escondidas nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros, mientras vamos al Señor con alguna oración formal, estando atentos a que su verdad no nos sacuda por dentro. Y eso es una hipocresía escondida. Pero Jesús, dice hoy el Evangelio, «recorría toda Galilea, […] proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (v. 23): atravesaba toda aquella región multiforme y compleja. Del mismo modo no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que solo su perdón nos cura, solo su presencia nos transforma, solo su Palabra nos renueva. A Él que recorrió la Vía del mar, abramos nuestras vías más tortuosas −esas que tenemos dentro y que no queremos ver o escondemos−, dejemos entrar en nosotros su Palabra, que es «viva y eficaz, […] y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12).
3. Finalmente, ¿a quién comenzó a hablar Jesús? El Evangelio dice que «pasando junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos […] que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores: no personas cuidadosamente seleccionadas según sus capacidades u hombres piadosos que estaban en el templo rezando, sino gente común que trabajaba.
Notamos lo que Jesús les dijo: os haré pescadores de hombres. Habla a pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Les atrae a partir de su vida: los llama donde están y como son, para implicarlos en su misma misión. «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente? Simplemente porque se sintieron atraídos. No fueron veloces y prontos por haber recibido una orden, sino porque fueron atraídos por el amor. Para seguir a Jesús no bastan las buenas intenciones, hay que escuchar cada día su llamada. Solo Él, que nos conoce y nos ama a fondo, nos hace salir al mar de la vida. Como hizo con aquellos discípulos que lo escucharon.
Por eso necesitamos su Palabra: escuchar, en medio de las mil palabras de cada día, sola esa Palabra que no nos habla de cosas, sino que nos habla de vida.
Queridos hermanos y hermanas, ¡dejemos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios! Leamos diariamente algún versículo de la Biblia. Comencemos por el Evangelio: tengámoslo abierto en la cómoda de casa, llevémoslo en el bolsillo con nosotros y en el bolso, veámoslo en el móvil, dejemos que cada día nos inspire. Descubriremos que Dios está cerca, que ilumina nuestras tinieblas y que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida.