Rafael María de Balbín
¡Qué gran importancia tiene la vida ordinaria y cotidiana de tantos y tantos millones de personas, desde que el Hijo de Dios hecho hombre, quiso asumirla como parte de su misión redentora!
Al octavo día de su nacimiento Jesús fue circuncidado, siguiendo la prescripción de la Ley, señal de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. No quiso eximirse de este cumplimiento, que pertenecía a un orden ya caduco. Al cabo de un tiempo es su Epifanía, manifestación a los paganos, cuando es adorado por unos magos venidos de Oriente (Mt 2, 1). Es como un anticipo de la futura propagación universal del Evangelio, entre gentes de todas las razas, culturas, naciones y tiempos. Las promesas y la Alianza de Dios con los israelitas van a hacerse extensivas a toda la humanidad.
A los cuarenta días de la Navidad Jesús es presentado en el Templo, tal como también la Antigua Ley establecía que se hiciera con el hijo primer nacido. Allí el anciano Simeón lo reconoce como el Mesías anunciado por los profetas, que será luz de las naciones y gloria de Israel, a la vez que signo de contradicción. “La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado ante todos los pueblos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529).
Cuando el rey Herodes ordena matar a todos los niños inocentes de Belén y sus alrededores, Jesús tiene que huir a Egipto, llevado por José y por María. Es la persecución y el sufrimiento que le acompañarán a lo largo de toda su vida, encaminada totalmente a nuestra salvación. Cuando regresa de Egipto, como antaño Moisés, lo hace para liberar también a su pueblo: pero éste son ya todos los hombres, y la liberación no es simplemente de la esclavitud del faraón, sino del pecado y de la muerte eterna.
En Nazaret vivió los largos años de lo que se ha llamado la vida oculta, pero no porque Jesús ocultara nada, sino por la perfecta naturalidad que la caracteriza, y hace que su misión pasa desapercibida, por el momento, a sus coterráneos. ¡Qué gran importancia tiene la vida ordinaria y cotidiana de tantos y tantos millones de personas, desde que el Hijo de Dios hecho hombre, quiso asumirla como parte de su misión redentora! “Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf Gál 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 51-52)” (Catecismo…, n. 531). Se entiende que este crecimiento, este perfeccionamiento paulatino se refiere a su humanidad, puesto que en cuanto Dios Cristo es perfecto y no hay crecimiento posible.
Jesús vino a la tierra a cumplir en todo la voluntad de su Padre celestial y a redimirnos del pecado a través del amor y de la obediencia. “Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: «No se haga mi voluntad…» (Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf Rom 5, 19)” (Catecismo…, n. 532).
La consideración de la vida oculta de Jesús permite a todos los cristianos apreciar el valor que tiene, a los ojos de Dios, la sucesión de acontecimientos ordinarios que forman la trama de la vida del hombre común. Tal como lo expresaba el Papa San Pablo VI en Nazaret (Discurso, 5 enero 1964): “Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio… Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable… Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable… Una lección de trabajo. Nazaret, oh casa del «Hijo del Carpintero», aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano…; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino”.
El trabajo diario, desde el momento en que fue asumido por Cristo, adquiere una relevancia muy especial en la vida de todo hombre o mujer que busquen hacer de su vida algo que valga la pena a los ojos de Dios. “Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la Voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales −a manifestar su dimensión divina− y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei” (San Josemaría Escrivá. Conversaciones, n. 10).
El último episodio de aquellos años de vida ordinaria es el que narra San Lucas (2, 41-52) del hallazgo de Jesús en el Templo de Jerusalén por María y José. Allí Jesús les manifiesta con toda claridad su total dedicación a la misión salvadora encomendada por su Padre, más allá de todos los lazos de afecto familiar y de obediencia humana: «¿No sabíais que me debo a los asuntos de mi Padre?”. Y aunque ellos en un primer momento no comprendieron, lo aceptaron con aquella fe con la que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón».