El Papa ayer en Santa Marta
La primera Lectura (1Jn 4,19-5,4) gira toda en torno al amor. El apóstol ha entendido lo que es el amor, lo ha experimentado y, entrando en el corazón de Jesús, ha comprendido cómo se ha manifestado. En su Carta nos dice cómo se ama y cómo hemos sido amados. Y hay dos afirmaciones claras. La primera es el fundamento del amor: “Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”. El principio del amor viene de Él. Yo empiezo a amar, o puedo comenzar a amar, porque sé que Él me amó primero. Si Él no nos hubiese amado ciertamente nosotros no podríamos amar. Por ejemplo, si un niño recién nacido, de pocos días, pudiese hablar, explicaría esta realidad: “Me siento amado por mis padres”. Y eso que hacen los padres con el niño es lo que Dios ha hecho con nosotros: nos ha amado primero. Y eso hace nacer y crecer nuestra capacidad de amar. Esta es una definición clara del amor: “Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”.
La segunda cosa que el apóstol dice, sin medias palabras, es esta: “Si alguno dice: «amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso”. Juan no dice que es un maleducado, o uno que se equivoca; dice “mentiroso”, y nosotros debemos aprender esto. “Yo amo a Dios, rezo, entro en éxtasis… y luego descarto a los demás, odio a otros o simplemente no los amo, o soy indiferente a los demás…”. No dice: “te equivocas”, dice “eres mentiroso”. Y esa palabra en la Biblia es clara, porque ser mentiroso es precisamente el modo de ser del diablo: el Gran Mentiroso, nos dice el Nuevo Testamento, es el padre de la mentira. Esa es la definición de Satanás que nos da la Biblia. Y si tú dices que amas a Dios y odias a tu hermano, estás de la otra parte: eres un mentiroso. En esto no hay concesiones. Muchos pueden encontrar justificaciones para no amar, alguno puede decir: “Yo no odio, Padre, pero hay tanta gente que me hace daño o que yo no puedo aceptar porque es maleducada o es bruta”. Pues Juan escribe: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. Si no eres capaz de amar a la gente, desde los más cercanos a los más lejanos con los que vives, no puedes decir que amas a Dios: eres un mentiroso.
Y no es solo el sentimiento de odio, también puede ser la voluntad de no mezclarse en las cosas de los demás. Y eso no es bueno, porque el amor se expresa haciendo el bien. Si una persona dice: “Yo, para estar limpio, solo bebo agua destilada”: ¡morirá!, porque no sirve para la vida. El verdadero amor no es agua destilada: es el agua de todos los días, con sus problemas, sus afectos, sus amores y sus odios…, es eso. Amar lo concreto, el amor concreto: no un amor de laboratorio. Esto nos enseña el Apóstol con estas definiciones tan claras. Así pues, hay un modo de no amar a Dios ni amar al prójimo un poco escondido, que es la indiferencia. “No, yo no quiero eso: yo quiero agua destilada. No me mezclo con los problemas de los demás”. Tú debes, para ayudar, para rezar. San Alberto Hurtado decía: “No hacer el mal está bien; pero no hacer el bien, está mal”. El amor auténtico debe llevar a hacer el bien, a ensuciarse las manos en las obras de amor.
No es fácil, pero por el camino de la fe existe la posibilidad de vencer al mundo, la mentalidad del mundo que nos impide amar. Ese es el camino, ahí no entran los indiferentes, esos que se lavan las manos de los problemas, los que no quieren mezclarse en los problemas para ayudar, para hacer el bien; no entran los falsos místicos, los del corazón destilado como el agua, que dicen que aman a Dios pero prescinden de amar al prójimo. Que el Señor nos enseñe estas verdades: la seguridad de haber sido amado primero y el valor de amar a los hermanos.