José Antonio García-Prieto Segura
Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención
De nuevo vemos ensombrecida la Fiesta del 1 de Mayo, por los miles de empleos desaparecidos con la pandemia. El contraste entre la alegría de festejar algo gozoso, y la pena de verlo hoy tan malparado, prueba su vital importancia. Recuerdo, siendo pequeño, el comentario de muchos que iban a pagar a mi padre la “iguala médica”, germen del actual seguro de enfermedad; decían: “Bueno, lo importante es que Dios nos dé salud y trabajo”.
Urge recuperar tantísimas pérdidas de empleo, pero como no deben enfrentarse lo urgente y lo importante, recordaré algunos aspectos que confieren al trabajo su máxima dignidad; son tan radicales que tocan lo religioso. ¡Vaya, “con lo religioso hemos topado”! cabría pensar, remedando torpemente a Cervantes. Pero así es porque, del mismo modo que no se entendería la razón de ser de un árbol sin sus raíces, ni la de un invento sin conocer el por qué y para qué de quien lo ha ingeniado, tampoco el sentido del trabajo si ignorásemos Quién y por qué lo ha querido consustancial al hombre. Haré consideraciones de corte teológico, formuladas desde la fe cristiana, pero abiertas a todos.
Para ir a los fundamentos nos ayudará la pregunta graciosa de un niño: Oye, papá, ¿qué hace Dios cuando termina de trabajar? Ignoro la respuesta del padre y qué pasaría por la mente del crío para tal ocurrencia; pero a mí me hizo pensar, y a una persona mayor le respondería en estos términos: Mira, Dios nunca deja de trabajar, porque lo que nosotros entendemos por trabajar, para Dios es propiamente “amar” y Él siempre ama. En otras palabras: en la vida de las Tres personas divinas, solo se ama y, en rigor, no se trabaja. Trataré de explicarme.
Lo que nosotros entendemos por “trabajar”, en Dios se identifica y es lo mismo que amar, porque Dios es amor (I Jn 4, 7). No trabaja como lo hacemos nosotros, ni lo hace en el sentido que damos al trabajo: como actividad que tiende a transformar algo y crear riqueza, sea material, intelectual, etc.. Dios no tiene semejante necesidad; y lo que le movió a crear fue el deseo de comunicar fuera de su vida íntima, lo mejor que ellos hacían eternamente: amar, amarse, como Personas distintas en el Único Dios. Así lo dice santo Tomás de Aquino y recoge el Catecismo: de Dios, “abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas” (CIC, n. 293)
Por eso, para toda persona son vitales las realidades del trabajo y del amor, entendido este último en sentido aristotélico: como aquello que nos hace querer para otros lo que es bueno para uno mismo, y nos lleva a hacerles partícipes de ello. Así piensan y aman los padres. En el fondo, “imitan” a Dios cuando al dar vida al primer hombre, como varón y mujer -iguales en dignidad, diversos en su complementariedad-, les asignó una tarea: la misma que Dios, al crearlos y antes de hacerlo, había realizado desde la eternidad: la de amar.
El Génesis, con lenguaje gráfico, narra la creación como un trabajo divino, hasta llegar al hombre. Y entonces aparece la grandeza del trabajo: como llamada al hombre, para que colabore con Dios, en su Amor-providente de cuanto ha creado. Propiamente no lo crea para trabajar, sin más; sino para que ame cuando trabaja -como hizo Dios al crearlo-, y para que trabaje amando lo creado, como hace Dios con su Providencia. Por su claridad, vale la pena trascribir este punto del Catecismo de la Iglesia:
“Signo de la familiaridad (del hombre) con Dios es el hecho de que Dios lo coloca en el jardín (cf. Gn 2,8). Vive allí ‘para cultivar la tierra y guardarla’ (Gn 2,15): el trabajo no le es penoso (cf. Gn 3,17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible.” (CIC, n. 378). Y así han ido surgiendo la infinidad de trabajos que conocemos.
El papa Francisco lo ha recordado: “La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea” (Con corazón de padre, n. 6). Y san Josemaría ensalza el trabajo en estos términos: “Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio (…). Por eso (…) no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor.” (Es Cristo que pasa, n. 48).
Quedó máximamente enaltecido cuando Cristo mismo lo asumió: “El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.” (Catecismo, n. 470). Trabajó junto a san “José obrero” cuya fiesta celebra la Iglesia el primero de Mayo: “un carpintero que trabajaba honestamente (…). De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo.” (Francisco, Con corazón de padre, n. 6).
Desearía que las consideraciones expuestas no sonaran a “músicas celestiales”, sino que fuesen un acicate más para empeñarnos en resolver la desgracia humana y espiritual que supone carecer de trabajo. El papa Francisco lo ha expresado así: “La crisis de nuestro tiempo, que es económica, social, cultural y espiritual, puede representar para todos una llamada a redescubrir el significado, la importancia y la necesidad del trabajo para dar lugar a una nueva ‘normalidad’ en la que nadie quede excluido. (…) La pérdida de trabajo que afecta a tantos (…), debe ser una llamada a revisar nuestras prioridades” (Con corazón de padre, n. 6). En esta tarea, cada uno tratará de poner su granito de arena según sus posibilidades.
Agradezco al lector su paciencia por haber llegado hasta aquí. Si desea ponerla a prueba de nuevo, anímese a leer un próximo artículo que bien podría titularse algo así: “Fiesta del trabajo: cuando Dios trabajó con manos de hombre”.
Proseguimos hablando del trabajo que, para los creyentes, ha tenido un singular protagonista al haberlo ennoblecido con sus “manos divinas” y también “humanas”. Nos referimos, respectivamente, a la persona de Dios-Padre y a la de su Hijo encarnado: Cristo. Pero ¿hay “manos divinas”? Cabe afirmarlo cuando leemos en el Génesis: Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida” (Gén 2, 7). Con lenguaje inspirado en el oficio del alfarero, imaginamos a Dios-Padre, modelando al hombre; pero no Él solo, sino con su Hijo y su Espíritu, como si fueran sus “manos divinas”. Y los Tres confían al hombre -varón y mujer- desarrollar las potencialidades de la creación, que “no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada ‘en estado de vía’ (…) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó” (Catecismo de la Iglesia, n. 302).
Dios mismo, en Cristo, se nos ofrece como modelo perfecto en esa misión. Su trabajo tenía dimensiones humanas cuando, en Nazaret, laboraba para sus paisanos; y a la vez motivaciones divinas para gloria de su Padre celestial y redención nuestra. Lo dice él dirigiéndose al Padre: Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera (Jn 17, 4). El Catecismo lo expresa así: “Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo” (n. 517). En Nazaret, pues, al trabajar la madera con sus manos, y en el Calvario al dejárselas clavar en el madero de la cruz.
El trabajo creador fue perfecto:Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho (Gen 1, 31) Lo mismo el de Cristo, como decía la gente: Todo lo ha hecho bien (Mc 7, 31) ¿Dónde está el secreto para que también nuestro trabajo merezca igual comentario? Sugeriría tres condiciones que, a modo de pilares de un trípode, lo sustenten y hagan digno de Dios.
La primera atañe a la tarea concreta, en sí misma considerada: es decir, que resulte valiosa, “competitiva” diríamos hoy, porque nadie que se precie hace trabajos impresentables, ya sea confeccionar un menú, proyectar un rascacielos o lo que fuere. Sin duda, los trabajos salidos del taller de Nazaret o los hechos en las casas de sus vecinos, más de una vez, suscitarían comentarios elogiosos.
Una segunda condición afecta al entorno humano, a las personas por y para quienes se trabaja. Por bueno que un trabajo sea, si no vaya acompañado de cercanía humana, perdería uno de los pilares de la obra perfecta. Un amigo, catedrático de Medicina, me decía que al impartir un seminario de ética médica, en la primera clase presentaba el caso de un estudiante, publicado en una revista americana. Transcribo parte del relato:
“… A medianoche, un sábado de mucho trabajo, trajeron a urgencias a una chica que había intentado suicidarse cortándose la arteria radial. Le pusimos un torniquete, canulamos una vena (…), transfundimos sangre. Una vez estabilizada, vino el residente de cirugía y tuve que ayudarle. Me daba lástima ver el desaliento en la cara y en los ojos de la muchacha. (…) A ratos sollozaba y decía que la vida era un asco (…). De pronto, el residente le dijo: La próxima vez, ¿por qué no te tiras desde el puente? Y deja de lloriquear. No lo aguanto. Al oír eso, me quedé mudo… El residente, con gran destreza, terminó de reparar la arteria y se marchó sin decir palabra. Intenté consolar a la chica. Le dije que el hombre estaba agotado, que había tenido demasiado trabajo…”. El suceso habla por sí solo: impecable trabajo médico, empobrecido por el deplorable comportamiento humano.
Un tercer pilar del buen trabajo sería la motivación de quien lo realiza. Aquí, el protagonista es el amor, en una escala que va desde hacer algo “por amor al arte” -todo enamorado de su trabajo-, hasta la motivación suprema: hacerlo por amor a Dios. Entre esos extremos tenemos otros amores que también lo inspiran: muy en primer lugar la familia por y para quien trabajamos. Respetada la jerarquía, son todos amores incluyentes.
Viene a mi recuerdo un comentario de san Josemaría, a propósito de “motivación suprema”. Terminadas unas obras de albañilería, realizábamos una primera limpieza; espátula en mano, quitaba pequeños trocitos de cemento adheridos al suelo. Llegó en aquellos momentos y desde lejos me preguntó: ¿Qué estás haciendo, hijo mío? Apenas tuve tiempo de contestarle porque al aproximarse un poco más y ver la pequeñez de mi ocupación, comentó con espontaneidad: Mira: eso que haces es una insignificancia, pero si pones amor de Dios, ¡tiene mucho valor! Difícilmente haya tarea más exigua que la que estaba haciendo; anima pensar que a Dios le bastan pequeñeces para agradarle y, a la vez, engrandecer menudencias. Lo ha dicho el mismo Jesús: Cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa (Mc 9, 41). El principio rector de todas las acciones en la vida de Cristo fue ese: su amor al Padre y, por Él, a todos nosotros. Decía que su alimento era querer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34).
En el Museo Hermitage, un óleo de G. van Honthorst que tituló “La infancia de Cristo”, sería buen logotipo para este artículo. Representa el taller de Nazaret, al anochecer. Un Jesús, como de doce años, vela en mano, alumbra la tarea de José que, empuñando escoplo y martillo, trabaja un madero. Aquella obra saldría perfecta porque pensaría también en el sustento para Jesús y su Madre; y, sin olvidar al cliente para quien trabajase, lo primero sería el amor a Dios-Padre por haberle confiado semejante tarea, junto al Hijo que le estaba ayudando.
José Antonio García-Prieto Segura, en religion.elconfidencialdigital.com