El Papa ayer en la Audiencia General
Catequesis 33.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estoy contento de retomar este encuentro cara a cara, porque os digo algo: no es bonito hablar delante de la nada, de una cámara. No es bonito. Y ahora, después de tantos meses, gracias a la valentía de monseñor Sapienza —que ha dicho: “¡No, lo hacemos allí!”— estamos aquí reunidos. ¡Es bueno monseñor Sapienza! Y encontrar la gente, y encontraros a vosotros, cada uno con su propia historia, gente que viene de todas las partes, de Italia, de Estados Unidos, de Colombia, después ese pequeño equipo de fútbol de cuarto hermanos suizos —creo— que están allí… cuatro. Falta la hermana, esperemos que llegue… Y veros a cada uno de vosotros a mí me alegra, porque somos todos hermanos en el Señor y mirarnos nos ayuda a rezar el uno por el otro. También la gente que está lejos pero siempre se hace cercana. La hermana sor Geneviève, que no puede faltar, que viene del Lunapark, gente que trabaja: son muchos y están aquí todos. Gracias por vuestra presencia y vuestra visita. Llevad el mensaje del Papa a todos. El mensaje del Papa es que yo rezo por todos, y pido rezar por mí unidos en la oración.
Y hablando de la oración, la oración cristiana, como toda la vida cristiana, no es “como dar un paseo”. Ninguno de los grandes orantes que encontramos en la Biblia y en la historia de la Iglesia ha tenido una oración “cómoda”. Sí, se puede rezar como los loros —bla, bla, bla, bla, bla— pero esto no es oración. La oración ciertamente dona una gran paz, pero a través de un combate interior, a veces duro, que puede acompañar también periodos largos de la vida. Rezar no es algo fácil y por eso nosotros escapamos de la oración. Cada vez que queremos hacerlo, enseguida nos vienen a la mente muchas otras actividades, que en ese momento parecen más importantes y más urgentes. Esto me sucede también a mí: voy a rezar un poco… Y no, debo hacer esto y lo otro… Nosotros huimos de la oración, no sé por qué, pero es así. Casi siempre, después de haber pospuesto la oración, nos damos cuenta de que esas cosas no eran en absoluto esenciales, y que quizá hemos perdido el tiempo. El Enemigo nos engaña así.
Todos los hombres y las mujeres de Dios mencionan no solamente la alegría de la oración, sino también la molestia y la fatiga que puede causar: en algunos momentos es una dura lucha mantener la fe en los tiempos y en las formas de la oración. Algún santo la ha llevado adelante durante años sin sentir ningún gusto, sin percibir la utilidad. El silencio, la oración, la concentración son ejercicios difíciles, y alguna vez la naturaleza humana se rebela. Preferiríamos estar en cualquier otra parte del mundo, pero no ahí, en ese banco de la iglesia rezando. Quien quiere rezar debe recordar que la fe no es fácil, y alguna vez procede en una oscuridad casi total, sin puntos de referencia. Hay momentos de la vida de fe que son oscuros y por esto algún santo los llama: “La noche oscura”, porque no se siente nada. Pero yo sigo rezando.
El Catecismo enumera una larga serie de enemigos de la oración, los que hacen difícil rezar, que ponen dificultades (cfr. nn. 2726-2728). Algunos dudan de que esta pueda alcanzar verdaderamente al Omnipotente: ¿pero por qué está Dios en silencio? Si Dios es Omnipotente, podría decir dos palabras y terminar la historia. Ante lo inaprensible de lo divino, otros sospechan que la oración sea una mera operación psicológica; algo que quizá es útil, pero no verdadera ni necesaria: y se podría incluso ser practicantes sin ser creyentes. Y así sucesivamente, muchas explicaciones.
Los peores enemigos de la oración están dentro de nosotros. El Catecismo los llama así: “desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes”, decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc.” (n. 2728). Se trata claramente de una lista resumida, que podría ser ampliada.
¿Qué hacer en el tiempo de la tentación, cuando todo parece vacilar? Si exploramos la historia de la espiritualidad, notamos enseguida cómo los maestros del alma tenían bien clara la situación que hemos descrito. Para superarla, cada uno de ellos ofreció alguna contribución: una palabra de sabiduría, o una sugerencia para afrontar los tiempos llenos de dificultad. No se trata de teorías elaboradas en la mesa, no, sino consejos nacidos de la experiencia, que muestran la importancia de resistir y de perseverar en la oración.
Sería interesante repasar al menos algunos de estos consejos, porque cada uno merece ser profundizado. Por ejemplo, los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola son un libro de gran sabiduría, que enseña a poner en orden la propia vida. Hace entender que la vocación cristiana es militancia, es decisión de estar bajo la bandera de Jesucristo y no bajo la del diablo, tratando de hacer el bien también cuando se vuelve difícil.
En los tiempos de prueba está bien recordar que no estamos solos, que alguien vela a nuestro lado y nos protege. También San Antonio abad, el fundador del monacato cristiano, en Egipto, afrontó momentos terribles, en los que la oración se transformaba en dura lucha. Su biógrafo San Atanasio, obispo de Alejandría, narra que uno de los peores episodios le sucedió al Santo ermitaño en torno a los treinta y cinco años, mediana edad que para muchos conlleva una crisis. Antonio fue turbado por esa prueba, pero resistió. Cuando finalmente volvió a la serenidad, se dirigió a su Señor con un tono casi de reproche: “¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste enseguida a poner fin a mis sufrimientos?”. Y Jesús respondió: “Antonio, yo estaba allí. Pero esperaba verte combatir” (Vida de Antonio, 10).
Combatir en la oración. Y muchas veces la oración es un combate. Me viene a la memoria una cosa que viví de cerca, cuando estaba en la otra diócesis. Había una pareja que tenía una hija de nueve años, con una enfermedad que los médicos no sabían lo que era. Y al final, en el hospital, el médico dijo a la madre: “Señora, llame a su marido”. Y el marido estaba en el trabajo; eran obreros, trabajando todos los días. Y dijo al padre: “La niña no pasará de esta noche. Es una infección, no podemos hacer nada”. Ese hombre, quizá no iba todos los domingos a misa, pero tenía una fe grande. Salió llorando, dejó a la mujer allí con la niña en el hospital, tomó el tren e hizo los setenta kilómetros de distancia hacia la Basílica de la Virgen de Luján, la patrona de Argentina. Y allí —la basílica estaba ya cerrada, eran casi las diez de la noche— él se aferró a las rejas de la Basílica y toda la noche rezando a la Virgen, combatiendo por la salud de la hija. Esta no es una fantasía, ¡yo lo he visto! Lo he vivido yo. Combatiendo ese hombre allí. Al final, a las seis de la mañana, se abrió la iglesia y él entró a saludar a la Virgen: toda la noche “combatiendo”, y después volvió a casa. Cuando llegó, buscó a su mujer, pero no la encontró y pensó: “Se ha ido. No, la Virgen no puede hacerme esto”. Después la encontró, sonriente que decía: “No sé qué ha pasado; los médicos dicen que ha cambiado así y que ahora está curada”. Ese hombre luchando con la oración ha obtenido la gracia de la Virgen. La Virgen le ha escuchado. Y esto lo he visto yo: la oración hace milagros, porque la oración va precisamente al centro de la ternura de Dios que nos ama como un padre. Y cuando no se cumple la gracia, hará otra que después veremos con el tiempo. Pero siempre es necesario el combate en la oración para pedir la gracia. Sí, a veces nosotros pedimos una gracia que necesitamos, pero la pedimos así, sin ganas, sin combatir, pero no se piden así las cosas serias. La oración es un combate y el Señor siempre está con nosotros.
Si en un momento de ceguera no logramos ver su presencia, lo lograremos en un futuro. Nos sucederá también a nosotros repetir la misma frase que dijo un día el patriarca Jacob: “¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!” (Gen 28,16). Al final de nuestra vida, mirando hacia atrás, también nosotros podremos decir: “Pensaba que estaba solo, pero no, no lo estaba: Jesús estaba conmigo”. Todos podremos decir esto.