San Josemaría Escrivá de Balaguer
A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.
En el artículo que recogemos a continuación el Fundador del Opus Dei expone la riqueza teológica que encierran algunos de los títulos con los que la Iglesia ha honrado a la Virgen a lo largo de los tiempos.
La teología ha ideado en los siglos pasados una sentencia que resume el amor de los cristianos a la Madre de Dios: de Maria, nunquam satis, nunca podremos excedernos en hablar y escribir sobre la dignidad de la que dio su carne y su sangre a la Segunda Persona de la Trinidad Santísima. Hago mía una vez más esa expresión, mientras redacto estas páginas sobre la Virgen del Pilar.
Los temas se acumulan en el corazón y en la memoria. Por un lado, la historia de una maravillosa advocación mariana, tan ligada al inicio de la evangelización de España; los milagros realizados en la tierra aragonesa por las manos de María; la maternal protección de Nuestra Señora a todos los que han acudido y acuden, desde el mundo entero, a este santuario de la misericordia divina. Por otro lado, mis recuerdos personales.
La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias. En marzo de 1925 celebré mi primera Misa en la Santa Capilla. A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! —le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño—, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.
He tenido luego muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre.
Pero no vamos a tratar ni de la historia de la advocación a la Virgen del Pilar —conocida por todos, constantemente relatada, transmitida por siglos de padres a hijos—, ni de mis recuerdos personales. Me gusta vivir ese buen pudor que reserva las cosas profundas del alma a la intimidad entre el hombre y su Padre Dios, entre el niño que ha de intentar ser todo cristiano y la Madre que lo aprieta siempre en sus brazos. Desearía, en cambio, que estas manifestaciones mías sobre la Virgen del Pilar fueran una ocasión para que considerásemos algunos puntos de la fe de la Iglesia sobre María, y algunas de las devociones con las que el pueblo fiel la ha honrado a lo largo de los tiempos, y la sigue honrando con cariño filial.
María se llama Madre de Dios porque Ella concibió y de Ella nació el Verbo hecho carne. Este dogma de la Maternidad divina de Nuestra Señora constituye la fuente y la raíz de los privilegios con que el Señor decidió adornarla. María es la Santa Virgen, antes del parto, en el parto y después del parto, como enseña el viejo y amadísimo catecismo de la doctrina cristiana. En Ella se cumplieron las proféticas palabras que el Espíritu Santo puso en boca de Isaías: una virgen concebirá y dará a luz un hijo, será su nombre Emmanuel.
Como preparación a ese portento, Nuestra Señora había sido preservada del pecado original y concebida Inmaculada. Es la llena de gracia, como la saludó San Gabriel. No sólo con muchas gracias, sino llena, con toda la gracia; por eso el Arcángel añade: Dominus tecum, el Señor está en ti, en ti todo el amor de Dios Padre, todo el fuego divino del Espíritu Santo; en ti toma carne el Verbo. En los misterios centrales de nuestra fe cristiana —la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo y la Redención del género humano— participa María, criatura como nosotros, pero ensalzada por encima de los hombres y de los ángeles: más que Ella, sólo Dios.
El cuerpo purísimo de la Madre de Dios no quedó sujeto a la corrupción del sepulcro, ni hubo de esperar su glorificación hasta el fin del mundo. La Inmaculada Virgen, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.
La Iglesia define como dogmas de fe estas verdades fundamentales de la existencia de María: su Maternidad divina, su perpetua Virginidad, su Inmaculada Concepción, su Asunción a los Cielos. Y el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia propone también, a la fe de los cristianos, la doctrina sobre otros privilegios y prerrogativas de Nuestra Señora.
La aclama como Corredentora, Mediadora ante el Señor, indisolublemente unida a su Hijo, único Mediador entre Dios y la humanidad. La intervención de María, su corredención real no puede separarse de la Redención de Cristo. Mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, y allí, no sin designio divino, permaneció en pie, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado.
Viendo Jesús a María y al discípulo amado, que estaba allí, se dirige a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después habla con el discípulo: ahí tienes a tu Madre. Desde aquel momento la recibió el discípulo por suya. Y nosotros por nuestra. Dios nos la entrega como Madre de todos los regenerados en el Bautismo, y convertidos en miembros de Cristo: Madre de la Iglesia entera. Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros unidos a otros miembros, escribe San Pablo. La que es Madre del Cuerpo es Madre de todos los que se incorporan a Cristo, desde el primer brote de la vida sobrenatural, que se inicia en el Bautismo y se robustece con el crecimiento de los dones del Espíritu Santo.
Trasladémonos con la imaginación a Caná, para descubrir otra de las prerrogativas de María. Nuestra Señora pide a su Hijo que remedie aquella triste situación, de un convite de bodas donde no tenían vino. Indica a los criados: haced lo que el os diga. Y Jesús realiza lo que su Madre le había sugerido, con maternal omnipotencia. Si así obró Cristo para ayudar a aquella gente en un problema doméstico, ¿cómo no escuchará a su Madre, cuando María le ruega por todos sus hijos?
Dios quiere conceder a los hombres su gracia, y quiere darla a través de María. Distamos mucho, escribía San Pío X, de atribuir a la Madre de Dios una virtud productora de la gracia sobrenatural, virtud que sólo pertenece a Dios. Sin embargo, puesto que María sobresale por encima de todos en santidad y en unión con Jesucristo, y ha sido asociada por Jesucristo a la obra de la Redención, Ella nos merece de congruo, como dicen los teólogos, lo que Jesucristo nos ha merecido de condigno, y ella es el ministro supremo de la dispensación de las gracias. Ella es la seguridad, Ella es el principio y el asiento de la sabiduría; y Ella, la Virgen Madre, medianera de todas las gracias, es la que nos llevará de la mano hasta su Hijo, Jesús.
La Madre de Cristo, Rey y Señor de todo lo creado, Rey de un reino de vida, de verdad, de santidad, de gracia, de justicia, de amor y de paz, es Reina también del mundo, de los hombres y de los ángeles. Reina que ansía reinar, antes que nada, en los corazones de sus hijos. Así son las madres: no buscan el clamor aparatoso; esperan esas pequeñas manifestaciones de que los hijos no las olvidan, de que el pensamiento y el corazón saltan de gozo —una alegría tranquila, serena, profunda— cuando se piensa en la madre.
Pero los buenos hijos saben entregar a su madre más de lo que pide. ¿Hace falta poner ejemplos, al escribir sobre la Virgen del Pilar? Entre las paredes de este templo —que parecen de piedra y son de amor—, se ha encendido el cariño de muchas generaciones de cristianos. Mi preferencia va a los gestos y a las palabras que han quedado entre cada alma y la Madre de Dios; a esos millones de jaculatorias, de piropos callados, de lágrimas contenidas, de rezos de niños, de tristezas convertidas en gozo al sentir en el alma la caricia amorosa de Nuestra Madre.
El culto a Santa María, las muestras de amor a la Santísima Virgen pertenecen al patrimonio de la Iglesia universal. No puede decirse que sean propias o exclusivas de un determinado país o de una institución religiosa. Se han plasmado en devociones, aprobadas y recomendadas por la Iglesia, unidas a ese tesoro de fe que forman los dogmas y los extraordinarios atributos que acabo brevemente de mencionar.
Para mí, la primera devoción mariana —me gusta verlo así— es la Santa Misa. En la fiesta de la Maternidad, la Iglesia ha recogido esta oración: Oh, Dios, que en la fecunda virginidad de María Santísima has dado a los hombres los tesoros de la salvación eterna, concédenos que experimentemos la intercesión de Aquella por la que hemos sido hechos dignos de acoger al Autor de la vida, Jesucristo.
Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.
El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes —los Reyes Magos— que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre. Pero la vida sobrenatural es rica, variada: en otros instantes, llegaremos a Jesús si pasamos antes por María. Nuestra oración a la Santísima Virgen se convierte así en un itinerario que, poco a poco, nos va acercando al Corazón amabilísimo de Jesucristo.
¿Cómo entender, si no, el Rosario, maravillosa y universal devoción mariana? El Santo Rosario constituye una oración, una plegaria cuajada de actos de fe, de esperanza, de amor, de adoración y de reparación. No me canso nunca de recomendarlo a todos, para que lo recen en sus hogares, que han de ser —como el de Nazaret— focos de noble cariño humano y de amor divino.
Los misterios de gozo recogen cinco escenas entrañables —hablo con terminología ascética clásica— de la Trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Allí se aprende a venerar al Santo Patriarca, Nuestro Padre y Señor, varón recto, justo, delicado. Allí Santa María encarna para nosotros todas las virtudes cristianas: la fe, el amor, la santa esperanza, la humildad, el espíritu de servicio, la obediencia rendida a Dios. Allí nace Dios, de nuevo, pidiendo otra vez posada en el corazón de cada uno.
Así cabría discurrir por los misterios dolorosos y gloriosos, y lo mismo por la explosión de júbilo y de amor que son las letanías. El que recite el Rosario con perseverancia, con sencillez, desde lo hondo de su alma, saboreará cada día esos distintos y maravillosos descubrimientos de los tesoros de gracia que Nuestro Padre tiene preparados para sus hijos.
Es cuestión de amor, no de un sentimiento superficial que necesite el apoyo de la emoción, aunque no rechacemos el fervor sensible, si Dios quiere dárnoslo. Amar a María significa conocerla, tratarla; tratar a María —ya lo he dicho— es también conocer y tratar a su Hijo, penetrarse de su palabra, cuidar, hasta la fidelidad en los detalles, su enseñanza: la fe de nuestra Santa Iglesia Católica.
Pero no debemos preocuparnos si, al principio, existe sólo el buen empeño de rezar, casi maquinalmente, una pequeña plegaria a Nuestra Señora. Cuando esa oración sincera brota de un corazón que, a pesar de los pesares, no ha olvidado los desvelos maternos, Santa María alienta esa frágil brasa y lleva el alma al deseo de formarse en la doctrina de su Hijo. Aquella corta plegaria — el tenue rescoldo cubierto entre las cenizas— se transforma en fuego que quema las miserias personales, capaz de atraer a otros a la luz de Cristo.
Hay muchas devociones marianas, además del rosario, como son muchos los modos de expresar el cariño a nuestra madre de la tierra; unos hijos lo demuestran con un beso; otros, con el regalo de unas flores; otros, con silencios que confían a los ojos la intensidad del afecto. Cosa análoga ocurre con el amor a nuestra Madre del Cielo: abundan las devociones, y no han de estar todas incorporadas en la piedad de cada cristiano. Pero he de asegurar, al mismo tiempo, que no posee la plenitud de la fe el que no revela de alguna manera su amor a María.
En estas páginas, me dirijo especialmente a los millones de cristianos, repartidos por el mundo entero, que invocan a Santa María con el título de Nuestra Señora del Pilar. Al escribirles sobre esta práctica de piedad a la Santísima Virgen, me invade la impresión de vender miel al colmenero. No me atrevo a dar lecciones, cuando me refiero a un lugar donde tanto he aprendido. No busco prosélitos, sino cómplices: compañeros en la bendita tarea de cantar a la Madre de Dios. Pero tampoco puedo dejar de preveniros ante las circunstancias de estos momentos actuales, cuando en la Santa Madre Iglesia suenan voces confusas — digámoslo con la sinceridad de mi tierra; herejías—, que intentan arrancar la verdad de las inteligencias de los fieles.
Escribí cuando era joven —con una convicción cristalizada quizá en aquellos años de mis diarias visitas al Pilar— que a Jesús se va y se vuelve por María. Con esa misma convicción afirmo que no nos ha de extrañar que, los que no desean que los cristianos vayan a Jesús —o que vuelvan a El, si por desgracia lo han perdido—, empiecen silenciando la unión a Nuestra Señora o sosteniendo, como hijos ingratos, que las tradicionales prácticas de piedad están superadas, que pertenecen a una época que se pierde en la historia. Las almas desgraciadas, que alimentan esa confusión, no perciben que quizá involuntariamente cooperan con el enemigo de nuestra salvación, al no recordar aquella sentencia divina: pondré perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo.
Si se abandonan las numerosas devociones marianas, muestras del amor a Nuestra Señora, ¿cómo lograremos los hombres, necesitados siempre de concretar nuestro amor con frases y con gestos, expresar el cariño, la gratitud, la veneración a la que con su fiat —hágase en mí según tu palabra— nos ha convertido en hermanos de Dios y herederos de su gloria?
Si se debilita en el alma del cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a la pérdida del amor de Dios. La Trinidad Santísima dispuso que el Verbo bajara a la tierra, para redimirnos del pecado y restituirnos la condición sobrenatural de los hijos de Dios; y para que viéramos a Dios en carne como la nuestra, para que admirásemos la demostración palpable, tangible, de que todos hemos sido llamados a ser partícipes de la naturaleza divina. Y este endiosamiento, que la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María.
Nuestra Señora, por tanto, no puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano. No es indiferente dejar de acudir a los santuarios que el amor de sus hijos le ha levantado; no es indiferente pasar por delante de una imagen suya, sin dirigirle un saludo cariñoso; no es indiferente que transcurra el tiempo, sin que le cantemos esa amorosa serenata del Santo Rosario, canción de fe, epitalamio del alma que encuentra a Jesús por María.
Ahora entendemos el sentido profundo del Pilar. No es, ni ha sido nunca, ocasión para un sentimentalismo estéril: establece una base firme en la que se asienta una norma de conducta cristiana, real y sólida. En el Pilar, como en Fátima y en Lourdes, en Einsiedeln y en Loreto, en la Villa de Guadalupe y en esos miles de lugares que la piedad cristiana ha edificado y edifica para María, se educan en la fe los hijos de Dios.
La historia del Pilar nos remonta a los comienzos apostólicos, cuando se iniciaba la evangelización, el anuncio de la Buena Nueva. Estamos todavía es esa época. Para la grandeza y la eternidad de Nuestro Señor, dos mil años son nada. Santiago, Pablo, Juan y Andrés y los demás apóstoles caminan junto a nosotros. En Roma se asienta Pedro, con la vigilante obligación de confirmar a todos en la obediencia de la fe. Cerrando los ojos, revivimos la escena que nos ha relatado, como en una carta reciente, San Lucas: todos los discípulos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración, con María, la madre de Jesús.
El Pilar es signo de fortaleza en la fe, en el amor, en la esperanza. Con María, en el cenáculo, recibimos al Espíritu Santo: de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que soplaba y llenó toda la casa donde se habían reunido. El Paráclito no abandonará a su Iglesia. Nuestra Señora multiplicará en la tierra el número de los cristianos, convencidos de que vale la pena entregar la vida por Amor de Dios.
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Artículo póstumo publicado en Libro de Aragón, por la CAMP de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1976.
Fuente: opusdei.org