José Antonio García-Prieto Segura
Esa última mirada de sus ojos maternales desbarató completamente mi filosofía materialista
Noviembre está al llegar: los cristianos lo iniciamos con la alegría por la festividad de todos los Santos y al día siguiente con el recuerdo y oración por todos los difuntos. Alegría esperanzada en el “más allá” eterno con Dios y con los seres queridos que nos precedieron. Referiré dos sucesos históricos con la intención de avivar la esperanza en la vida futura, y también de prepararnos con mirada serena para la muerte, sacando conclusiones que llenen de sentido nuestra vida y de dignidad su final terreno.
Comenzaba la primavera de 1930 y Takashi Nagai, nacido cerca de Hirsohima, estudiante de Medicina en Nagasaki, recibía un telegrama de su padre, con palabras perentorias: “Ven a casa enseguida”. La madre había sufrido una hemorragia cerebral, quedando consciente, pero sin habla. Años más tarde, en “Las campanas de Nagasaki” rememora así aquellos momentos:
“Cuando llegué a la cabecera de su cama, no le quedaba más que un soplo de vida. Expiró mirándome con insistencia. Esa última mirada de sus ojos maternales desbarató completamente mi filosofía materialista. Los ojos de esa madre que me había criado, educado y amado hasta el fin, me decían claramente que, incluso después de su muerte, estaría cerca de su querido Takashi. Yo miraba en esos ojos, yo que había negado la existencia del alma e instintivamente sentí que el alma de mi madre existía: se separaba de su cuerpo, pero no perecería jamás”.
El amor de aquellos ojos despertó en el hijo una vivísima intuición impregnada del sabor de la verdad: hay otra vida después de la muerte. Frente a la filosofía materialista recibida hasta entonces, presintió “un más allá” imperecedero de vida y amor. Paul Glynn, biógrafo de Takashi en Requiem por Nagasaki recoge así su testimonio:
"Desde la época de mis estudios de secundaria me había convertido en prisionero del materialismo. Nada más ingresar en la facultad de medicina debía diseccionar cadáveres... Sentía gran admiración por la maravillosa estructura del cuerpo humano, (…). Pero aquello que estaba manejando no era más que pura materia. ¿Y el alma? Un fantasma inventado por impostores para engañar a la gente sencilla". Por si fuera poco, el profesor de Anatomía, en una clase inicial les mostró un cadáver, diciendo: “Señores, esto es el hombre, objeto de nuestros estudios: un cuerpo con propiedades físicas. Cosas que se pueden ver, pesar, probar y medir. Esto es todo el hombre”. (Requiem por Nagasaki)
Con todo respeto al profesor, Dios se sirvió del amor de unos ojos maternos para abrir, en la visión materialista del hijo, un ventanal de luz nueva. Desbarató su fe ciega en el monopolio exclusivo de la ciencia experimental como camino único de progreso y verdad, y le abrió el sendero de una ciencia superior que desembocó en la fe cristiana. La madre murió enseguida y él prosiguió sus estudios de Medicina, viviendo en el seno de una familia católica; esto resultó decisivo para llegar a la fe y recibir el bautismo en 1934. Imposible sintetizar su intensa vida a partir de entonces. Animo a conocerla a través de sus publicaciones y de los libros y numerosos escritos interesados por su figura.
Ahora, baste decir que contrajo matrimonio con Midori, hija de la familia católica que le acogió y acercó a la fe, y tuvieron cuatro hijos. En Alemania hizo la especialidad de radiología clínica. Participó como médico en la guerra chino-japonesa, prodigándose en la atención de heridos y moribundos. Superviviente de la bomba atómica de Nagasaki llenó de sentido cristiano su trabajo y, animado por una intensa vida sacramental y de oración, se dio sin descanso a todo tipo de personas.
Resaltaré lo que considero esencial en su vida, como estímulo de ayuda, cualesquiera que sean las oportunidades que Dios disponga para remover a cada uno: desde la mirada amorosa de una madre moribunda hasta la sonrisa de un niño. Lo decisivo será que, por el amor, tratemos de imprimir un sello de trascendencia en todo cuanto hagamos.
Pienso que esto es lo que hizo Takashi a partir de su conversión. El creyente sabe que si vive sus tareas con amor de Dios, cada instante de su existencia “ficha” en el Cielo. Lo aprendí en Roma de labios de san Josemaría cuando nos animaba: “Hijos, dad a cada segundo de vuestra vida vibración de eternidad”, es decir de amor de Dios. Con la ayuda divina, se trata de vivir así los sucesivos instantes del tiempo, para sustraerlos a la caducidad de lo pasajero. Entonces, cuando se haya batallado por una vida lo más integra y fructuosa posible -como pienso que hizo este médico japonés-, se podrá hablar de “muerte digna”, incluso muriendo muy joven como él, que falleció el 1 de mayo de 1951.
Durante mi estancia en Nagasaki varias semanas, en agosto del 2010, pude rezar ante su tumba. Sus restos reposan junto a los de su esposa Midori, que murió calcinada el 9 de agosto de 1945 con la explosión atómica y así la encontró él al regresar a su casa dos días después. No pudo hacerlo antes porque estuvo desviviéndose en la atención de los heridos que, como riadas de dolor, llegaban al hospital.
Años después hablaba de dos regalos que le hizo la Madre del Cielo: uno, el mismo día de la explosión. En la mano carbonizada de Midori brillaba la cruz y cadenita metálica del rosario que usaba para rezar; las cuentas habían desaparecido. Takashi lo llamaba “el regalo de la Virgen”: puede verse en el pequeño Museo que existe hoy en el lugar de la casa donde vivieron. Otro regalo le llegó en 1949: el papa Pío XII le envió, bendecida por él, una imagen de la Virgen de Lourdes.
El otro suceso histórico al que me refería al inicio, gira en torno a los ojos de otra Madre, en este caso la del Cielo, tal como quedaron en su imagen de Urakami, catedral de Nagasaki, el día de la funesta explosión. Me conmovió rezar ante esa imagen porque sus ojos ennegrecidos resultan sobrecogedores e invitan a profunda reflexión. Supervivientes de aquella tragedia testimonian que María siempre sigue a nuestro lado, especialmente en la hora de la muerte. Sus valiosos relatos quedarán ya para el próximo artículo.
Pensé que la Virgen estaba llorando
La radiación atómica del 9 de agosto de 1945 sembró la muerte en Nagasaki: unas 40.000 personas murieron aquel día y un número similar en los meses siguientes. Terminaba el anterior artículo refiriéndome a la imagen de la Virgen de Urakami, la catedral. Apenas quedó piedra sobre piedra del templo y la imagen apareció al cabo de un tiempo.
En opinión de muchos quedó a salvo milagrosamente, pero con estigmas en su rostro: los ojos calcinados por la radiación dejaron sus cuencas ennegrecidas como pueden verse hoy día. La Madre del Cielo, con su propio dolor reflejado en la talla de madera, parecía unirse al de todos sus hijos en Nagasaki, fuesen o no cristianos. Este hecho histórico, con mirada de fe admite diversas interpretaciones. Antes de ofrecer las mías, conozcamos las de dos supervivientes de aquella catástrofe.
En primer lugar, las del propio Takashi, amigo ya conocido. Al regresar a su casa dos días después de la explosión, como dije, además del rosario calcinado en manos de su mujer, encontró el crucifijo que sus antepasados cristianos conservaban desde hacía unos 250 años. Tres meses después de la bomba, el 20 de noviembre, en una Misa por todos los difuntos de Nagasaki, intervino Takashi con estas palabras: “Existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Era sin duda la víctima elegida, el (...) holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, (…) Y terminó con una referencia al fundamento de todo sacrificio: El holocausto de Jesucristo en el Calvario, ilumina y confiere significado a nuestras vidas.
Otro superviviente cristiano, entonces adolescente, Shigemi Fukahori, el pasado año 2020, en la conmemoración del 75 Aniversario de la tragedia, a sus 89 años recordaba haber visto aquel día “montañas de cuerpos ennegrecidos”, sin saber “si estaban muertos o vivos”. Y a mucha “gente que gritaba: ‘¡agua, agua!’, pero sin poder ayudarles”. Después del siniestro, cuando apareció la imagen de la Virgen, cuya talla intacta Shigemi conocía bien, al verla sin ojos, con la mejilla derecha ennegrecida y una fisura que desde el ojo izquierdo recorría su rostro como si fuera una lágrima, exclamó: “Cuando la volví a ver por primera vez, pensé que la Virgen estaba llorando”. Son palabras sinceras que invitan a reflexionar.
Testimonios de tan honda piedad y sentido cristiano como los referidos, son difíciles de igualar. Con todo, espero que mis consideraciones, en torno a esta singular imagen de María, que también contemplé en Nagasaki, nos animen a enfrentarnos serenamente a la muerte llenos de esperanza, cuando llegue el momento. Pero esto no hay que dejarlo para última hora, porque el fin de la vida no se improvisa: pide preparación diaria, llenando de trascendencia y amor cuanto hagamos. No olvidemos que, salvo excepciones, se muere como se vive. Lo decisivo para bien morir será haber llevado una vida plena, sabiendo con san Juan de la Cruz que a la tarde te examinarán en el Amor (Dichos, 64); esto es, que la serenidad y dignidad en ese trance final, se habrá ido forjando día a día en el cotidiano vivir.
La muerte viene a ser entonces como traspasar una puerta con dos caras: la primera, dolorosa para quien marcha y también para sus allegados. La fe nos dice que ese desgarro es consecuencia del pecado de origen, cuando la naturaleza humana quedó herida de muerte por la transgresión de nuestros primeros padres. Sin embargo, el holocausto de Jesucristo en el Calvario -como decía Takashi sin haber hecho un doctorado en teología-, al asumir por amor esa cara dolorosa de la muerte, nos alcanzó la redención del pecado e iluminó nuestras vidas. Gracias a Cristo nuestra naturaleza herida de muerte también quedó herida de resurrección gloriosa, y la muerte no tiene la última palabra.
Cristo nos aseguró un más allá con las palabras dirigidas a Marta, en Betania, antes de resucitar a Lázaro: Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto vivirá (Jn 11, 25-26). Y las confirmó más aún con su propia resurrección gloriosa a la que a todos llama.
Nadie negará que somos peregrinos hacia el más allá de la muerte; sería muy penoso olvidarlo. Para el camino, Cristo con su no os dejaré huérfanos (Jn 14, 18), además de su Espíritu -como fuego de amor- y de su Cuerpo eucarístico -como alimento del viaje-, nos ha dejado a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26). En Juan, al pie de la Cruz y receptor directo de esa nueva maternidad de María, estábamos cada uno de nosotros. Con esta Madre caminamos y a ella recurrimos. Millones de veces María ha oído esta súplica de la “Salve”: vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos. Y más millones aún, probablemente, esta otra del “Ave María”: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Queremos que sus ojos de Madre nos miren siempre misericordiosos.
La Virgen de Nagasaki, con las cuencas de los suyos ennegrecidas, es imagen viva y claro símbolo de que nos sigue acompañando. Su presencia ya se hizo patente a lo largo de la historia, en lugares como Guadalupe, Lourdes, Fátima… En el año 2000, Chernobyl -lugar emblemático de muerte radioactiva, junto con Hiroshima y Nagasaki- recibió la visita de esta imagen de María. Ella, materna y mensajera de paz, nos desea una muerte digna; para ello nos pide, como hijos, que vivamos también como buenos hermanos. Así también moriremos como buenos hijos de Dios y, ya desde ahora, cuando miremos el rostro de nuestra Madre, ninguno tendrá que decir como el anciano Shigemi: Pensé que la Virgen estaba llorando.