Ignacio Amorós Rodríguez-Fraile
¿No te parece una locura creer que Dios está escondido bajo las apariencias de pan? Pues sí, es una locura del amor de Dios, pero que necesitamos para alimentar nuestra alma y ser felices.
Por otro lado, algunos católicos tienen dificultades en comprender y creer en esta verdad fundamental y dicen: “Bueno, la Eucaristía es un signo que evoca a Jesús o un símbolo de la última Cena…”. Algunos pueden decir: “La Comunión es algo bonito, la Eucaristía es un símbolo que me recuerda a Jesús, pero no es realmente su Cuerpo”.
Realmente, la Eucaristía, no es simplemente un signo o un recuerdo, sino que es la presencia misma y real de Jesucristo vivo hoy en el mundo que está verdadera, real y substancialmente presente bajo las especies del pan y del vino. Es decir, Jesús se ha querido quedar con nosotros: “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Por eso, en la Iglesia tenemos tanto cuidado y tratamos con tanto mimo y adoración la Eucaristía. Forjamos sagrarios lo más dignos y bellos posibles, adoramos al Santísimo Sacramento y cuidamos cada partícula del cuerpo y de la sangre de Jesús. Por eso. Porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, está presente en la Eucaristía.
Pero, ¿cómo se explica esta presencia de Jesús en la Eucaristía? Vamos a ver qué dice el mismo Jesús de esto.
Discurso del Pan de Vida (Jn 6)
Para explicar esta verdad de fe tan importante y central en nuestra vida, tenemos que irnos al momento en el que Jesús explica este misterio, y es en el discurso del pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaúm, que se narra en el capítulo 6 del evangelio de San Juan. Es decir, ¿cuál es la mejor catequesis sobre la Eucaristía? La que da Jesús en Juan 6. Veamos.
Jesús viene de haber multiplicado 5 panes y 2 peces y de haber alimentado a más de 5.000 hombres. Le quieren hacer mesías, rey, pero él se va al monte sólo, a rezar, porque no ha venido a ser un mesías terrenal, sino un mesías trascendental. Luego, Jesús caminó sobre las aguas en medio de una tempestad que parecía que iba a hundir la barca de sus discípulos. Y entonces la tempestad se calma y en un instante llegan al lugar a donde iban. Es decir, Jesús demuestra que tiene poder sobre la materia, multiplicando panes y peces, y que tiene poder sobre las fuerzas naturales, y sobre el tiempo y el espacio… por tanto, tiene poder para transformar el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre.
Al día siguiente, Jesús aparece en la sinagoga de Cafarnaúm. Vienen a escucharle todas esas gentes a las que había alimentado porque les había dejado fascinados ante tan gran milagro. Y es ahí cuando Jesús pronuncia su discurso del pan de vida.
Jesús sabía que la gente no venía porque creían en Él, sino porque querían más panes y peces; y les dice: Buscad no “el alimento que se consume sino el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre” (Jn 6, 26-27). La gente intenta minusvalorar lo que ha hecho Jesús, recordando cómo Moisés les dio pan del cielo a los israelitas durante 40 años cuando peregrinaban por en medio del desierto. Pero Jesús les recuerda que Moisés no les dio el pan del cielo, sino el Padre es el que da el verdadero pan del cielo y da vida al mundo.
Y Jesús les especifica: “Yo soy el Pan de Vida, el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35). Los judíos, entonces, comienzan a murmurar de él, pensando que está loco, como puede decir que ha bajado del cielo y que comamos su carne. Es una locura. Jesús les dice otra vez: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come (φάγῃ) este pan vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (v.51).
Ahora los judíos ya no sólo murmuran sino que se pusieron a discutir y se preguntan: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (v. 52).
Entonces, ¿parece que Jesús está hablando literalmente o simbólicamente? Porque en otras partes del Evangelio, Jesús habla de forma simbólica. Por ejemplo, dice cosas como: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 7), “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5), “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11)… Y la gente no dice: A ver Jesús, no eres una puerta… no eres un árbol ni una rama… no eres un Pastor, eres un Carpintero… No, porque entienden que habla simbólicamente. Pero ahora, la gente no dice eso, porque entienden que Jesús les habla literalmente. Si Jesús hubiera estado hablando simbólicamente, era el momento perfecto para que dijera: “Tranquilos, estoy hablando simbólicamente para que entendáis”.
De alguna manera es como que los judíos le dan la oportunidad de explicarse. Así como en otros momentos del Evangelio había utilizado metáforas o imágenes para hablar de sí mismo o de realidades espirituales. A Nicodemo le dice que tiene que nacer de nuevo. Y Nicodemo le pregunta cómo puede entrar de nuevo en el vientre de su madre. Y Jesús no le dice que tiene que hacer eso, sino que le explica que se refiere a nacer de nuevo de forma espiritual o sobrenatural. Ahora, a Jesús, le dan como una oportunidad para explicarse si su forma de hablar es metafórica o simbólica. Y Jesús en vez de eso, intensifica sus palabras. Jesús enfatiza aún más el realismo de sus palabras.
Entonces Jesús les dice con seguridad: “En verdad, en verdad os digo”, “Amén, amen dico vobis”, que es como una fórmula bíblica para expresar que lo que va a decir es muy importante, así que atentos: “En verdad, en verdad os digo, que si no coméis (φάγητε) la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (v.53).
Y es interesante notar un detalle: el verbo en griego que utiliza Jesús hasta ahora para hablar es el verbo “fagein” que significa comer en general de la forma humana, sin más. Pero, ahora, en adelante, en vez de relajar su comentario, enfatiza la realidad de lo que está diciendo, y utiliza otro verbo en griego que es “trogon”, que significa no solo comer, sino masticar, mascar, rumiar, como hacen los animales… dejando claro el realismo de sus palabras cuando habla de comer su carne con el Pan de Vida. Y utilizando este verbo “trogon”, dice otra vez: “El que come (τρώγων) mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come (τρώγων) mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (v.54-56). Es decir, intensifica el realismo de su lenguaje, y les dice que deben comer, rumiar, masticar, su carne y beber su sangre, para tener vida eterna.
Aquí está el fundamento bíblico clave sobre la creencia de la Iglesia católica de que Jesús está verdadera, real y sustancialmente presente bajo los accidentes de pan y de vino. Para Jesús es tan importante que entendamos la realidad de su presencia verdadera en la Eucaristía que alimenta nuestra alma, que dice cuatro veces: “Yo soy el Pan de Vida”. Es la expresión más fuerte y sagrada: el “Yo soy” de la zarza ardiendo, el Yahvé, el nombre de Dios, unido a Pan de Vida. Aquel que nació en Belén, que significa la casa del pan, dice de sí mismo: “Yo soy el Pan de Vida”.
Así Jesucristo revela el misterio de la Eucaristía. Sus palabras son de un realismo tan fuerte que excluyen cualquier tipo de interpretación en sentido figurado.
La gente empieza a escandalizarse. Esto era una locura para un judío. ¿Estaba hablando de canibalismo? Para un judío de ese tiempo, hay pocas cosas tan repugnantes teológicamente que lo que Jesús acababa de decir, porque en el Antiguo Testamento hay muchísimas prohibiciones sobre comer la carne de los animales con su sangre, porque la sangre se veía como un signo de vida que pertenecía a Dios. Por eso estaba terminantemente prohibido para un judío comer la carne con sangre.
Y este es el contexto: Jesús hablando a una multitud de judíos diciendo que tienen que comer su carne y beber su sangre. Un escándalo para un judío.
Por eso, san Juan cuenta como la gente se escandaliza, murmura y le empiezan a mirar con desprecio, como si fuera un loco blasfemo. “Y al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron: —Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?” (v.60). Claramente era algo muy fuerte de decir para un judío.
Y como Jesús sabía que no sólo la gente, sino también sus mismos discípulos murmuraban de Él, le dice: “—¿Esto os escandaliza?” (v.61). Y los discípulos dirían: Pues sí Jesús estoy tremendamente confundido y escandalizado. Y Jesús dice sin complejos: “Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes?” (v.62). Les está recordando de dónde viene, quién es Él. Como si les dijera: tengo poder sobre la materia, sobre la naturaleza…
Y les explica que al decir “comer su carne” no debe entenderse sólo de modo material porque habla de su misma carne de su humanidad resucitada y glorificada, de su carne viviente y vivificada por el Espíritu, y les dice: “El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada” (v.63). El Pan que les promete es la carne del Dios-hombre vivificada por el Espíritu que da vida. Es decir, el modo de presencia de Jesucristo en la Eucaristía es con su cuerpo glorioso, espiritualizado.
Pero, dice el Evangelio, que como resultado de esto “muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él” (v.66). Es la primera vez en el Evangelio en la que sus discípulos dejan de seguir a Jesús, y es cuando enseña sobre la Eucaristía. Mira a miles de personas irse y dejar de seguir a Jesús, y Él no les dice: “Volver que voy a corregirme, me he pasado”. No dice eso, sino que les dice: “También vosotros queréis marcharos” (v.67) … Es decir, les pide un acto de fe, porque sabe que la Eucaristía es esencial.
El poder de la Palabra
Entonces, ahora podríamos preguntarnos: ¿Cómo se puede dar esta conversión substancial del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús? Pues el Concilio de Trento enseñó que Jesucristo se hace presente en la Eucaristía “vir verborum”, por la fuerza de las palabras… Y el Catecismo enseña que esta conversión se realiza por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo.
Bueno, pensemos en el poder que tiene una palabra. Nuestras palabras pueden tener mucho poder. Con las palabras describimos las cosas, pero las palabras también pueden tener un efecto sobre la realidad, y no solo la describen. Si una persona que quieres, tus padres, un maestro, entrenador… te dice algo a ti para bien o para mal, eso puede influenciarte y cambiar toda tu vida. Es el poder de la palabra de una persona que tiene autoridad sobre nosotros.
Eso mismo lo vemos en la palabra que dice una persona con autoridad en el mundo social. Un ejemplo simple. Si un policía te dice: “Estás detenido”. Si yo digo que estás detenido, te reirías y mis palabras no tienen ningún efecto. Pero si un agente de la ley con autoridad civil te dice: “Estás detenido”, te guste o no, creas en ello o no, esas palabras tienen un efecto, y estás detenido; porque sus palabras tienen el poder de cambiar la realidad. O por ejemplo cuando un juez te dice: “Estás condenado”, sus palabras tienen un efecto y cambian la realidad.
Es decir, nuestras palabras humanas pueden, no solo describir la realidad, sino que también pueden cambiar la realidad.
Ahora, piensa en la Palabra de Dios, el Logos. Decimos que Dios pronuncia su Palabra que da el ser a las cosas. Esto es algo muy profundo. Al comienzo de la Biblia, Dios dice: “Haya luz”, y hubo luz. Dios dice: “Haya un firmamento”, y hubo cielo. Dijo Dios: “Produzca la tierra”, y hubo vida. Es decir, Dios crea y hace las cosas mediante su Palabra.
Ahora, ¿quién es Jesús? No es un maestro más entre otros muchos. No es un profeta más. Si sólo fuera eso, lo único que podría hacer es cambiar la realidad en la forma que nosotros podemos hacerlo cuando tenemos cierta autoridad. Pero la verdad fundamental de nuestra fe es que Jesús es “la Palabra hecha carne” (Jn 1, 16). Es decir, la misma Palabra, el Logos, con la que Dios creó el universo, ahora se hace realmente presente en la Persona de Jesús.
Y, es por eso, por lo que, en el Evangelio, cuando Jesús dice algo, se cumple, es una realidad, se cambia la realidad al instante. Por ejemplo, le dice a la hija de Jairo: “Talita cumi”, “Niña levántate”, y la niña se levanta, porque las palabras de Jesús no solo describen algo, sino que afectan la realidad. “Lázaro sal afuera”, y un hombre muerto vuelve a la vida, porque las palabras de Jesús transforman la realidad. O en otro momento dice: “Tus pecados quedan perdonados”, y sus pecados quedan perdonados, por el poder la Palabra de aquel que está hablando. Lo que dice Jesucristo, la Palabra de Dios, se realiza.
Última Cena: Esto es mi cuerpo
Ahora, la noche antes de morir, Jesús celebró una Última Cena muy especial con sus discípulos. Les amó hasta el extremo, tomó un trozo de pan sin fermentar propio de la Pascua judía, y dijo sobre el pan: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo” (Mt 26, 26). Y después tomó la copa de vino, dio gracias y se lo dio diciendo: “Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza” (Mt 26, 28). El que dice estas palabras es Jesús, por ser Él quien es, la Palabra de Dios hecha carne, el Logos, sus palabras tienen el poder de transformar la realidad en su nivel más fundamental y esencial. Jesús se identifica con el pan y el vino ofrecidos. Así como Dios habló su palabra para darnos la vida a ti y a mí, así Jesús pronuncia su Palabra y se hace presente bajo las apariencias de pan y vino. “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”.
Es decir, mientras que permanecen las apariencias del pan y del vino, toda la sustancia, su realidad más profunda y fundamental, cambian, y se transforman en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Jesús. Y esto se llama “transustanciación”.
El fundamento de esta realidad la da el mismo Jesús en Juan 6 en el discurso del Pan de Vida; y la explicación de esa conversión está en el poder de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo presente en Jesús y que pronuncia en la Última Cena: “Esto es mi cuerpo”, que es el versículo más citado de la Biblia en toda la historia, que se repite en cada Misa. Jesús no dice esto es un símbolo o un signo de mi cuerpo, sino que dijo: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”.
Haced esto en conmemoración mía, transformar el mundo
Pero aquí no termina la cosa. El mismo Jesús dijo en la Última Cena a su Iglesia: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19). Y para realizar su mandato es necesario que diera el poder a los apóstoles y a sus sucesores de renovar su sacrificio, como lo demuestra san Pablo cuando, después de recordar lo que hizo Jesús en la Última Cena, escribe: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Co 11, 26). Además, sabemos que los primeros cristianos se reunían para la “fracción del pan” (Hch 2, 42).
¿Qué sucede en la Santa Misa cuando el sacerdote pronuncia estas palabras: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”? No habla con sus propias palabras humanas, sino que en la consagración, el sacerdote actúa in Persona Christi, en la Persona de Cristo… Comienza recordando el relato de la institución, pero luego cambia a primera persona. Dice: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”, y habla con la autoridad de Cristo. Es Jesús que usa la boca, la lengua, la inteligencia, toda la persona del sacerdote… y pronuncia su Palabra. Es la Palabra de Jesús que se pronuncia a través del sacerdote. Por eso, sus palabras tienen el poder de transformar los elementos del pan y del vino, en el cuerpo y la sangre de Jesús. Él está presente en el sacramento mientras permanecen las especies consagradas.
Cuando el sacerdote invoca al Espíritu Santo en la consagración, en el momento que se llama epíclesis, cuando el sacerdote extiende las manos sobre las ofrendas, el poder de la Palabra y del Espíritu Santo convierten los dones en el cuerpo y la sangre de Jesús.
San Justino mártir escribió ya en el siglo II que “el alimento “eucaristizado” mediante la palabra de la oración es la carne y la sangre de Jesús que se encarnó.
De ahí, que la Eucaristía sea algo central, fuente y cumbre, de la vida de la Iglesia. La forma de presentarnos delante del pan y del vino consagrados, que son ahora el cuerpo y la sangre de Jesús, es postrarse y adorar. Y, por eso, la Eucaristía es clave para transformar el mundo. Y esto no es solo un cuento, sino una realidad: “Yo soy el Pan de Vida”, “Esto es mi cuerpo”.
Benedicto XVI decía que la Palabra se introduce en el pan y el vino en lo más fundamental y esencial de su ser y lo transforma en su cuerpo y su sangre, como una “fisión nuclear” que se produce en lo más íntimo del ser, un cambio que está encaminado a provocar un proceso de transformación del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Co 15,28) .
Hace poco el Papa Francisco beatificó a un chico joven llamado Carlo Acutis que tenía un gran amor a Jesús Eucaristía y diseñó una exposición en internet con una lista de decenas de milagros eucarísticos que ocurrieron a lo largo de los siglos en varios países del mundo, y que han sido reconocidos por la Iglesia. Carlo Acutis decía: “La Eucaristía es lo más increíble que hay en el mundo”. Sí, la Eucaristía sigue transformando el mundo y nos abre las puertas del cielo.
Reconocer a Jesucristo en la Eucaristía
Ante el Pan de Vida se muestra quién es de verdad cada uno. Ante Jesús Eucaristía se demuestra quién ama y tiene fe en Jesús y le sigue. No es irracional creer en el Pan de Vida porque Jesús tiene el poder de hacerlo, pero es necesario un acto de fe ante un misterio que nos supera. Es ahora donde nuestra vida se vuelve algo muy personal, y tienes dos opciones: dejar de seguir a Jesús, o hacer lo que hizo Pedro: “Señor, ¿a dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (v.68). Es decir, Jesús, este misterio me supera, pero sólo sé que tú tienes palabras de vida eterna y tengo fe en ti.
Santa Teresa de Jesús decía que Dios “quiere que entienda que es Él el que está en el Santísimo Sacramento”.
La Eucaristía es algo muy personal porque si no quiero la Eucaristía no quiero a Jesús. Si no quiero la Eucaristía, Jesús te pregunta: ¿también tú te quieres ir?, pero no puedo cambiar esta enseñanza. Ya pero es que me aburro en Misa, en la iglesia o en la parroquia no siento nada… Ya, pero si no quieres la Eucaristía, no quieres a Jesús.
En cambio, si te acercas a la Eucaristía, quieres a Jesús, y encontrarás el Pan de Vida que puede saciar tu infinita hambre y sed de amor y felicidad. Encontrarás el Pan del cielo que da vida al mundo. Si la Eucaristía es realmente Jesús, entonces le necesito. Estamos hechos para la Eucaristía.
San Ignacio de Antioquía escribió en el siglo II: “El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo (…) y por bebida quiero la sangre de Él, que es el amor incondicional”.
De ahí, entiendo a tantos católicos en todo el mundo que tienen la Eucaristía como el centro de su vida, porque ella contiene la realidad plena de la segunda Persona de la Santísima Trinidad y su obra de salvación. Como dice el Concilio Vaticano II, “es la fuente y cumbre de la vida cristiana”.
Una de las cosas que más me han impactado siempre es ver la devoción de los pastorcitos de Fátima a la Eucaristía. Francisco, siendo un niño, les decía a Lucía y a Jacinta, que le dejaran en la iglesia porque quería quedarse con “Jesús escondido”.
Sí, el pan consagrado no parece Jesús, los accidentes son otros, pero es Jesús, porque él dice: “Esto es mi cuerpo”. De la misma forma que hace 2.000 años muchos no fueron capaces de reconocer a Dios en Jesús, porque no parecía Dios, era un hombre normal, sencillo, humilde… de la misma forma, muchos no son capaces de reconocer hoy a Jesús, Dios, en la Eucaristía. Si no reconocemos hoy a Jesús escondido en la Eucaristía, no hubiéramos sido capaces de reconocer a Dios presente en Jesús, el Dios-hombre. Sí, Jesús tuvo que esconder la gloria y belleza de su divinidad porque no quería obligarnos a creer y seguirle, sino que quería conquistar nuestros corazones respetando nuestra libertad. No quiere avasallarnos, quiere enamorarnos. De la misma forma, Jesús esconde su majestad, grandeza y divinidad para enamorarnos. Si Dios no se escondiera, a lo mejor nosotros somos los que necesitaríamos escondernos. Si viéramos la potencia y la fuerza del amor de Dios que sale de la Hostia consagrada, no podríamos acercarnos sin morir… yo sería el que me escondería.
San Juan Crisóstomo hablaba con total radicalidad del realismo de la Eucaristía. Decía: “Muchos dicen: “Quisiera ver el aspecto del Señor, su figura, sus vestidos, su calzado. Pues bien, he ahí que a Él ves, a Él tocas, a Él comes. Tú deseas ver sus vestidos, más Él se te da a sí mismo, no sólo para que le veas, sino para que le toques y le comas, y le acojas en tu alma”.
Para reconocer a Jesús en la Eucaristía es necesario verle “con los ojos del espíritu”, con la fe. La Eucaristía no comporta ningún engaño, decía santo Tomás, porque los sentidos no se equivocan porque reconocen los accidentes del pan y del vino, y la inteligencia no incurre en error porque la preserva la luz de la fe en las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.
Madre Teresa de Calcuta decía: “Externamente sólo vemos pan, pero es Jesús. (…) Difícil de explicar. Es un misterio de amor. Es una de esas cosas que la mente humana no alcanza a comprender. Pero tenemos que postrarnos porque es Él a quién recibimos. (…) Sin Él no podríamos hacer nada, pero con Él lo podemos hacer todo”.
Sobre la Eucaristía podemos decir: sabe a pan, huele a pan, parece pan, pero no es pan… sabe a vino, huele a vino, parece vino, pero no es vino… escondido bajo los accidentes de pan y vino está presente el cuerpo y la sangre de Jesús.
Cuentan como san Roberto Belarmino, en el siglo XVI, estaba en debate sobre la Eucaristía con algunos protestantes, y decían que la Eucaristía no era verdaderamente Jesús, que era sólo un símbolo, y San Roberto Belarmino, que me imagino que tenía sentido del humor, les preguntó: A ver, vosotros decís que esto no es el cuerpo y la sangre de Jesús… Jesús dice: Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre… Si tú fueras yo: ¿a quién crees que debería creer? Creo que voy a creer en Jesús.
Jesús es el Pan de Vida y Dios nos ha hecho, no sólo para acercarnos a Él, sino para hacernos uno con Él, para poder recibirle en la comunión, y vivir en unión de amor con Él.
El santo Cura de Ars, cuando predicaba, señalaba al Sagrario y decía: “sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia”.
Y san Manuel González, el apóstol del Sagrario abandonado, decía con fuerza: “!Esta aquí!”.
Como decía el cardenal Joseph Ratzinger, “una iglesia sin presencia eucarística está en cierto modo muerta, aunque invite a la oración. Sin embargo, una iglesia en la que arde sin cesar la lámpara junto al Sagrario, está siempre viva, es siempre algo más que un simple edificio de piedra: en ella está siempre el Señor que me espera, que me llama, que quiere hacer “eucarística” mi propia persona”.
Por eso, mira a Jesús que se entrega por amor en el altar, escondido en el Sagrario, el Pan de Vida. Adórale con profunda reverencia y dile que le quieres, que le adoras y que le amas.
Como escribió san Josemaría: “Ahí lo tienes: es Rey de Reyes y Señor de Señores. —Está escondido (…). Se humilló hasta esos extremos por amor a ti”.
En la Eucaristía “se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”. Por eso, queremos terminar haciendo una solemne profesión de fe diciendo: “En la Eucaristía, Jesucristo está presente con su cuerpo, con su sangre, con su alma y con su divinidad”, todo un Dios loco de amor que se entrega para alimentar nuestra alma y darnos vida, y vida en abundancia.
Y no lo olvides… Dios te quiere.
Fuente: https://www.exaudi.org/es/presencia-real-jesus-eucaristia/