Del Papa emérito Benedicto XVI
Ciudad del Vaticano, 6 de febrero de 2022
Queridas hermanas y queridos hermanos:
Tras la presentación del informe sobre los abusos en la arquidiócesis de Múnich y Freising el 20 de enero de 2022, quisiera dirigiros a todos vosotros unas palabras personales. En efecto, aunque fui arzobispo de Múnich y Freising menos de cinco años, sigo teniendo un profundo sentimiento de pertenencia a la arquidiócesis de Múnich como mi patria.
En primer lugar, me gustaría expresar unas palabras de sincero agradecimiento. En estos días de examen de conciencia y reflexión he experimentado tanto apoyo, tanta amistad y tantas muestras de confianza como no hubiera imaginado. Quisiera agradecer especialmente al pequeño grupo de amigos que redactó, con abnegación, mi memorial de 82 páginas para el bufete de abogados de Múnich, que no podría haber escrito solo. Además de las respuestas a las preguntas que me planteó el bufete, también se añadían la lectura y el análisis de casi 8.000 páginas de documentos en formato digital. Estos colaboradores me ayudaron después a estudiar y analizar el informe pericial de casi 2.000 páginas. El resultado se publicará más adelante, como suplemento a esta carta.
En la gigantesca tarea de aquellos días ―la redacción del pronunciamiento― se produjo un error en cuanto a mi participación a la reunión del Ordinariato del 15 de enero de 1980. Este error, que lamentablemente se produjo, no fue intencionado y espero que sea disculpado. Decidí, en su momento, que el arzobispo Gänswein lo hiciera presente en el comunicado de prensa del 24 de enero de 2022. Esto no disminuye en absoluto el cuidado y la dedicación que era y sigue siendo un imperativo evidente para esos amigos. Me afectó profundamente que el descuido se utilizara para dudar de mi veracidad, y presentarme incluso como mentiroso. Pero me han conmovido aún más las numerosas expresiones de confianza, los cordiales testimonios y las conmovedoras cartas de aliento que he recibido de tantas personas. Estoy especialmente agradecido al Papa Francisco por la confianza, el apoyo y las oraciones que me ha manifestado personalmente. Por último, quisiera agradecer a la pequeña familia del Monasterio “Mater Ecclesiae”, cuya comunión de vida en los momentos felices y en los difíciles me da esa solidez interior que me sostiene.
A las palabras de agradecimiento es necesario que siga ahora una confesión. Cada vez me llama más la atención que, día tras día, la Iglesia ponga al principio de la celebración de la Santa Misa ―en la que el Señor nos entrega su palabra y a sí mismo― la confesión de nuestras culpas y la petición de perdón. Rogamos públicamente al Dios vivo que perdone nuestra culpa, nuestra grande, grandísima, culpa. Está claro que la palabra “grandísima” no se aplica de la misma manera a cada día, a cada día en particular. Pero cada día me interpela si también hoy no deba hablar de grandísima culpa. Y me dice de forma consoladora que por muy grande que hoy sea mi culpa, el Señor me perdona, si me dejo examinar sinceramente por él y si estoy realmente dispuesto al cambio de mí mismo.
En todos mis encuentros con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes, especialmente durante mis numerosos viajes apostólicos, he percibido en sus ojos las consecuencias de una grandísima culpa y he aprendido a entender que nosotros mismos caemos dentro de esta grandísima culpa cuando la descuidamos o cuando no la afrontamos con la necesaria decisión y responsabilidad, como ha sucedido y sucede demasiadas veces. Como en aquellos encuentros, hoy nuevamente puedo sólo expresar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. Ya que he tenido importantes responsabilidades en la Iglesia Católica, mayor es mi dolor por los abusos y errores que se han producido durante el tiempo de mi misión en los respectivos lugares. Cada caso de abuso sexual es terrible e irreparable. Me siento consternado por cada uno de ellos en particular, y a las víctimas de esos abusos quisiera hacerles llegar mi más profunda compasión. Comprendo cada vez más la repugnancia y el miedo que Cristo experimentó en el Monte de los Olivos cuando vio todas las cosas terribles que debía superar interiormente. El hecho de que los discípulos estuvieran dormidos en ese momento representa, por desgracia, una situación que se repite incluso hoy y por la que también me siento interpelado. Por eso, sólo puedo elevar mis oraciones al Señor y suplicar a todos los ángeles y a los santos, y a vosotros, queridas hermanas y queridos hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor.
Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento sin embargo feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a sus pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: “No temas: Soy yo…”. (cf. Ap 1,12-17).
Queridos amigos, con estos sentimientos os bendigo a todos.
Fuente: exaudi.org