4/04/22

«Se sentó y comenzó a enseñarles»

El Papa ayer en Plaza de los Graneros, Floriana


Jesús «al amanecer se presentó en el Templo y toda la gente se acercó a él» (Jn 8,2). Así empieza el episodio de la mujer adúltera. El escenario se muestra sereno: una mañana en el lugar santo, en el corazón de Jerusalén. El protagonista es el pueblo de Dios, que busca a Jesús, el Maestro, en el patio del templo. Desea escucharlo, porque lo que Él dice ilumina y reconforta. Su enseñanza no tiene nada de abstracto, toca la vida y la libera, la transforma y la renueva. Ese es el “olfato” del pueblo de Dios, que no se conforma con el templo hecho de piedras, sino que se reúne alrededor de la persona de Jesús. En esta página se vislumbra al pueblo de los creyentes de todos los tiempos, el pueblo santo de Dios, que aquí en Malta es numeroso y vivaz, fiel en la búsqueda del Señor, vinculado a una fe concreta, vivida. Les doy las gracias por esto. 

Jesús, ante el pueblo que acudía a Él, no tenía prisa: «Se sentó —dice el Evangelio— y comenzó a enseñarles» (v. 2). Pero en la escuela de Jesús hay lugares vacíos. Hay algunos ausentes: son la mujer y sus acusadores. No se acercaron al Maestro como los demás, y las razones de su ausencia son diferentes: los escribas y los fariseos creen que ya lo saben todo, que no necesitan las enseñanzas de Jesús; la mujer, en cambio, es una persona extraviada, que terminó por mal camino, buscando la felicidad por senderos equivocados. Ausencias debidas, pues, a motivaciones diferentes, como diferente es el desenlace de sus historias. Reflexionemos sobre estos ausentes.

En primer lugar, fijémonos en los acusadores de la mujer. En ellos vemos la imagen de los que se jactan de ser justos, observantes de la ley de Dios, personas buenas y honestas. No tienen en cuenta sus propios defectos, pero están muy atentos a descubrir los de los demás. Así se presentan ante Jesús; no con el corazón abierto para escucharlo, sino «para ponerlo a prueba y poder acusarlo» (v. 6). Es una actitud que refleja la interioridad de estas personas cultas y religiosas, que conocen las Escrituras, asisten al templo, pero todo lo subordinan a sus propios intereses, y no combaten contra los pensamientos maliciosos que se agitan en sus corazones. A los ojos de la gente parecen expertos de Dios, pero, precisamente ellos, no reconocen a Jesús; más aún, lo ven como un enemigo que hay que quitar del medio. Para esto, le ponen delante a una persona, como si fuera una cosa, llamándola con desprecio «esta mujer» y denunciando su adulterio públicamente. Presionan para que la mujer sea lapidada, descargando en ella la aversión que ellos sienten por la compasión de Jesús. Y hacen todo esto amparados en su fama de hombres religiosos.

Hermanos y hermanas, estos personajes nos dicen que también en nuestra religiosidad pueden insinuarse la carcoma de la hipocresía y la mala costumbre de señalar con el dedo. En todo tiempo, en toda comunidad. Siempre se corre el peligro de malinterpretar a Jesús, de tener su nombre en los labios, pero desmentirlo con los hechos. Y esto también puede producirse elevando estandartes con la cruz. ¿Cómo verificar, entonces, si somos discípulos en la escuela del Maestro? Por nuestra mirada, por el modo en que miramos al prójimo y nos miramos a nosotros mismos. Este es el punto para definir nuestra pertenencia.

Por el modo en que miramos al prójimo: si lo hacemos como Jesús nos muestra hoy, es decir, con una mirada de misericordia; o de una manera que juzga, a veces incluso que desprecia, como los acusadores del Evangelio, que se erigen como paladines de Dios, pero no se dan cuenta de que pisotean a los hermanos. En realidad, el que cree que defiende la fe señalando con el dedo a los demás tendrá incluso una visión religiosa, pero no abraza el espíritu del Evangelio, porque olvida la misericordia, que es el corazón de Dios.

Para entender si somos verdaderos discípulos del Maestro, también es necesario examinar cómo nos miramos a nosotros mismos. Los acusadores de la mujer están convencidos de que no tienen nada que aprender. Ciertamente, su estructura exterior es perfecta, pero falta la verdad del corazón. Son el retrato de esos creyentes de todos los tiempos, que hacen de la fe un elemento de fachada, donde lo que se resalta es la exterioridad solemne, pero falta la pobreza interior, que es el tesoro más valioso del hombre. Para Jesús, en efecto, lo que cuenta es la apertura y disponibilidad del que no siente que haya alcanzado la meta, sino más bien que está necesitado de salvación. Entonces nos hace bien, cuando estamos rezando y también cuando participamos en hermosas ceremonias religiosas, preguntarnos si hemos sintonizado con el Señor. Podemos preguntárselo directamente a Él: “Jesús, estoy aquí contigo, pero Tú, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que cambie en mi corazón, en mi vida? ¿Cómo quieres que vea a los demás?”. Nos hará bien rezar así, porque el Maestro no se conforma con la apariencia, sino que busca la verdad del corazón. Y cuando le abrimos el corazón en la verdad, puede hacer grandes cosas en nosotros.

Lo vemos en la mujer adúltera. Su situación parece comprometida, pero ante sus ojos se abre un horizonte nuevo, antes impensable. Cubierta de insultos, lista para recibir palabras implacables y castigos severos, con asombro se ve absuelta por Dios, que le abre ante sí, de par en par, un futuro inesperado: «¿Nadie te ha condenado? —le dijo Jesús— Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (vv. 10.11). ¡Qué diferencia entre el Maestro y los acusadores! Estos habían citado la Escritura para condenar; Jesús, la Palabra de Dios en persona, rehabilita completamente a la mujer, devolviéndole la esperanza. De esta situación aprendemos que cualquier observación, si no está movida por la caridad y no contiene caridad, hunde ulteriormente a quien la recibe. Dios, en cambio, siempre deja abierta una posibilidad y sabe encontrar caminos de liberación y de salvación en cada circunstancia.

La vida de esa mujer cambió gracias al perdón. Se encontraron la Misericordia y la miseria. Misericordia y miseria estaban allí. Y la mujer cambió. Incluso se podría pensar que, perdonada por Jesús, aprendió a su vez a perdonar. Quizá haya visto en sus acusadores ya no personas rígidas y malvadas, sino personas que le permitieron encontrar a Jesús. El Señor desea que también nosotros sus discípulos, nosotros como Iglesia, perdonados por Él, nos convirtamos en testigos incansables de la reconciliación, testigos de un Dios para el que no existe la palabra “irrecuperable”; de un Dios que siempre perdona, siempre. Dios siempre perdona. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Un Dios que sigue creyendo en nosotros y nos brinda a cada momento la posibilidad de volver a empezar. No hay pecado o fracaso que al presentarlo a Él no pueda convertirse en ocasión para iniciar una vida nueva, diferente, en el signo de la misericordia. No hay pecado que no pueda ir por este camino. Dios perdona todo. Todo.

Este es el Señor Jesús. Lo conocen verdaderamente quienes experimentan su perdón. Quienes, como la mujer del Evangelio, descubren que Dios nos visita valiéndose de nuestras llagas interiores. Es precisamente allí donde al Señor le gusta hacerse presente, porque no ha venido para los sanos sino para los enfermos (cf. Mt 9,12). Y hoy es esta mujer —que ha conocido la misericordia en su miseria y que regresa al mundo sanada por el perdón de Jesús— la que nos sugiere, como Iglesia, que volvamos a empezar en la escuela del Evangelio, en la escuela del Dios de la esperanza que siempre sorprende. Si lo imitamos, no nos enfocaremos en denunciar los pecados, sino en salir en busca de los pecadores con amor. No nos fijaremos en quienes están, sino que iremos a buscar a los que faltan. No volveremos a señalar con el dedo, sino que empezaremos a ponernos a la escucha. No descartaremos a los despreciados, sino que miraremos como primeros aquellos que son considerados últimos. Esto, hermanos y hermanas, nos enseña hoy Jesús con su ejemplo. Dejémonos asombrar por Él y acojamos su novedad con alegría.

Fuente: vatican.va