Jaime Nubiola
Libertad para decir lo que uno piensa. Esta actitud hoy en día requiere valentía, pues a muchos les paraliza el miedo a no ser “políticamente correctos”, a disentir de la “mayoría”
Hace unos días me llamó la atención el editorial del New York Times del pasado 18 de marzo en defensa de la libertad de expresión. Llevaba por título «America Has a Free Speech Problem» y en él se abordaba la creciente dificultad que sienten muchos norteamericanos para expresar sus opiniones en público cuando no coinciden con las de la mayoría, cuando no están de moda, cuando no son las que defienden los medios de comunicación. «La libertad de expresión −afirmaba solemnemente el consejo editorial− es la base del autogobierno democrático». Y añadían unas líneas más abajo: «La libertad de expresión exige una gran disposición para interesarse por las ideas que no nos gusten y una gran moderación frente a las palabras que nos desafíen e incluso nos molesten». Aportaban una encuesta que mostraba el cambio en el espacio público norteamericano en esta materia en las últimas décadas, sobre todo, porque «en el curso de su lucha por la tolerancia, muchos progresistas −añadían− se han vuelto intolerantes con quienes no están de acuerdo con ellos o expresan opiniones diferentes y han asumido una especie de fariseísmo y censura».
Traigo esto a colación porque en una clase reciente en la que había cierto debate sobre una cuestión controvertida, advertí en el rostro de una valiosa alumna que no estaba de acuerdo con lo que decían varios de sus compañeros. Le invité a hablar, pero respondió que no tenía nada que decir. Por la noche me envió un mensaje del que copio lo esencial: «Le escribo para comentarle que la clase de hoy me ha dejado bastante en shock. Soy consciente de que se ha dado cuenta de las caras que estaba poniendo (soy muy expresiva, no lo puedo evitar). Tenía ganas de participar porque no estaba de acuerdo con la mayoría de cosas que se han dicho, pero me ha dado la sensación de que se me iba a echar todo el mundo encima y tampoco quería ofender a nadie… La próxima vez intentaré armarme de valor y participar, porque ahora a posteriori me arrepiento de no haber expuesto lo que pensaba». Le agradecí el mensaje y me dejó pensando que el problema que detecta el New York Times en la sociedad americana viene a ser el mismo que encontramos en nuestras aulas. Muchos alumnos no se atreven a decir lo que piensan por miedo a ser rechazados por los demás.
La semana siguiente planteé a todo el curso esta cuestión para determinar si consideraban que en el aula habíamos logrado crear el espacio de libertad al que cabe aspirar en un curso de «Claves del pensamiento actual». Se trata de un grupo de cincuenta estudiantes de últimos cursos de Comunicación y de Derecho y me resultaron de gran interés sus intervenciones. Anoté en la pizarra tres de sus comentarios. El primero decía que realmente no les gusta discutir, porque lo pasan mal llevando la contraria a alguien. Otro explicaba que los jóvenes de hecho solo hablan con los que piensan como uno y, por tanto, ni siquiera escuchan las opiniones de quienes piensan de forma diferente en una determinada materia. Finalmente, un tercero añadía que muchas veces los jóvenes se callan para no tener que admitir que están equivocados o que son ignorantes, ya que sus opiniones no están suficientemente fundamentadas.
Subí a Facebook un breve post sobre esta materia y ha suscitado una veintena de comentarios; mejor dicho, de testimonios por parte de personas que en su lugar de trabajo, con el grupo de sus amigos o incluso en el ámbito de su familia no se sienten con libertad para expresar sus opiniones por miedo a llevarse un disgusto o a ser rechazados. Escribe Rafael Luis P. desde Argentina: «Se ha perdido la tolerancia en las discusiones, tal vez porque las ideas no están lo suficientemente fundadas, y nadie se escucha, todos hablan a la vez y todo termina mal. Claro ejemplo se ve en las conversaciones o discusiones de los paneles de la televisión, donde los mismos periodistas no son capaces de respetar a sus colegas y los interrumpen, por no hablar de los políticos. Tienes la formidable oportunidad de enseñar a los universitarios a saber escuchar a los demás, a no interrumpir y, sobre todo, a saber fundamentar sus ideas».
A su vez Mario R., desde Kansas: «Soy docente en una universidad pública en los Estados Unidos desde hace veinticinco años. No solamente el «free speech» está amenazado, sino que la autocensura académica es muy grave: autocensura en clase, sobre todo, porque puede perderse el trabajo. En los últimos cinco años esta crisis se ha agudizado».
Los testimonios podrían multiplicarse, pero basta con asomarse a los comentarios casi siempre agresivos y llenos de insultos personales que se publican en las páginas web de los periódicos españoles en su formato digital. Su lectura es del todo desagradable, pues apenas están corregidos o filtrados, ya que eso requiere personas dedicadas a esa tarea. En contraste, los abundantes comentarios a los artículos del New York Times −siempre muy bien escritos− son a menudo tan interesantes como el artículo que comentan porque aportan testimonios u opiniones discrepantes: la experiencia humana es siempre plural.
Libertad para decir lo que uno piensa. Esta actitud hoy en día requiere valentía, pues −como diagnostica Sagrario Z. desde Pamplona− a muchos les paraliza el miedo a no ser “políticamente correctos”, a disentir de la “mayoría”. Como herederos de Sócrates, es misión de quienes nos dedicamos a la filosofía recordar a todos que no debemos renunciar a expresarnos con libertad. Y, por supuesto, hemos de aprender también todos a expresarnos con amabilidad, pues la expresión educada de la propia opinión anima a los demás a responder con la misma libertad e inteligencia.