Juan Luis Selma
Las causas nobles en las que nos implicamos son mejorables, al igual que lo somos nosotros
Me impactó escuchar a un experto en infancia el calvario que sufren muchos niños y adolescentes. Es muy frecuente la ruptura del matrimonio de sus padres; a esta pena se añade otra: tienen que poner buena cara y decir que son felices con esta situación. Lo más común es que tanto el padre como la madre quieran rehacer sus vidas y, para esto, le piden la colaboración al hijo/a.
La madre quiere que ayude a conquistar a su novio, que le acepte, que no le ponga pegas; lo mismo pasa con el padre. Así, la criatura debe aceptar con gusto algo que no le gusta. Ve que surgen dos nuevas familias y ella está en tierra de nadie y como un estorbo para los suyos. Puede pensar que, como se porte mal, perderá a sus seres queridos y entonces se quedará en la calle.
Lo moderno es aceptar todo tipo de situaciones, caer en la trampa de los nuevos relatos que intentan justificar lo que, en el fondo, es injustificable. Con la excusa de que el mundo cambia, de la modernidad, renunciamos al bien, a lo que sabemos que nos hace felices y es lo mejor para los nuestros. Ponemos cara de felicidad tonta, aunque haya sufrimiento interno. Es la hipocresía de los nuevos tiempos.
Somos muy sensibles para defender nuestros derechos, pero solemos olvidar los de los demás. Somos muy justicieros, enseguida condenamos, sobre todo los pecados contra “el progreso”, que son auténticos crímenes, pero los atentados contra la vida de los inocentes los hemos legalizado. Se atropellan y ridiculizan las convicciones y el buen hacer de los que no están “normalizados”; léase creyentes, especialmente si son católicos.
El evangelio nos narra una escena muy significativa de esta hipocresía social. Presentan a Jesús una mujer sorprendida en flagrante adulterio. En aquella época la sociedad condenaba duramente esta conducta, la castigaba con la pena de muerte. Quieren probarle, ponerle entre la espada y la pared para comprometerle y acusarle. Le preguntan “tú, ¿Qué dices?”. Después de guardar un profundo silencio, (esto facilita la reflexión, el encuentro con la verdad), les contesta: “el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Poco a poco, todos se van marchando y Jesús le dice: “mujer, ¿ninguno te ha condenado?”. La mujer responde a Jesús: “Ninguno, Señor”. Y Jesús: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
Copio de Cantalamessa: “Lo que Jesús quiere inculcar en aquella circunstancia no es que el adulterio no sea pecado o que sea cosa de poco. Es una condenación explícita por él, si bien delicadísima, con aquellas palabras: “no peques más”. El adulterio permanece, en efecto, una culpa devastadora, que nadie puede mantener larga y tranquilamente en la conciencia sin arruinar con ella, más allá que a la propia familia, también a la propia alma. Pone a la persona en la no-verdad, obligándola casi siempre a fingir y a llevar una doble vida. No es solo una traición del cónyuge, sino también de sí mismo. Jesús, por lo tanto, no intenta aprobar lo realizado por la mujer, sino que pretende condenar la actitud de quien siempre está dispuesto a descubrir y denunciar el pecado de los demás”.
La hipocresía, el escándalo farisaico, la fácil condena del otro nos pueden “tranquilizar”, hacer pensar que somos de los buenos, de los que salvan el mundo; pero, en realidad, ocultan al depredador, al insatisfecho. Cuando esta actitud es institucional (de los políticos, religiosos o educadores), corroe los cimientos de la sociedad. Pero también se puede dar en el ámbito casero y, entonces, las relaciones familiares corren un serio peligro.
La solución está en no verse dignos de tirar la primera piedra, en ser conscientes de que peor lo hago yo. Este es el camino adecuado para ayudar a los demás: comenzar por mejorar uno mismo.
En una entrevista a Gregorio Luri le preguntan cuál es la virtud fundamental en la vida pública. Contesta: “La capacidad de comprometerse con causas nobles conociendo que son imperfectas, porque ninguna realidad en la que participamos los seres humanos es perfecta, ni tan siquiera la Iglesia. Si esto lo tuviéramos claro, encontraríamos en ese compromiso una vacuna contra la profunda decepción y contra el entusiasmo enajenado. Es la virtud política de la prudencia, esencial para Aristóteles”.
Todas las causas nobles en las que nos podemos implicar son mejorables, al igual que lo somos nosotros. Nos conviene pisar suelo, aterrizar del mundo ideal y fantástico de nuestros sueños. Dejar de echar la culpa a los otros y apretarnos el cinturón. De lo contrario iremos transformando la sociedad del bienestar en el mundo desagradable del malestar. En la noble tarea de cambiar el mundo, comenzando por nosotros mismos, nos ayudará mucho la compañía y la mirada de Jesús, que comprende distinguiendo el pecado del pecador.
Fuente: eldiadecordoba.es