Agustín Echavarría
1. Introducción
La expresión “problema del mal” se utiliza con frecuencia para hacer referencia a la dificultad especulativa que representa la conciliación de la afirmación de la existencia de un Dios omnipotente, sumamente sabio y sumamente bueno, con la innegable evidencia de la abundante presencia del mal en el mundo.
Este ancestral problema fue adecuadamente presentado por Boecio como una paradoja: “Si Dios es, ¿de dónde provienen los males? Por otra parte, ¿de dónde proceden los bienes, si Dios no es?”. En efecto, el problema del mal ha sido siempre, y sigue siendo aun hoy, el caballo de batalla más habitual del ateísmo, dado que a simple vista la existencia del mal se presenta como absolutamente incompatible con la existencia del Bien absoluto. Por otra parte, la existencia del mal es también la cruz del ateísmo, porque, como explica Tomás de Aquino, lejos de implicar la negación de Dios, parece implicar una confirmación de su existencia: “Si el mal es, Dios es. Pues no existiría el mal una vez quitado el orden del bien, del cual el mal es privación. Pero este orden no existiría, si no existiera Dios”. Es por eso que a pesar de esta aparente paradoja inicial, la mayor parte de los filósofos que han querido abordar filosóficamente el problema del mal han intentado sostener, simultáneamente con la existencia real de dicho mal, la existencia de un Dios todopoderoso, absolutamente sabio y bueno. La negación de la existencia de Dios (o de alguno de los mencionados atributos), más que una respuesta al problema del mal, parece suponer más bien la renuncia absoluta a encontrarle un sentido.
La doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal se sitúa dentro de la tradición filosófica que intenta conciliar todos los extremos del problema (y con ello, enfrenta el problema como tal). En esta tradición cabe enumerar a grandes representantes del pensamiento metafísico de occidente como san Agustín, Boecio, san Anselmo, Malebranche, Leibniz y Rosmini, entre muchos otros. Para estos autores la respuesta al problema del mal estriba en la afirmación de que Dios no es su causa, sino que sólo “permite” el mal en vistas a obtener bienes mayores, o para impedir mayores males, que se seguirían de su no permisión. Parafraseando a san Agustín, Tomás afirma que “(…) pertenece a la infinita bondad de Dios el permitir que existan males y el sacar bienes a partir de ellos”.
Ahora bien, dentro de esta tradición, los modos de explicar qué significa y cómo se produce la “permisión” del mal son muy diversos, en virtud de las no menores diferencias entre los principios metafísicos adoptados por cada autor. El problema del mal ha sido una de las cuestiones más debatidas de la filosofía moderna (especialmente pre-kantiana), y hemos asistido a un notable resurgimiento del debate en los últimos 40 años, especialmente en el ámbito de la filosofía analítica anglosajona. Entre las muchas teorías que se han elaborado para intentar responder al problema del mal cabe destacar, por su notable influencia y vigencia, la doctrina llamada “teodicea” y la teoría de la “defensa del libre albedrío” (free will defence).
En este contexto, ¿tiene algo que decir el planteamiento metafísico de un autor medieval como Tomás de Aquino en el actual debate acerca del “problema del mal”? El propósito de este artículo es dar una respuesta a este interrogante, estableciendo un contrapunto de su doctrina con las más habituales posiciones modernas y contemporáneas sobre esta cuestión. En primer lugar se definirá y explicará en qué consiste una “teodicea”, como tipo específico de solución al problema del mal, y se intentará mostrar cómo, contra lo que puede parecer, la doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal no puede ser caracterizada como tal. En segundo lugar, se definirá y explicará en qué consiste una “defensa del libre albedrío”, en tanto que respuesta específica al problema del mal, y se intentará mostrar cómo, contra lo que podría parecer, la doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal tampoco puede ser encuadrada dentro de esa definición. Finalmente, se expondrán algunas ideas clave de la metafísica de Tomás de Aquino que consideramos que pueden resultar de gran importancia para iluminar el debate moderno y contemporáneo sobre la cuestión, mostrando su notable vigencia.
2. La doctrina de Tomás de Aquino no es una “teodicea”
El término “teodicea” es un compuesto de los vocablos griegos theós (Dios) y diké (justicia), por lo que etimológicamente significa “justificación de Dios”. Acuñado por Leibniz, el término aparece por primera vez en algunos de sus manuscritos de mediados de la década de 1690, y ve oficialmente la luz con la publicación de su única obra editada en vida, los Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal (Amsterdam, 1710). Según Leibniz, Dios es libre en su creación, lo cual significa que en la mente divina están representados infinitos modos posibles de crear el mundo, de los cuales Él escoge sólo uno. Partiendo de la absoluta universalidad del principio de razón suficiente, y de la absoluta bondad y sabiduría de Dios, es preciso concluir que Él debe actuar del mejor modo, no por una necesidad absoluta de tipo metafísico, sino por una necesidad “moral” que depende del primer decreto libre mediante el cual Dios ha decidido elegir lo mejor. De ahí se sigue que el mundo efectivamente creado, con todos los males que contiene, debe ser el mejor de los mundos posibles, incluidos aquellos que no contienen ningún mal en su estado de posibilidad. Por consiguiente, el mundo presente es aquel que contiene aquella mínima proporción de mal que sirve de medio o al menos de condición sine qua non para la obtención de la mayor cantidad de perfección total en el universo . En este contexto, que Dios “permite” el mal significa que es su causa indirecta o per accidens, principio que vale tanto para el mal metafísico (o mal de naturaleza), como para el mal físico (sufrimiento) y el mal moral (el pecado).
Este tipo paradigmático de “teodicea” tuvo su continuación en ciertas formas de racionalismo ilustrado que proponían un tipo de justificación de la conducta divina que simultáneamente implicaba una justificación del mal mismo. Este tipo de doctrina es el principal objeto de la ridiculización llevada a cabo por Voltaire en su novela Candide ou l’Optimisme (1759), así como de los argumentos de Kant en su breve opúsculo Über das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodizee (1791). No obstante, en la actualidad el término “teodicea” se utiliza en un sentido amplio para designar toda doctrina filosófica que no busque únicamente establecer la compatibilidad entre la existencia de Dios y la existencia del mal, sino que pretenda además dar una respuesta “positiva” al problema del mal, esgrimiendo razones para su permisión por parte de Dios. Aquí utilizaremos el término en un sentido más específico y cercano al sentido original, para designar toda doctrina que, como la de Leibniz, sostenga las siguientes tesis:
1) Holismo: la perfección del universo creado considerado como un todo es la razón última de la permisión del mal.
2) Consecuencialismo: la justificación de la existencia del mal se basa en el hecho de que este es un “medio” o al menos una conditio sine qua non instrumentalizable en orden a la obtención de la mayor perfección del universo.
3) Optimismo: existe una relación directa entre el carácter óptimo de la obra de Dios —es decir, entre la proporción y cantidad de bienes y males existentes en el universo—, y la bondad o perfección “moral” del obrar divino.
Si bien no es tan frecuente encontrar hoy en día autores que defiendan expresamente todos estos puntos señalados, muchas de estas tesis se filtran de modo implícito en algunos planteamientos. En todo caso, resulta de gran interés establecer una comparación entre esta doctrina y la de Tomás de Aquino, ya que no pocas veces se la ha caracterizado como una “teodicea” de este tipo. Abordemos la cuestión punto por punto.
1) ¿Es la doctrina de Tomás de Aquino “holista”? En algunos textos, siguiendo principios neoplatónicos, Tomás vincula expresamente la razón de permisión del mal con la perfección total del universo. En efecto, la perfección o forma que Dios busca plasmar en sus criaturas es el orden del universo, por eso Dios hace aquello que es mejor para el todo, y no sólo para cada una de las partes, a no ser en vistas a la perfección del todo. Ahora bien, explica Tomás, no se encontraría una perfecta bondad en las cosas si no hubiese en ellas un orden tal, que unas resulten mejores que otras y que haya cierta desigualdad —como la que existe entre las criaturas racionales y las irracionales—, de tal suerte que se completen en el universo todos los grados de bondad.
Según el Aquinate hay algún grado de bondad al cual corresponde por naturaleza el no poder decaer del bien propio, y otros grados a los cuales corresponde por naturaleza esa posibilidad; por consiguiente, para la mayor perfección del universo es necesario que existan ambos grados. Ahora bien, dado que la providencia divina no busca destruir las naturalezas de las cosas, sino conservarlas, permite entonces que aquello que por naturaleza puede decaer, algunas veces decaiga efectivamente de su bien propio. A partir de aquí concluye Tomás de Aquino:
“Por consiguiente se quitarían muchos bienes del universo si Dios no permitiera los males. Pues no se generaría el fuego si no se corrompiera el aire, ni se conservaría la vida del león, si no muriera el asno, ni tampoco sería alabada la justicia del que castiga y la paciencia del que sufre, si no hubiera iniquidad”.
La perfección del universo como un todo es entonces, sin duda, para Tomás de Aquino la razón de la permisión del mal, al menos en un sentido general y antecedente, es decir, es la razón de la apertura indiferenciada a la posibilidad del defecto de las criaturas.
1) ¿Significa todo esto que para Tomás de Aquino el mal es un “medio” o al menos conditio sine qua non para la obtención de ciertos bienes, como sostiene Leibniz? El propio Tomás aclara que el hecho de que a partir de los males se puedan obtener bienes que de otro modo no habrían existido, no significa que el mal pueda conferir per se ninguna perfección al universo. Sólo puede conferir cierta perfección a alguna cosa aquello que o bien es una parte constitutiva de ella, o bien causa alguna perfección en esa cosa [25]. Ahora bien, dado que el mal no es una realidad ni substancial ni accidental, sino sólo “privación”, no puede formar parte del universo, ni puede ser per se la causa de ningún bien. El mal sólo puede conferir alguna perfección al universo per accidens, en la medida en que a dicho mal viene unido incidentalmente algo que contribuye a la perfección del universo.
Si bien este último principio relativo a la razón de la permisión del mal es universalmente válido para todas las clases de mal, debe ser aplicado de manera analógica según el tipo de mal del que se habla en cada caso. Hay ciertamente algunos males que, si no existiesen en absoluto, el mundo sería menos perfecto, a saber, aquellos males a partir de los cuales se obtiene una perfección mayor que aquella de la que estos mismos males privan, como sucede, por ejemplo, que de la corrupción de los elementos resulta el mixto, cuya forma es más perfecta que la de los elementos corrompidos. Tal es el caso de los males de los agentes físicos o “males de naturaleza”, es decir, los defectos que afectan a las cualidades y a las acciones de estos sujetos y que les acaecen como una consecuencia natural a la vez de su mutuo entrecruzamiento causal y de su composición hilemórfica. Pero es también el caso de los “males morales de pena”, es decir, de aquellas privaciones contrarias a la voluntad de las criaturas racionales que estas padecen como consecuencia de una culpa personal o ajena —por ejemplo, el pecado original—. En ambos casos, que Dios “permite” estos males significa que es su causa indirecta o per accidens, en la medida en que se producen como consecuencia ya de la obtención de la “forma natural” del universo, ya del restablecimiento de la justicia en el mismo.
Sin embargo, hay otro tipo de males, explica Tomás, que, si no hubiesen llegado a ser, el universo podría haber sido más perfecto. Se trata de aquellos males que privan a algún individuo de una perfección mayor que la que otro obtiene a partir de ese mal. Tal es el caso del “mal moral de culpa”, es decir, de la acción voluntaria privada del debido orden al fin del sujeto racional que la realiza, en lo cual consiste según Tomás el mal en sentido estricto, ya que se opone directamente al bien infinito que es Dios. En efecto, cuando se da este tipo de males, alguno queda privado de la gracia y la gloria, gracias a lo cual otro se ve beneficiado con la comparación. Ahora bien, la perfección que se obtiene por medio de la permisión de estos males, podría alcanzarse sin ellos, pues no es estrictamente necesario que exista, por ejemplo, un acto de persecución para que alguno adquiera la paciencia y alcance la salvación. En conclusión:
“(...) si ningún hombre hubiese pecado, todo el género humano habría sido mejor; porque aun cuando la salvación de uno fuera ocasionada directamente a partir de la culpa de otro, sin embargo aquél podría haber conseguido la salvación sin aquella culpa; sin embargo, ni estos males ni aquellos contribuyen per se a la perfección del universo, porque no son causas de la perfección, sino ocasiones”.
Así, el mal de culpa puede ser “ocasión” para la obtención de ciertos bienes, en la medida en que se presenta como una circunstancia favorable para ello. Pero, en rigor, ningún bien ulterior que pueda obtenerse está necesariamente ligado con ningún mal de culpa precedente, de suerte que no existan otros medios para su obtención. Por eso afirma Tomás que El “mal de culpa”, no puede ser causado por Dios ni directa ni indirectamente, y su permisión no es en modo alguno la consecuencia necesaria de los bienes que Dios desea obtener. En este caso, que Dios lo permite significa que Él es la causa primera que sostiene en el ser el acto deficiente de la libertad creada; no obstante, es ésta misma libertad la que, introduciendo por si sola ese defecto en su acción y poniendo un impedimento a la causalidad divina, es la única causa —e incluso “causa primera”— del defecto de su acción. El mal moral es entonces una posibilidad necesaria de toda libertad creada, pero su realización efectiva es absolutamente contingente. Como se ve, estamos muy lejos aquí de una consideración consecuencialista en la que el mal es instrumentalizado para la obtención del bien.
1) Con respecto al optimismo metafísico, es preciso hacer algunas importantes aclaraciones. Ciertamente, Tomás de Aquino afirma de modo expreso la absoluta perfección del obrar de Dios, quien “no podría obrar mejor” que como obra. No obstante, debe entenderse esa expresión en un sentido adecuado. Explica Tomás que si por “mejor” se entiende el “modo” de la acción divina, es evidente que Dios no puede obrar mejor que como obra, porque su actuar inmanente se identifica por completo con la perfección de su sabiduría y su bondad esenciales, que no admiten comparación alguna. En cambio, si el comparativo “mejor” se refiere a la perfección del efecto creado, entonces debe decirse que la perfección de la acción de Dios no se agota en ningún efecto, ya que toda criatura es perfectible o mejorable; en este sentido Dios, absolutamente hablando, siempre puede hacer las cosas mejores que lo que las hace.
No existe pues un “mejor de los mundos posibles”, porque no hay un único modo de crear las cosas que sea el más adecuado para manifestar la sabiduría y la bondad divinas. En rigor, la perfección del obrar de Dios no puede ser mensurada a partir de ningún efecto actual ni posible, ya que el fin por el cual Él obra —a saber, su propia gloria— se alcanzaría en cualquier caso de modo infalible y perfecto, sea con unas criaturas o con otras, y sea cual sea el modo en que estas se comporten. Por supuesto que estas afirmaciones solo alcanzan su pleno fundamento dentro de una metafísica que no reduzca el acto creador de Dios a la mera actualización de un “mundo” completo, ya desplegado en el reino de la pura posibilidad, o — para decirlo con terminología actual—, a la mera “instanciación” de ciertos “estados de cosas”. Para Tomás Dios crea comunicando el acto de ser a determinados sujetos a los que constituye con sus capacidades operativas propias, y cuyo modo de obrar, necesario o contingente y falible, conserva y respeta.
En tal sentido resulta muy llamativo que, a pesar del general rechazo de la filosofía y teología actuales a las teodiceas de tipo racionalista, persistan aun algunos de sus supuestos fundamentales. En efecto, muchas de las objeciones a la bondad divina basadas en la “cantidad” de males del universo, y muchas de las respuestas a este tipo de objeción, descansan sobre el supuesto consecuencialista de que para que la bondad de Dios esté a salvo, Él no puede “fracasar” en su creación, y que por eso es necesario que la cantidad y calidad de los males no supere a la cantidad de bienes —por ejemplo, que los condenados no sean más que los salvados—. En este sentido, parece acertada la apreciación de P. Van Inwagen, en el sentido de que la cantidad de mal que Dios permite tiene que ser indeterminada, ya que no hay una “mínima cantidad de mal” a través de la cual Dios alcance sus objetivos. En rigor, ninguna cantidad ni proporción de mal en el mundo podría significar una objeción definitiva a la inocencia de Dios.
Lo que este tipo de objeciones parecen soslayar es la posibilidad de que Dios, sin que esto vaya en desmedro de su perfección, pueda haber decidido asumir un “riesgo real” al decidir crear seres racionales falibles, abriendo de este modo la posibilidad real del fracaso para todas y cada una ellas, y que lo haya hecho simplemente por el valor que posee en sí misma la libre conquista del bien al que estas están naturalmente orientadas. Esta consideración —que puede hacerse independientemente de la certeza que podamos tener acerca de la posible sobre compensación que quepa esperar de parte de un Dios sabio, bueno y todopoderoso por la permisión de esos males—, parece sin duda estar mejor preservada dentro de la así llamada “defensa del libre albedrío” (free will defence).
3. La doctrina de Tomás de Aquino no es una “defensa del libre albedrío” (free will defence)
La estrategia argumentativa más habitual para afrontar el problema del mal en las últimas décadas ha sido la así llamada free will defence. Elaborada en el contexto del resurgimiento analítico del interés por la teología natural —o, como se la llama en ámbito anglosajón, Philosophy of Religion—, ha sido sostenida con diversos matices por autores como A. Plantinga, R. Swinburne y P. Van Inwagen, entre muchos otros. Esta estrategia ha tenido un rotundo éxito, llegando a dejar como comúnmente aceptado que no existe ninguna incompatibilidad lógica entre la existencia de Dios, con todos sus atributos clásicos, y la existencia del mal.
Sin entrar en las particularidades de cada una de las propuestas de los mencionados autores, podríamos caracterizar a grandes rasgos esta estrategia a partir de las siguientes afirmaciones comunes a muchas de ellas:
1) El gran bien que representa la existencia del libre arbitrio en las criaturas ha sido la razón fundamental que ha movido a Dios a permitir todo el mal que esta libertad, por su propia condición, hace posible. Que la libertad sea un gran bien queda en evidencia desde el momento en que ella es la condición necesaria no sólo para un comportamiento moral responsable, sino también para que las criaturas entre relación de amistad entre ellas y con su creador. Para que la libertad pueda ser considerada “moralmente relevante” debe implicar por su propia naturaleza la capacidad de autodeterminación, y la consiguiente posibilidad de elección entre opciones buenas o malas; ahora bien, esto trae por ello consigo la posibilidad del mal, al menos del mal moral. Por consiguiente, Dios no podría haber creado seres libres para amar, sin abrir con ello la posibilidad de que estos decidieran odiar.
2) Algunos partidarios de la free will defence van aún más allá y afirman que es contradictorio que Dios pueda crear un mundo con libertad y sin mal, y que, por tanto, tal posibilidad está fuera del alcance de la omnipotencia de Dios. Así, según Plantinga, Dios no puede actualizar aquellos mundos posibles que contienen un estado de cosas que consista en que una criatura realice o deje de realizar una acción. En efecto, Dios sólo puede actualizar en sentido fuerte aquello que puede “causar” que sea actual [52]. Ahora bien, si Dios “produce que yo deje de hacer A, entonces yo dejo de hacer A libremente”, porque la libertad en sentido significativo implica la indeterminación respecto de leyes causales y condiciones antecedentes que determinen la voluntad. Por tal motivo Plantinga rechaza lo que él considera “el lapsus de Leibniz” (Leibniz’s lapse), es decir, la afirmación de que Dios puede crear cualquier mundo posible. Más concretamente, los free will defenders señalan en general —contra una clásica objeción compatibilista de Mackie—, que Dios no podría crear un mundo en el que los hombres eligieran siempre libremente el bien, es decir, un mundo que contuviera únicamente bien moral y no mal moral. Se ha dicho incluso que esta afirmación constituye el “corazón de la defensa del libre albedrío”.
3) La existencia de la libertad es suficiente además para explicar la condición de posibilidad no solamente de los males que ella misma produce (mal moral) sino también todos los males de naturaleza física que las criaturas padecen. Acerca de este punto, los diferentes autores han ensayado diversas hipótesis explicativas del modo en que la libertad se encuentra conectada con la posibilidad del mal físico, dada la especial dificultad que representa el caso de los males “naturales” no producidos por el hombre. Así, A. Plantinga ha sostenido como altamente probable la posibilidad de que todo mal natural tenga su origen en una libertad no humana (es decir, la del demonio). R. Swinburne ha recurrido al argumento de “la necesidad del conocimiento”, que afirma que la posibilidad de los males naturales es connatural a un mundo en el que exista una regularidad que permita al hombre hacer las inducciones necesarias para ejercer positivamente su libertad. P. Van Inwagen, por su parte, ha elaborado una narración de carácter conjetural acerca del “estado de justicia original” y el pecado del primer hombre como causa de su desajuste con la naturaleza.
No resulta nada extraño que, a la vista de esta clase de argumentos, muchos autores hayan querido incluir a autores clásicos como san Agustín, san Anselmo y, por supuesto santo Tomás de Aquino, entre las grandes precursores de la free will defence. Ahora bien, ¿responde la caracterización arriba expuesta a una fiel lectura de la doctrina de Tomás de Aquino? Conviene analizar la cuestión punto por punto:
1) Ciertamente, como ya se ha dicho, para Tomás, Dios crea, en vistas a la perfección de su creación, aquellas sustancias que pueden por su propia naturaleza decaer del bien, como es el caso de las dotadas de libre arbitrio. Esto significa que el bien que estas criaturas libres representan para el universo es de suyo un bien más alto que el precio que se paga por ello. Para Tomás, el bien de cada criatura intelectual —que en virtud de su libre arbitrio pueden dirigirse por sí misma a su fin último—, vale más que todo el universo físico. La posibilidad de la gloria, es decir, de que estas criaturas puedan entrar libremente en relación de amistad con Dios y alcanzar su visión “cara a cara”, bien vale, según Tomás, la posibilidad del pecado e incluso de su condenación eterna. En este punto, la doctrina de santo Tomás no solo es perfectamente coincidente con la de los free will defenders, sino que es una de sus fuentes históricas más claras.
2) En segundo lugar, también es cierto que para Tomás de Aquino la libertad de las criaturas es naturalmente falible o “flexible” hacia el mal. Afirma claramente Tomás que “cualquier criatura racional, tanto el ángel como el hombre, si se lo considera en su sola naturaleza, puede pecar”. En tal sentido, J. Maritain ha sostenido que una criatura naturalmente infalible equivale a un círculo cuadrado. Ahora bien, es necesario introducir un importante matiz a estas afirmaciones. Como ha señalado muy agudamente J. Pieper, para Tomás, si bien la posibilidad de hacer el mal es una “signo” de la libertad, no es sin embargo una parte constitutiva de ésta: “(…) el poder elegir el mal no pertenece a la razón del libre arbitrio, sino que se sigue del libre arbitrio en cuanto existe en una naturaleza creada que puede decaer”. Dios, siendo libre, no puede hacer el mal, como tampoco, dejan de ser libres los bienaventurados, cuya libertad está ya confirmada en el bien. Esto significa que para Tomás de Aquino, el no poder querer sino el bien no es en modo alguno una anulación o una limitación de la libertad, sino su consumación y perfección última.
Tomás, siguiendo en esto a san Agustín, afirma que lo que vuelve falible a la libertad de la criatura no es el ser ella una libertad, sino el provenir “de la nada”, es decir, el ser una libertad “creada”. La posibilidad de actuar mal no es inherente a la libertad en cuanto tal, sino solo a la libertad finita. Más aun, sin necesidad de caer en la afirmación de que tal finitud es un “mal metafísico” —como se suele interpretar que pensó Leibniz—, puede afirmarse que la limitación creatural es la raíz metafísica de la posibilidad de todos los tipos de mal, no solo del propio de la voluntad libre. En Tomás de Aquino esta afirmación está fundada sobre la tesis de la composición acto-potencial de ser y esencia propia de toda criatura. La composición de ser y esencia implica la no identidad del sujeto creado con la perfección que tiene recibida. Ahora bien, esta no identidad es lo que hace posible que las criaturas adquieran o pierdan perfección. Así, la composición metafísica, al mismo tiempo que es la raíz de la perfectibilidad de las criaturas, es por ello mismo la raíz su carácter falible. En cuanto a la cuestión de la causalidad divina y la libertad creada, debe decirse que para Tomás de Aquino no solo es posible que Dios “cause” que una criatura actúe libremente bien, sino que eso es precisamente lo que sucede en cada acción buena que la criatura realiza. Para Tomás Dios no “permite” a la criatura obrar libremente, sino que ciertamente “causa” las acciones libres de la criatura. Esta tesis es la consecuencia natural de su metafísica de la creación, que implica la total y radical dependencia de todas las cosas respecto de la causalidad divina. Esta causalidad universal y omncomprensiva no excluye las acciones libres de las criaturas, ya que toda causa segunda obra “en virtud de la causa primera”. Dios “mueve” radicalmente como causa primera el libre arbitrio de la criatura, no solo en la medida en que lo “conserva” en el ser, sino en tanto que “aplica” la voluntad creada a su acto propio, siendo causa del mismo querer de la voluntad.
Ahora bien, esto no significa que la doctrina de Tomás pueda ser caracterizada como una suerte de “compatibilismo” que acepte la coexistencia de libertad y determinismo en nuestras acciones. En rigor, su posición se sitúa en un plano que supera el debate entre compatibilismo y libertarianismo, en los términos en los que habitualmente está planteado, es decir, como una falsa oposición entre causalidad (entendida de modo determinista) y libertad. Para entender adecuadamente la perspectiva de Tomás hay que tener en cuenta algunos aspectos de la noción de causalidad aplicada a la acción de Dios sobre las criaturas:
a) En primer lugar, la acción causal divina ad extra es siempre causalidad creadora, que no presupone ningún sujeto. Esto quiere decir que Dios no “deja obrar” una libertad ya existente (libertarianismo), o la “determina” hacia una opción u otra (compatibilismo), como si esta fuera algo preexistente. Antes bien, la acción creadora constituye al sujeto en su propio ser y en su propio obrar participados. La causalidad divina no solo no anula la libertad creada sino que la fundamenta, ya que esta actúa con un mayor poder causal propio cuanto mayor es la influencia que recibe de la causalidad divina.
b) El concepto tomasiano de “causalidad” no implica en modo alguno una “determinación” unívoca de los efectos a partir de “condiciones antecedentes”, sino pura y exclusivamente la “dependencia” actual de lo que llamamos efecto respecto de un principio del cual éste recibe el ser. Que las acciones libres de la criatura dependan de Dios para ser no implica que éstas dejen de producirse contingentemente. La causalidad divina es precisamente la raíz de esta contingencia, en la medida en que Dios ha querido que ciertas cosas sucedan contingentemente, para lo cual les ha preparado causas contingentes, proporcionadas a la naturaleza de tales efectos.
Ahora bien, según ciertos tomistas han explicado, esto no excluye que pueda caer bajo la omnipotencia de Dios el remediar la natural falibilidad de la criatura, moviendo de modo extraordinario la voluntad creada, de tal forma que esta se aplique infaliblemente al bien, sin que esto implique destruir la naturaleza de la libertad. Ahora bien, de esto no se sigue que, si Dios no obra siempre de tal modo, su bondad quede cuestionada. Para que Dios no sea el responsable del mal basta con que mueva ordinariamente la libertad creada al modo falible connatural a ella, o, como dice Maritain, con mociones “rompibles”, que son por su propia naturaleza suficientes para que la criatura pueda no obrar mal. En ese sentido, tanto Mackie como los free will defenders incurren en un mismo supuesto no demostrado, al sostener que del hecho de que Dios pueda valerse de un poder extraordinario para mover la libertad creada hacia el bien, se sigue que Él “debería” hacerlo siempre, para que su justicia no quedase en entredicho.
3) Por último, al no acertar con la raíz última de la posibilidad del mal —la composición metafísica de esencia y ser—, los free will defenders se ven en la obligación de recurrir una serie de argumentos ad hoc para vincular la posibilidad de todo el sufrimiento y el mal de naturaleza con la libertad. En Tomás ciertamente existe esa conexión del sufrimiento y el mal de naturaleza con la libertad, ya que tales males no afectaban al hombre en el estado de justicia original, sino que lo hacen como consecuencia de tal pecado original. Ahora bien, la existencia de tal conexión no puede ser alcanzada como una conclusión meramente filosófica, sino que proviene de un dato de fe (a saber, el mismo pecado original). Aunque muchos de los argumentos de los free will defenders sobre esta cuestión se presenten como hipótesis meramente probables sin pretensión demostrativa, incurren en una cierta confusión de planos, al querer presentar en sede exclusivamente filosófica una cuestión que pertenece propiamente al ámbito de la teología revelada, sin legitimar ese recurso. En tal sentido, como ha mostrado recientemente P. A. McDonald Jr., la esencial apertura de la metafísica tomista del mal a la teología revelada podría proveer de una fundamentación mucho más sólida a los argumentos basados en la free will defence, al legitimar el recurso racional a verdades reveladas para responder a problemas planteados desde la experiencia y la razón naturales.
Desde un punto de vista estrictamente filosófico, debe decirse que tanto el sufrimiento como el mal de naturaleza en general tienen su raíz en el carácter naturalmente corruptible del ente físico. Para Tomás, todo ente natural, dada su composición acto-potencial hilemórfica, tiene la posibilidad de no-ser, es decir, de perder su forma o perfección sustancial, y sufrir así la corrupción, así como también puede padecer la acción de otras sustancias físicas. La razón general de la permisión de este tipo de males se reduce entonces al mencionado principio de la conveniencia de los grados de ser, ya que Dios no podría crear el universo material sin producir per accidens el mal que tal corrupción implica. Esto no quita que, desde un punto de vista teológico, algunos de estos males puedan ser considerados también como “males de pena”, en la medida en que afectan al hombre como consecuencia del pecado.
4. La definición de “mal” como aportación de Tomás de Aquino al debate actual
Ahora bien, si la doctrina de Tomás de Aquino no puede ser catalogada dentro de las habituales respuestas modernas y contemporáneas al problema del mal, ¿qué puede decirse positivamente de ella? En un artículo reciente S. Newlands ha señalado que una de las deficiencias más notables de los planteamientos actuales es la falta de una clara definición de “mal”, mostrando que, luego de la severa crítica que sufrió la clásica definición agustiniana del mal como privatio boni a lo largo del s. XVII, no ha surgido ninguna alternativa a esta definición entre los autores que defienden el teísmo; por esta razón sugiere que tal definición debe ser rehabilitada. En tal sentido, quizás la contribución más importante de Tomás de Aquino al esclarecimiento de este problema sea su definición del mal, sustentada en su “metafísica del ser”.
En efecto, la versión específicamente tomista de la definición del mal como privación contiene ciertas ventajas que contribuyen a superar el descrédito en el que tal definición ha caído. Las críticas más usuales a la definición del mal como privación, se basan en la acusación de que con ella el mal quedaría reducido a una mera apariencia sin realidad alguna, lo cual contrasta con la experiencia del poder y el dramatismo con que se manifiesta en el mundo. Ahora bien, este tipo de críticas adolecen de una comprensión superficial de lo que se entiende por “privación”, concepto que queda frecuentemente confundido con la mera ausencia de perfección. En este malentedido se basa, por ejemplo, la errónea identificación que R. Swinburne ha hecho de la clásica definición del mal como privación con la doctrina hegeliana que postula que la misma finitud es una mal.
Para esclarecer este malentendido es conveniente recordar que Tomás de Aquino no se limita a reiterar la definición agustiniana, sino que desarrolla y explicita sus fundamentos metafísicos. Para Tomás no toda carencia de perfección es de suyo un mal, sino que es necesario establecer una distinción entre la ausencia “privativa” y la meramente “negativa”. Así, las carencias propias de los límites que constituyen a una cosa en su propia naturaleza son meramente “negativas”, mientras que aquellas carencias que privan al sujeto en el que radican de alguna perfección que le correspondería tener en virtud de su naturaleza, se llaman “privativas”. Así, el carecer de alas no es un mal para un hombre, porque no corresponde a su naturaleza el poder volar, mientras que la ceguera sí es un mal para el hombre, ya que por naturaleza debería estar provisto de la capacidad de ver. El mal no es entonces una mera negación, es decir, cualquier ausencia de bien o perfección, sino que es propiamente la privación de un bien debido, esto es, la ausencia de una perfección que a un sujeto le corresponde por naturaleza poseer.
Ahora bien, esta doctrina solo puede ser entendida correctamente en el contexto de una metafísica creacionista del acto de ser y de la participación, en la cual el ente finito está compuesto de dos co-principios: la perfección recibida de Dios —el acto de ser— y el sujeto que recibe esa perfección —la esencia finita—. Sólo puede haber aunténticamente “privación” o ausencia de perfección debida, allí donde hay composición metafísica, porque para que un determinado sujeto pueda estar “privado” de la perfección que le es debida de acuerdo con su naturaleza, el sujeto no debe ser idéntico a la perfección que posee. Ahora bien, por lo mismo que la criatura no se identifica con su ser, tampoco su esencia se identifica ni con su obrar ni con los principios próximos de su obrar, es decir, sus potencias operativas. Esta no identidad entre la esencia y las operaciones hace que la criatura no sea un ser “clausurado”, sino ontológicamente “abierto”, que puede y debe conquistar más ser o perfección a través de sus acciones. Pero, por eso mismo, también puede perder perfección o ser, introduciendo defectos o faltas en sus acciones, y desviándose del fin señalado por su naturaleza.
Decir que el mal es privación no significa entonces negar absolutamente su realidad, sino afirmar que no tiene una entidad “positiva”, que carece de toda forma y naturaleza, y que no es capaz de subsistir por sí mismo, sino sólo como una mutilación en el ser de los entes. El mal subsiste en y actúa por medio de aquellos sujetos a los cuales corrompe y, por tanto, toda su realidad y su eficacia procede de estos bienes. En tal sentido, hay que decir que el mal es peor y se manifiesta con más crudeza cuanto mayores son los bienes que corrompe. Su dramatismo estriba precisamente en el carácter corrosivo y parasitario de su modo de existencia.
La definición del mal no puede ser independiente de la cuestión de su causalidad. Es por eso que la definición del mal como privación permite una mejor comprensión de la cuestión de su permisión. Como ha señalado acertadamente J. Maritain, es necesario llevar a sus últimas consecuencias la total disimetría que existe entre la línea del bien o del ser y la línea del mal o del no-ser. En la línea del ser o del bien, Dios, en cuanto creador, es la causa primera de toda la perfección que hay en las criaturas, tanto a nivel sustancial, como operativo. También en la línea del ser, las criaturas son a su vez causas segundas —esto es, real y propiamente causas, en su propio plano— de sus acciones. En cambio, en la línea del mal o del no-ser, nos situamos en el orden de la causalidad “deficiente”, donde las cosas suceden de otro modo. Así, si consideramos los males físicos, no se puede decir que Dios, en cuanto causa del ser, los cause directamente, aunque sí pueda decirse que lo hace indirectamente, como se ha mostrado más arriba.
Ahora bien, como ya se ha dicho, el mal moral de culpa no puede ser causado por Dios, “ni directa ni indirectamente”. Por una parte, porque el mal moral de culpa, al ser el mal en sentido absoluto, es lo radicalmente opuesto tanto al Bien absoluto como a su voluntad, manifestada a través de las inclinaciones naturales de la criatura. Por otra parte, como se ha dicho, toda libertad finita, es naturalmente falible o flexible hacia el mal porque, teniendo que adecuarse a una norma de acción distinta de sí misma —el bien y la ley moral—, tiene bajo su potestad, al momento de actuar, el considerar o no la norma que debe hacer recta su acción. La libre “no consideración de la ley moral” en el instante de la elección de la voluntad es la causa de que tal acción sea defectuosa y constituya un mal de culpa. Ahora bien, la libertad creada no tiene necesidad de que Dios concurra con su causalidad para tal “no consideración”, porque ella no es propiamente un acto —es decir, algo positivo—, sino una pura “negación”, introducida sólo por la criatura en su elección. De este modo, la libertad creada se basta a sí misma para ser la “causa primera” en la línea del mal, es decir, tiene la primera iniciativa en lo que hay de privación en sus acciones deliberadas y tiene en algún sentido la capacidad de frustrar la voluntad (antecedente) de Dios.
5. Conclusión
No ha sido la intención de este artículo hacer una exposición completa de la doctrina de Tomás de Aquino acerca del mal, ni se han abordado todos los problemas especulativos que esta doctrina puede traer consigo. Lo que se ha intentado es simplemente mostrar cómo el enfoque que Tomás de Aquino hace del problema no es fácilmente reductible a ninguna de las más frecuentes soluciones ensayadas por los filósofos teístas modernos y contemporáneos. Si bien, como se ha visto, Tomás comparte algunos de los supuestos de estas posiciones, se sitúa en una perspectiva metafísica más amplia que permite eludir algunas falsas oposiciones y aporías muy habituales. El mal es para Tomás de Aquino una ausencia “real”, un desgarramiento o “empobrecimiento” ontológico, una auténtica pérdida de ser o perfección de las criaturas, introducida por ellas mismas en contra de la intención original de Dios, y que nunca tendría que haber acaecido. En tal sentido, se ha intentado mostrar la notable vigencia del planteamiento de Tomás de Aquino, que si bien no propone una “solución” al problema del mal, en el sentido habitual de esta expresión, desarrolla una “metafísica del ser”, en cuyo marco, ciertamente, encontramos los principios para una comprensión adecuada de la realidad del mal, y por tanto, también de su permisión por parte de un Dios sabio, bueno y omnipotente.
Fuente: revistas.unav.edu/