J. De la Vega y J.M. Martín
"Tened valor para educar en la austeridad -decía san Josemaría a un grupo de familias-; si no, no haréis nada". Sobre esta virtud se centra este nuevo texto editorial de la serie dedicada a la familia.
En la labor de educación, cuando los padres niegan a sus hijos algún deseo, es fácil que éstos pregunten por qué no pueden seguir la moda, o comer algo que no les gusta, o qué les impide pasar horas navegando por internet, o jugando en el ordenador. La respuesta que viene espontánea puede ser, simplemente, “porque no nos podemos permitir ese gasto” o “porque debes terminar tus tareas” o, en el mejor de los casos, “porque acabarás siendo un caprichoso”.
Son respuestas hasta cierto punto válidas, al menos para salir de un momentáneo atolladero, pero que sin pretenderlo pueden ocultar la belleza de la virtud de la templanza, haciendo que aparezca ante los hijos como una simple negación de lo que atrae.
Por el contrario, como cualquier virtud, la templanza es fundamentalmente afirmativa. Capacita a la persona para hacerse dueña de sí misma, pone orden en la sensibilidad y la afectividad, en los gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva, nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos ayuda a aspirar al bien mejor. De modo que, de acuerdo con Santo Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida sensible y espiritual. No en balde, si se leen con atención las bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con paciencia la injusticia : la templanza encauza las energías humanas para mover el molino de todas las virtudes.
Señorío
El cristianismo no se limita a decir que el placer es algo “permitido”. Lo considera, más bien, como algo positivamente bueno, pues Dios mismo lo ha puesto en la naturaleza de las cosas, como resultado de la satisfacción de nuestras tendencias. Pero esto es compatible con la conciencia de que el pecado original existe, y ha desordenado las pasiones. Todos comprendemos bien por qué San Pablo dice hago el mal que no quiero; es como si el mal y el pecado hubiesen sido injertados en el corazón humano que, después de la caída original, se halla en la tesitura de tener que defenderse de sí mismo. Ahí se revela la función de la templanza, que protege y orienta el orden interior de las personas.
Uno de los primeros puntos de Camino puede servir para encuadrar el lugar de la templanza en la vida de las mujeres y de los hombres: Acostúmbrate a decir que no. San Josemaría explicaba a su confesor el sentido de este punto, señalando quees más sencillo decir que sí: a la ambición, a los sentidos…. En una tertulia, comentaba que cuando decimos que sí, todo son facilidades; pero cuando hemos de decir que no, viene la lucha, y a veces no viene la victoria en la lucha, sino la derrota. Por lo tanto, nos hemos de acostumbrar a decir que no para vencer en esa lucha. Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero.
Decir que no, en muchas ocasiones, conlleva una victoria interna que es fuente de paz. Es negarse a lo que aleja de Dios –a las ambiciones del yo, a las pasiones desordenadas–; es la vía imprescindible para afirmar la propia libertad; es un modo de colocarse en el mundo y frente al mundo.
Cuando alguien dice que sí a todos y a todo lo que le rodea o le apetece, cae en el anonimato; de alguna forma se despersonaliza; es como un muñeco movido por la voluntad de otros. Tal vez hayamos conocido a alguna persona que es así, incapaz de decir que no a los impulsos del ambiente o a los deseos de quienes le rodean. Son personas aduladoras en las que el aparente afán de servicio revela falta de carácter o, incluso, hipocresía; son personas incapaces de complicarse la vida con un “no”.
Porque quien dice que sí a todo, en el fondo, demuestra que, aparte de sí mismo, poco le importa. Quien, en cambio, sabe que guarda un tesoro en su corazón, lucha contra lo que se le opone. Por eso, “decir que no” a algunas cosas es, sobre todo, comprometerse con otras, situarse en el mundo, declarar ante los demás la propia escala de valores, su forma de ser y de comportarse. Supone –cuanto menos– querer forjar el carácter, comprometerse con lo que realmente se estima, y darlo a conocer con las propias acciones.
La expresión de algo o alguien “bien templado” produce una idea de solidez, de consistencia: Templanza es señorío. Señorío que se logra cuando se es consciente de queno todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.
El hombre acaba dependiendo de las sensaciones que el ambiente despierta en él, y buscando la felicidad en sensaciones fugaces, falsas, que –precisamente por ser pasajeras– nunca satisfacen. El destemplado no puede encontrar la paz, va dando bandazos de una parte a otra, y acaba por empeñarse en una búsqueda sin fin, que se convierte en una auténtica fuga de sí mismo. Es un eterno insatisfecho, que vive como si no pudiera conformarse con su situación, como si fuera necesario buscar siempre una nueva sensación.
En pocos vicios se ve mejor que en la destemplanza la servidumbre del pecado. Como dice el Apóstol, en su desesperación se entregaron al desvarío. El destemplado parece haber perdido el control de sí mismo, volcado como está en buscar sensaciones. Por el contrario, la templanza cuenta entre sus frutos con la serenidad y el reposo. No acalla ni niega los deseos y pasiones, pero hace al hombre verdaderamente dueño, señor. La paz es «tranquilidad en el orden», sólo se encuentra en un corazón seguro de sí mismo, y dispuesto a darse.
Templanza y sobriedad
¿Cómo se puede enseñar la virtud de la templanza? En numerosas ocasiones, San Josemaría ha abordado la cuestión, haciendo hincapié en dos ideas fundamentales: para educar son necesarias la fortaleza y el ejemplo, y promover la libertad. Así, comentaba que los padres deben enseñar a sus hijosa vivir con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana, es decir, cristiana. Es difícil, pero hay que ser valientes: tened valor para educar en la austeridad; si no, no haréis nada.
De lo dicho anteriormente, resulta que es indudable la importancia de esta virtud; pero puede parecer sorprendente que San Josemaría considere que una vida espartana sea sinónimo de algo cristiano, o al revés, que lo cristiano se explique por lo espartano. Parece que la solución de la paradoja está en relacionar la vida espartana con la importancia que tiene la valentía –parte de la virtud de la fortaleza– para educar la templanza.
Además, aquí se han de distinguir dos sentidos de valentía: en primer lugar, es preciso ser valiente para asumir personalmente ese modo de vida espartano –es decir, cristiano–. Nadie da lo que no tiene, y más si se considera que para enseñar la virtud de la templanza es capital el ejemplo y la experiencia propia. Precisamente por tratarse de una virtud cuyas acciones se dirigen al desprendimiento, resulta fundamental que los educandos vean ante sí sus efectos.
Si quienes son sobrios transmiten alegría y paz de ánimo, los hijos tendrán un incentivo para imitar a sus padres. El modo más sencillo y natural de transmitir esta virtud es el ambiente familiar, sobre todo cuando los niños son pequeños. Si ven que los padres renuncian con elegancia a lo que a ellos les parece un capricho, o sacrifican su propio descanso por atender a la familia –por ejemplo, por ayudarles con las tareas del Colegio, o a bañar o dar de comer a los pequeños o a jugar con ellos–, asimilarán el sentido de esas acciones y las relacionarán con la atmósfera que se respira en el hogar.
En segundo lugar, también hace falta valentía para proponer la virtud de la templanza, como un estilo de vida bueno y deseable. Es cierto que cuando los padres viven de un modo sobrio, será más fácil sugerirla a través de comportamientos concretos. Pero a veces, les puede venir la duda de hasta qué punto no están interfiriendo en la legítima libertad de los hijos, o imponiéndoles, sin derecho, el propio modo de vivir. Incluso cabe que se planteen si es eficaz imponer o mandar algo que no parece que los hijos puedan o no quieran asumir. Si se les niega un antojo, ¿no permanece el deseo, máxime cuando sus amigos tienen eso? ¿No se fomenta así que se sienta “discriminado” en sus relaciones sociales? O, aún peor, ¿no es una ocasión para que se distancie de sus padres, y que sea insincero?
En el fondo, si somos realistas, nos damos cuenta de que ninguno de estos motivos es suficientemente convincente. Cuando uno se comporta con sobriedad, descubre que la templanza es un bien, y que no se trata de cargar absurdamente a los hijos con un fardo insoportable, sino de prepararles para la vida. La sobriedad no es simplemente un modelo de conducta que uno “elige” y que no se puede imponer a nadie, sino que es una virtud necesaria para poner un poco de orden en el caos que el pecado original ha introducido en la naturaleza humana.
Se trata de ser conscientes de que toda persona, por tanto, ha de luchar por adquirirla, si quiere ser dueño y señor de sí mismo. Es preciso convencerse de que no basta el buen ejemplo para educar. Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse –y pedir al Señor la fuerza para hacerlo– a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño –ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia– reclaman.
Libertad y templanza
Por lo demás, se trata de educar en templanza y libertad al mismo tiempo: son dos ámbitos que se pueden distinguir, pero no separar; sobre todo, porque la libertad “atraviesa” todo el ser de la persona y está en la base de la educación misma. La educación se dirige a que cada cual se capacite para tomar libremente las decisiones acertadas que configurarán su vida.
No se educa con una actitud protectora en la que, de hecho, los padres acaban suplantando la voluntad del niño y controlando cada uno de sus movimientos. Ni tampoco con una acción tan excesivamente autoritaria que no deja espacio al crecimiento de la personalidad y del propio criterio. En ambos casos, el resultado final se parecerá más a un sucedáneo de nosotros mismos o a un caricatura de persona sin carácter.
Lo acertado es ir dejando que el hijo vaya tomando sus decisiones de modo acorde con su edad; y que aprenda a elegir haciéndole ver las consecuencias de sus actos, a la vez que percibe el apoyo de sus padres –y de quienes intervienen en su educación– para acertar en lo que elige o, eventualmente, para rectificar una decisión errada.
Un sucedido que San Josemaría contó en diversas ocasiones sobre su infancia resulta ilustrativo: sus padres no transigían con sus caprichos; y ante una comida que no le gustaba, su madre –en vez de prepararle otra cosa– señalaba que ya comería del segundo plato… Así, hasta que un día el niño lanzó la comida contra la pared… y sus padres la dejaron manchada varios meses, de modo que tuviese bien presentes las consecuencias de su acción.
La actitud de los padres de San Josemaría refleja cómo se puede conjuntar el respeto por la libertad del hijo con la necesaria fortaleza para no transigir a lo que son meros caprichos. Lógicamente, el modo de afrontar cada situación será diverso. En educación, no hay recetas generales; lo que cuenta es buscar lo mejor para el educando y tener claras –por haberlas experimentado– cuáles son las cosas buenas que hay que enseñarle a querer, y cuáles son las cosas que le pueden resultar dañinas. En todo caso, conviene mantener y promover el principio del respeto a la libertad: es preferible equivocarse en algunas situaciones que imponer siempre el propio juicio; más aún si los hijos lo perciben como algo poco razonable o incluso arbitrario.
Esa pequeña anécdota del “plato roto” nos proporciona, además, la ocasión para reparar en uno de los primeros campos en los que cabe educar la virtud de la templanza: el de las comidas. Todo lo que se haga por fomentar las buenas maneras, la moderación y la sobriedad ayuda a adquirir esta virtud.
Ciertamente, cada edad presenta circunstancias específicas que hacen que la formación deba afrontarse de modos diversos. La adolescencia requerirá más la mesura en las relaciones sociales que la infancia, a la vez que permitirá racionalizar mejor los motivos que llevan a vivir de un modo u otro, pero la templanza en las comidas puede desarrollarse desde niños con relativa facilidad, dotándole de unos recursos –fortaleza en la voluntad y autodominio– que le serán de indudable utilidad cuando llegue el momento de luchar con templanza en la adolescencia.
Así, por ejemplo, preparar menús variados, saber cortar caprichos o rarezas, animar a terminar la comida que no gusta, a no dejar nada de lo que se han servido en el plato, enseñar a usar los cubiertos o a esperar que se sirvan todos antes de empezar a comer, son modos concretos de fortalecer la voluntad del niño. Además, durante la infancia, el clima familiar de sobriedad que tratan de vivir los padres –¡valientemente sobrios!– se transmite como por ósmosis, sin que se tenga que hacer nada especial.
Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder. En el momento adecuado, se darán las explicaciones del porqué se actúa así, de forma que puedan entenderlas: relacionándolo con el bien de la propia salud, o para ser generosos y demostrar el cariño que se tiene al hermano, o como un modo de ofrecer un pequeño sacrificio a Jesús… motivos que muchas veces los niños entienden mejor de lo que los adultos pensamos.
"Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad". Segundo editorial sobre cómo educar a los adolescentes en la templanza.
La adolescencia ofrece nuevas posibilidades para educar en la templanza, pues el joven tiene una mayor madurez, y esto facilita la adquisición de virtudes, que requieren interiorizar hábitos de comportamiento y motivos. Si bien el niño puede acostumbrarse a hacer cosas buenas, sólo cuando llega a una cierta madurez afectiva e intelectual puede profundizar en el sentido de las propias acciones, y valorar sus consecuencias.
En la adolescencia es importante explicar el porqué de algunos comportamientos, percibidos quizá por el joven como formalismos; o de algunos límites que conviene poner a la conducta, y que tal vez vean como meras prohibiciones. En definitiva, hemos de aprender a dar razones válidas por las que merece la pena ser templados. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, no será argumento suficiente hablar de la necesidad de moderarse (sobre todo en el campo de las diversiones, contraponiéndolo al estudio) para lograr un futuro profesional seguro y brillante; pues, aunque se trate de un razonamiento legítimo, de suyo hace hincapié en una realidad lejana y sin interés para muchos jóvenes.
Es más eficaz mostrar cómo la virtud es atractiva ya ahora, haciendo presentes los ideales magnánimos que llenan sus corazones, los motivos que les mueven, sus grandes amores: la generosidad con los necesitados, la lealtad hacia sus amigos, etc. Nunca se debería dejar de señalar que la persona templada y sobria es quien mejor puede ayudar a los demás. Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad y paz que se puede lograr en esta tierra.
Además, la adolescencia presenta circunstancias nuevas en las que ser sobrio y templado. La curiosidad natural de quien progresivamente ha ido aprendiendo a estrenarse en la vida y a caminar por el mundo, se junta con una nueva sensación de dominio sobre el propio futuro. Aparece así un afán de probar y experimentar todo, que fácilmente se identifica con la libertad. Quieren sentirse, de algún modo, libres de coacción, de modo que comentarios o referencias a horario, orden, estudio, gastos quizá son percibidos como “injustas imposiciones”.
Por otra parte, esta visión tan generalizada en el ambiente actual está promovida y potenciada, en muchos casos, por una multitud de intereses comerciales que tratan de convertir esos afanes juveniles en un gran negocio.
Es el momento para que los padres no se dejen sobreponer por las circunstancias, piensen en positivo, busquen soluciones creativas, razonen junto a los hijos, les acompañen en la búsqueda de la verdadera libertad interior, ejerciten la paciencia, y recen por ellos.
Una clave de felicidad
Buena parte de la publicidad en las sociedades occidentales se dirige a los jóvenes, que han aumentado en los últimos años notablemente su capacidad adquisitiva. Las distintas marcas difunden sus modas proponiendo estilos de vida con los que algunos se identifican, al tiempo que otros se diferencian.
La “posesión” de objetos de una determinada marca sirve, de algún modo, como englobante social; uno es aceptado en el grupo, se siente integrado, aunque no sea tanto por lo que se es sino por lo que tiene y representa ante los demás. El consumo en los adolescentes, con frecuencia, no está determinado tanto por el deseo de tener (como en los niños), como por un modo de expresar la personalidad o de manifestar mejor su posición en el mundo, a través de los amigos.
Junto a estos motivos, la sociedad de consumo incita a que las personas no se conformen con lo que tienen, a que prueben lo último que se les ofrece. Se diría que están obligadas a cambiar de ordenador o de automóvil cada año, a adquirir el último teléfono móvil –o una determinada prenda de vestir que después casi no se usa–, a acumular, por la mera satisfacción que da poseer, música, películas, o programas informáticos del más diverso tipo. Son personas guiadas por la emoción que produce comprar, consumir; han perdido el dominio sobre sus propias pasiones.
Evidentemente, no toda la culpa es de la publicidad o del ambiente. Quizá los educadores no han sido suficientemente incisivos. Por eso, conviene que los padres, y en general quienes de un modo u otro se dedican a la formación, se pregunten con frecuencia cómo hacer mejor esta labor, que es la más importante de todas, pues de ella depende la felicidad de las generaciones futuras, y la justicia y la paz en la sociedad.
Los padres deben ser conscientes de que el tren de vida y de gastos se refleja en el clima familiar. Como en todo, se requiere ejemplaridad, de forma que los hijos perciban, desde pequeños, que vivir conforme a la propia posición social no conlleva caer en el consumismo o en el derroche. Por ejemplo, antes en algunos países se decía que “el pan es de Dios, y por eso no se tira”. Es un modo concreto de hacer entender que hay que comer con el estómago y no con los ojos, y que se debe terminar todo lo que se sirve, con agradecimiento, porque hay muchas personas que pasan necesidad; e, implícitamente, que todo lo que recibimos y poseemos –el pan nuestro de cada día– es don que hemos de utilizar y administrar como tal.
Es comprensible el afán de evitar que los hijos carezcan de lo que tienen otros, o de que dispongan de lo que a nosotros nos faltó cuando éramos pequeños; pero no es lógico darles todo. Así se fomentan las comparaciones, un deseo malo de emulación, que, si no se modera, puede degenerar en una mentalidad materialista.
La sociedad en la que vivimos está repleta de grados, de categorías y estadísticas que más o menos conscientemente nos incitan a competir. Dios nuestro Señor no hace comparaciones. Nos dice, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo ; para Él todos somos predilectos, igualmente apreciados, queridos y valorados. Quizá ésta sea una de las claves de la educación a la felicidad: darnos cuenta nosotros, y ayudar a que los hijos comprendan, que siempre hay lugar para ellos en la casa del padre, que cada uno es querido porque sí, que se trata con el mismo amor, y de modo desigual, a los hijos desiguales.
Por lo demás, la formación en la sobriedad no se reduce a pura negación: hay que enseñarla en positivo, haciendo entender a los hijos cómo conservar y usar mejor lo que se tiene, la ropa, los juguetes. Darles responsabilidad, de acuerdo con la edad de cada uno: el orden en la habitación, el cuidado de los hermanos más pequeños, los encargos materiales en la casa (preparar el desayuno, comprar el pan, tirar la basura, poner la mesa...). Hacerles ver, con el ejemplo, que las eventuales carencias se llevan sin lamentarse, con alegría; estimulando su generosidad con los necesitados.
San Josemaría recordaba con gozo que su padre fue siempre, incluso después del revés económico sufrido, muy limosnero. Son aspectos del día a día que crean una atmósfera familiar en la que se nota que lo verdaderamente importante son las personas.
Poseer el mundo
Tú sé sobrio en todo : la breve instrucción de San Pablo a Timoteo vale en todos los tiempos y lugares. No es un criterio exclusivo para algunos llamados a una entrega particular, ni sólo algo que han de vivir los padres, pero que no se puede “imponer” a los hijos. Más bien se trata de que padres y educadores descubran y apliquen su significado a cada edad, a cada tipo de persona, y a cada circunstancia.
Requiere actuar con prudencia –poniendo los medios habituales de pensar las cosas, pedir consejo, etc.–, para saber acertar en las decisiones. Y si, a pesar de todo, las chicas o los chicos no comprendieran a la primera la conveniencia de alguna medida, y protestaran, después sabrán apreciarlo y lo agradecerán. Por eso, es necesario armarse de paciencia y fortaleza, pues en pocos terrenos como en éste es preciso ir contra corriente.
A este respecto, todos hemos de tener presente que no es criterio válido para hacer algo el hecho de que esté muy generalizado: No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto.
En este mismo sentido, conviene poner medida a lo que se da a los hijos; pues se aprende a ser sobrio sabiendo administrar lo que se tiene. Refiriéndose en concreto al dinero, San Josemaría advertía a los padres: El exceso de cariño hace que los aburgueséis bastante. Cuando no es papá, es mamá. Y cuando no, la abuelita. Y a veces, los tres, cada uno por su lado, y os guardáis el secreto. Y el chico, con los tres secretos, puede perder el alma. Poneos de acuerdo. No seáis tacaños con los hijos, pero tened en cuenta la capacidad de cada uno, la serenidad de cada uno, la posibilidad de autogobernarse: y que no tengan nunca abundancia, hasta que la ganen ellos. Hay que enseñar a administrar el dinero, a comprar bien, a utilizar instrumentos –como el teléfono– cuyas facturas se pagan a final de mes, a reconocer cuándo se está gastando por el placer de gastar ...
De todas formas, el dinero es sólo un aspecto de la cuestión. Algo análogo sucede con el uso del tiempo. Una medida sobria en los espacios dedicados al entretenimiento a las aficiones o al deporte forma parte de una vida templada. La templanza en este campo permite liberar el corazón para dedicarse a cosas que nos ayudan a salir de nosotros mismos y nos permiten enriquecernos cultivando la vida de familia o las amistades. Por ejemplo, el estudio o el dedicar tiempo y dinero a los más necesitados, algo que conviene fomentar en los chicos ya desde pequeños.
Templar la curiosidad, fomentar el pudor
La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. Con estas palabras, San Josemaría sintetiza los frutos de la templanza y los asocia a una virtud muy particular: el recato, que podríamos entender como una modalidad del pudor y de la modestia.
“Modestia” y “pudor” son partes integrantes de la virtud de la templanza, pues otro de los campos de esta virtud es, precisamente, la moderación del impulso sexual. «El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia, inspira la elección del vestido. Mantiene el silencio o la reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción».
Sin duda, si el adolescente ha ido formando su voluntad durante la infancia, cuando llega el momento, posee ese natural recato que facilita encuadrar la sexualidad de un modo verdaderamente humano. Pero resulta importante que el padre –con los hijos– y la madre –con las hijas– hayan sabido ganarse su confianza, para explicarles la belleza del amor humano cuando puedan comprenderlo.
Como aconsejaba San Josemaría, el papá tiene que hacerse amigo de los hijos. No tiene más remedio que esforzarse en esto, porque llega un momento en que los niños, si papá no les ha hablado, van con curiosidad –de una parte razonable y de otra malsana– a preguntar cuáles son los orígenes de la vida. Se lo preguntan a un amigote sinvergüenza, y entonces miran con asco a sus padres.
En cambio, si tú –porque lo has seguido desde niño y ves que es el momento– le dices noblemente, después de invocar al Señor, cuál es el origen de la vida, el niño irá a abrazar a mamá porque ha sido tan buena, y a ti te dará unos besos con toda su alma y dirá: ¡qué bueno es Dios!, que se ha servido de mis padres, dejándoles una participación en su poder creador. No lo dirá así la criatura, porque no sabe; pero lo sentirá. Y pensará que vuestro amor no es una cosa torpe, sino una cosa santa. Esto resultará más fácil si no eludimos las preguntas que con naturalidad van planteando los niños, y las respondemos conforme a su capacidad.
También, como sucedía cuando nos referíamos a educar la templanza en las comidas, el ejemplo resulta fundamental. No basta explicar; hay que mostrar con obras que «no conviene mirar lo que no es lícito desear», velando por que todo en el hogar posea el tono que se respiraba en la casa de Nazaret.
En este sentido, la trivialización que en muchas sociedades actuales se hace de la sexualidad, requiere prestar atención a medios como la televisión, internet, los libros o videojuegos. No se trata de fomentar una especie de “temor reverencial” hacia esas realidades, sino de aprovecharlas como oportunidades educativas, enseñando a usarlas con sentido positivo y crítico, sin miedo a desechar lo que hace daño al alma, o transmite una visión deformada de la persona. Se debe tomar nota de lo evidente: Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres. No os dais cuenta, pero lo juzgan todo, y a veces os juzgan mal. De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas.
Si los hijos ven a sus padres cambiar de canal de televisión cuando aparece una noticia escabrosa, un anuncio de bajo tono o una escena inconveniente en una película. Si aprecian que se informan sobre los contenidos morales de un espectáculo o un libro antes de verlo o leerlo, se les está transmitiendo el valor de la pureza. Si se dan cuenta, cuando van por la calle, que sus padres –o educadores– no prestan atención a determinadas publicidades –o incluso les enseñan a no curiosear y a desagraviar–, los hijos asimilan que la pureza del corazón es algo que vale la pena, que merece ser protegido, y que de algún modo forma parte del ambiente familiar en el que viven. «Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana».
Sin embargo, velar por el ambiente no es –propiamente– educar en la templanza. Es una condición indispensable para la vida cristiana, pero la virtud no se educa sólo “evitando el mal” –aspecto inseparable de la vida de la gracia en general–, sino moderando los placeres, que en principio son en sí mismos buenos. Por eso, aún más importante es enseñar a usar las cosas y los instrumentos que se tienen a disposición, por muy buenos que sean sus contenidos.
Es evidente que ver indiscriminadamente la televisión, aunque sea en familia, acaba por disolver el ambiente del hogar. Peor aún cuando cada habitación tiene su propio aparato, y cada uno “se encierra” para ver sus programas favoritos. Algo análogo podría decirse del uso indiscriminado (a veces, compulsivo) de teléfonos celulares u ordenadores.
Como en todo, un empleo sobrio de estos instrumentos por parte de padres y educadores enseña a los chicos a hacer lo mismo. Con el agravante de que, en el caso de los padres, pasar horas ante el televisor “para ver qué hay”, no sólo acaba siendo un mal ejemplo, sino que redunda en una falta de atención a los hijos, que ven a sus padres más atentos –al menos, eso les parece– a unas personas extrañas que a ellos mismos.
Si la templanza es señorío, conviene recordar que ¡no hay mejor señorío que saberse en servicio: en servicio voluntario a todas las almas! –Así es como se ganan los grandes honores: los de la tierra y los del Cielo.
La templanza permite emplear el corazón y las capacidades de la persona en servir al prójimo, en amar, clave única de la verdadera felicidad. San Agustín, que tuvo mucho que luchar contra los reclamos de la destemplanza, lo explicaba así: «Pongamos nuestra atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven atrapados en las redes de los mayores errores y aflicciones».
Fuente: opusdei.org/es-es/