José Antonio García-Prieto Segura
“Con todos mis respetos, como hijo de la Iglesia, me duele que se metan con mi Madre…desde dentro… Me suena al humo de Satanás, que dijo san Pablo VI”
Hace pocos días, mi amigo Luis me envió desde Roma la foto que encabeza este artículo y decía: “De regreso al hotel decidí caminar y tomé esta foto”. Mi respuesta: “¡Qué foto más maravillosa: es de premio!”. Al instante también se me ocurrió que podía ilustrar alegóricamente lo que deseo comentar en este artículo: que en la triste realidad de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, no hay que tomar la parte por el todo –como darían a entender muchos medios de comunicación-, adulterando así la verdadera realidad. Tan falso es concluir que el reflejo de la cúpula de San Pedro en el charco es la basílica entera y verdadera -con Dios dentro, presente en la Eucaristía-, como que los abusos perpetrados por sacerdotes lo son de toda la Iglesia. Para empezar, en el espejo del agua ni siquiera se refleja y recogen la fachada de la basílica, ni su capilla del Santísimo, donde está Dios.
Vaya por delante que un solo abuso es ya merecedor de firme condena sin paliativos, y motivo de reparación para la víctima; no digamos nada si se trata de muchos. A la vez, poderosos medios de comunicación, grupos políticos y de variadas ideologías, presos de un llamativo ardor purificador, los presentan de tal modo que diríase que buscan, sobre todo, la denigración y culpabilidad global de la Iglesia. Al final, el veredicto incriminatorio sobre unas personas resultaría proyectado al conjunto, haciendo que árboles corruptos -pocos miles de fieles en todo el mundo- impidan ver la verdadera dimensión del bosque completo, que supone alrededor de mil trescientos treinta millones de católicos en los cinco Continentes. El dedo acusador, sin embargo, parece dirigido a toda la Iglesia y ¡qué casualidad!, solo a la católica.
Con todo, puntualicemos para no llamarnos a engaño: la Iglesia, en cuya santidad creen quienes confiesan el Credo, no es, ni de lejos, cuestión de números ni de proporciones entre árboles “malos” y “buenos”, con resultado positivo para estos últimos. Y esto, por la sencilla razón de que todos somos pecadores, con solo dos excepciones: Cristo, Cabeza de la Iglesia, y María, su Madre.
Estamos ahora en una gran batalla y por lo que me decía recientemente Iñigo, un amigo que trabaja en Bruselas, el diablo no está dormido. Transcribo sus palabras: “Con todos mis respetos, como hijo de la Iglesia, me duele que se metan con mi Madre…desde dentro… Me suena al humo de Satanás, que dijo san Pablo VI”. Se refería a lo que este Papa expresó el 29 de junio de 1972: “Por algún resquicio ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios”. Pero nada hay nuevo bajo el sol: ya se metió el diablo en el grupo de los doce apóstoles, haciendo que Judas traicionara al Señor. Algo análogo ha sucedido hoy en esas personas que, por su mayor cercanía a Cristo, en virtud del sacerdocio ministerial, lo han traicionado abusando de los pequeños: su conducta es aún más execrable.
Ya fue muchísimo un solo Judas abusador de la confianza de Jesús; pero meter hoy en el mismo saco -como hacen determinados medios con machacona insistencia- a los abusadores y a su entera familia la Iglesia, sería tanto como afirmar que el colegio de los doce apóstoles, los setenta y dos discípulos, y los muchos miles que enseguida los siguieron, eran unos Judas. Semejante conclusión no es de recibo ni mucho menos de sentido común, como tampoco lo es decir que la basílica de San Pedro es lo que se refleja en el agua, o el entero bosque lo que solo se ve en algunos árboles corruptos.
En toda batalla importa individuar bien al enemigo; en este caso el blanco han sido los obispos, como si ellos solitos fueran la Iglesia entera ¡Y vuelta a tomar el bosque por unos cuantos árboles! También esto viene de lejos: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”, dijo el Señor. Las acusaciones globales contra los pastores -más si se consigue la división entre ellos- repercuten en daño directo de la grey entera. Frente a una difusa y generalizada culpabilización de haber encubierto a los abusadores o no haber hecho todo lo debido, baste como botón de muestra el ejemplo de un pastor -que ha sido vicario de Cristo-, al que hoy pretenden miserablemente denigrar: el Papa emérito Benedicto XVI.
Siendo cardenal fue el primero en denunciar públicamente esa lacra dentro de la Iglesia. Así, el Viernes Santo de 2005, en el texto del Vía Crucis preparado por él, en la IX Estación decía: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”. No había pasado un mes y el 19 de abril era elegido Papa después de denunciar tan clara y palmariamente que, en el seno de la institución, había personas que con su conducta la ensuciaban. Y ya siendo Papa, siguió impulsando decididamente la tarea de acabar con semejante lacra. Para que luego digan algunos…
Reconozcamos que cabe aplicar a la Iglesia el refrán “no todo el monte es orégano” porque, junto a muchísimas plantas silenciosas y aromáticas como es el orégano, no faltan otras -pocas en comparación- que desprenden olores fétidos. Pero ya se sabe que hace más ruido un árbol que cae, que otros muchos que crecen sanos y silenciosos en el mismo bosque.
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com