Christophe Geffroy / Robert Sarah
Entrevista al cardenal Robert Sarah: «Ha llegado el momento de que las homilías recuerden la urgencia de la salvación»
El cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino entre los años 2014 y 2021, ha publicado un Catecismo de la vida espiritual con el que hacer frente a la descristianización avanzada y anemia espiritual que caracteriza nuestros tiempos. Christophe Geffroy le ha entrevistado en La Nef.
¿Cuál es su objetivo al proponer a los lectores un Catecismo de la vida espiritual?
La fe cristiana solo está completa cuando está viva. Sin esta vida del alma con Dios ¡somos cristianos muertos o agonizantes! La vida espiritual es el despliegue vital de nuestra unión con Dios a través de la oración y los sacramentos. He querido recordar a los cristianos los fundamentos de esta vida con Dios a la cual están llamados. Sin esta amistad con Dios, que nos da la gracia, esta intimidad del alma con su Creador en el amor, nos arriesgamos a convertirnos en personas áridas y desencarnadas o blandos y tibios. Solo la vida con Dios puede preservarnos de estos excesos y hacernos vivir según la verdad en la caridad y la dulzura. En este libro expongo con sencillez las leyes ineludibles de esta vida del alma. He querido llamarlo "catecismo" porque no quiero hacer grandes demostraciones, quiero que esta obra sea accesible a todos.
¿Cree usted que a los cristianos de hoy en día les falta formación, sobre todo para fundamentar su vida espiritual?
Sí, la formación tiene una importancia capital. ¿Cómo avanzar por este camino si no se nos enseñan los medios para progresar en él? Sería como emprender un viaje sin mapa ni equipamiento. A la menor dificultad nos arriesgamos a sentirnos descorazonados, a perder la esperanza y renunciar.
¿Quién sabe hoy en día qué es el estado de gracia? ¿La gracia santificante? ¡Y sin embargo se trata de nuestra misma esencia de ser cristianos! Creo que es necesario que los sacerdotes no tengan miedo de enseñar la vida espiritual en las homilías y el catecismo. Después de todo, ¿no es esta la única materia en la que son irremplazables? Sabemos cómo encontrar laicos competentes para hablar de política y ecología, pero ¿quién guiará a la grey hacia el Cielo sino los pastores del rebaño? Además, Jesús, durante sus años de vida pública, no hizo más que enseñar la vida espiritual. El sermón de la montaña de los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de San Mateo es el primer "catecismo de la vida espiritual". Pero esto es verdad en todo el evangelio. Cuando Jesús recibe, de noche, a Nicodemo (Jn 3,1-21), se convierte en catequista de la vida del alma, explica qué es la vida de la gracia dada por los sacramentos.
Usted habla sobre la pandemia y juzga con severidad las limitaciones al culto que entonces prevalecieron, sobre todo en Francia: ¿por qué esa limitación del culto es ilegítima cuando se trata, no de perseguir a los cristianos, sino de proteger a la población?
Una cosa me asombró: nos ocupábamos mucho de la salud del cuerpo, del equilibrio económico de las empresas, pero nadie parecía preocuparse por la salvación de las almas. Algunos sacerdotes fueron admirables, visitando a los enfermos, asistiendo a los moribundos, llevando la comunión y predicando por todos los medios. No podemos −¡nunca podemos!− impedir que un moribundo reciba la asistencia de un sacerdote. Es tarea de las autoridades políticas adoptar las medidas necesarias para impedir la propagación de las epidemias. Pero esto no puede hacerse en detrimento de la salvación de las almas. ¿Para qué sirve salvar el cuerpo si perdemos nuestra alma? Me impresionó mucho ver a jóvenes franceses movilizándose para reclamar la misa. Este es un bien esencial. No podemos estar privados de ella de manera indefinida.
Impresiona un retroceso tan generalizado y rápido de la fe en Occidente: ciertamente, podemos ver la consecuencia de un anticristianismo antiguo y virulento, pero ¿es suficiente como análisis cuando observamos que nuestras sociedades occidentales ya no son cristianas más por indiferencia de los ciudadanos a las cosas de Dios que por el anticristianismo de los gobiernos? ¿Acaso la responsabilidad principal no es de los mismos cristianos?
Ciertamente, la tibieza de los cristianos es la raíz más profunda de la apostasía que estamos viviendo. Cuando vivimos como si en práctica Dios no existiera, acabamos por no creer de todo en Él.
Que quede claro, la persecución latente llevada a cabo por la cultura contemporánea actúa como acelerador de este movimiento. Las almas más débiles se dejan tocar por este veneno del ateísmo práctico transmitido por doquier en la cultura dominante.
Creo que cuanto más hostil sea el mundo a Dios, más deben vigilar los cristianos su vida espiritual. Es la única resistencia posible al ateísmo líquido que nos rodea y nos asfixia. Un cristiano ferviente es un verdadero resistente a la cultura de la muerte que impregna la sociedad. La vida del alma nos preserva de este veneno extendido.
En su libro usted cita con frecuencia el Concilio Vaticano II y, sobre todo, ‘Gaudium et spes’, constitución conciliar que es la "bestia negra" de ciertos tradicionalistas que en ella ven la ruptura con el magisterio anterior por la manifestación del "culto al hombre" que habría sustituido al "culto a Dios". ¿Qué les responde y como analizaría usted los pasajes del papa Francisco que, en su carta a los obispos que acompaña a ‘Traditiones custodes’, amonestaba a los tradicionalistas que, además de la misa de Pablo VI, rechazan también el Concilio Vaticano II visto como ruptura del magisterio?
No soy nadie para juzgar ni para dar lecciones. Pero gracias a mi fe católica sé con toda certeza y seguridad que la Iglesia no se contradice. En consecuencia, los que convierten al Concilio Vaticano II como un punto de ruptura, sea para alegrarse, sea para lamentarse, se equivocan. Consideran que la Iglesia es una sociedad sometida a los vientos de los partidos y opiniones (conservadores, progresistas, tradicionalistas...). Todo esto no es más que la superficie de las cosas. La Iglesia es la barca de Cristo, ella nos lleva al Cielo. Nunca se contradirá sobre las cosas de la fe.
El Concilio debe ser leído a la luz de toda la enseñanza tradicional de la Iglesia. No hace más que poner de relieve, bajo un día nuevo, lo que la Iglesia ha creído y enseñado siempre para el crecimiento de la vida de la gracia en nuestras almas. Cualquier otra lectura del Concilio, en un sentido u otro, estaría dictada por la ideología y no por la fe.
Usted deplora la pérdida del sentido del pecado, incluso en los católicos que, según usted observa, se confiesan muy poco, hasta el punto que prácticas como el aborto o la unión de personas del mismo sexo ya no son consideradas como pecado: ¿cómo se puede explicar esta situación y cómo se debe hablar a nuestros contemporáneos que no entienden la posición de la Iglesia en estos temas?
Creemos que la Iglesia condena a las personas cuando lo que quiere es iluminarlas y llevarlas por el camino de la salvación. La vida del alma es la vida que Dios nos da por la gracia santificante recibida en el bautismo. La gracia es esta amistad con Dios que le permite residir en nosotros como su morada.
Hay actos que, objetivamente, no son compatibles con esta amistad divina, son nuestros pecados graves, nuestros pecados mortales. Matan en nosotros la vida divina, la vida espiritual. Un pecado, para ser mortal, debe ser plenamente deliberado, cometido con toda consciencia de la gravedad del acto y en un tema grave. Todo ello atañe al secreto de las conciencias. Pero la Iglesia, para iluminarlas, debe recordar que ciertos comportamientos contradicen objetivamente la alianza de amistad con el Creador. Es tarea de los sacerdotes acoger a cada alma con bondad y misericordia en el sacramento de la confesión. Cada historia es única y Cristo no nos reduce a nuestras faltas.
La práctica del sacramento de la penitencia es una necesidad absoluta para renovar en nosotros la vida de la gracia que el pecado oscurece. Un alma viva se confiesa con reconocimiento, un alma tibia abandona la confesión, por lo que está en peligro de muerte.
Actualmente se insiste, con razón, sobre la misericordia de Dios contra una visión, a veces un poco jansenista, de la religión que antaño castigaba con dureza; pero ¿no hemos ido demasiado lejos en este sentido inverso, dando así la impresión de que la salvación ya no es el reto principal −¿quién predica hoy en día los fines últimos en la Iglesia?−, de que el pecado no debe ser denunciado, como si todo el mundo se salvara automáticamente y el infierno se quedara vacío? ¿Dónde está el justo equilibrio?
¡El equilibrio no está a medias entre el jansenismo y el laxismo! ¡En absoluto! ¡La vida cristiana está totalmente impregnada de misericordia porque es consciente de la tragedia del pecado!
La misericordia es el Corazón de Dios que quiere salvarme de mi miseria. Mi miseria es mi pecado, que me aleja de Dios. Dios me ofrece la salvación eterna por pura misericordia. Ha llegado el momento de que las homilías recuerden la urgencia de la salvación. Nuestra vida espiritual no es otra cosa que la salvación eterna empezada y anticipada. ¿Acaso tenemos otro objetivo, otra preocupación en la tierra que valga la pena? No; estamos aquí para dejarnos salvar por Dios, para recibir de Él nuestra salvación eterna.
Es justo que hablemos del infierno. Porque Dios nos deja libres de rechazar esta salvación. El infierno es la salvación rechazada. El Cielo es la salvación aceptada y recibida. Estas realidades deberían ser el centro de todas nuestras predicaciones. Es esto lo que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo esperan de la Iglesia. Todo el resto es secundario. Es el corazón de la predicación de Jesús en el evangelio.
Usted escribe que la institución del matrimonio está en peligro. ¿Cómo hemos llegado a una situación que habríamos juzgado imposible hace poco tiempo atrás (como negar la diferencia entre hombre y mujer)? ¿Qué podemos hacer para luchar contra una tendencia que, en nombre de la libertad individual, parece hoy en día imposible revertir?
Los cristianos tienen por caridad la obligación de dar testimonio de la verdad. ¿Cómo puede creer la mayoría si no se proclama la buena nueva revelada por Dios sobre el matrimonio? Los cristianos deben anunciar lo que Cristo nos ha enseñado acerca del matrimonio. Pero, sobre todo, ¡deben vivirlo! Al ver a un matrimonio cristiano, deberíamos poder decir: ¡es perfecto! Pero más bien, a pesar de sus pecados y sus límites, se aman como Dios nos ama. Las parejas cristianas deben ser evangelizadoras a través del ejemplo y el testimonio.
Su alegría debe enseñarnos que la fidelidad hasta la muerte, lejos de ser un yugo insoportable, es fuente de libertad. La comunión eucarística de los esposos es la fuente de su vida espiritual. Reciben lo que están llamados a formar: el cuerpo de Cristo. Necesitamos familias cristianas que nos demuestren que esta vía es posible y gozosa. Las leyes de la Iglesia sobre el divorcio, la imposibilidad de que los divorciados vueltos a casar comulguen, no son leyes inventadas por la rigidez del clero, sino que expresan y protegen la coherencia íntima de la vida espiritual.
Desde un punto de vista humano, en nuestros países europeos, el futuro es poco alentador para la Iglesia y los cristianos, que están convirtiéndose en una pequeña minoría; sin embargo, esta no parece ser la preocupación principal de nuestros pastores. ¿No somos los cristianos demasiado tímidos, demasiado timoratos con los desafíos cruciales que tenemos ante nosotros?
Estamos ante un desafío inmenso y decisivo. ¿Somos capaces de ofrecer la salvación del alma a todas estas poblaciones que la ignoran? Doy gracias a Dios por los misioneros franceses que vinieron hasta donde yo vivía, hasta África, para ofrecerme este servicio. Ahora me toca a mí, e invito a todos los cristianos a hacerse misioneros.
Las almas están muriendo de sed, no podemos guardarnos para nosotros los tesoros de la vida espiritual.
Fuente: lanef.net)