Antonio García-Prieto Segura
“Si san Benito fue (…) una estrella luminosa en su tiempo, marcado por una profunda crisis de los valores y de las instituciones, era porque aprendió a discernir entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, poniendo firmemente en el centro al Señor.” (Discurso a la Confederación benedictina, 19-IV-2018)
La figura de san Benito, patrono de Europa, cuya fiesta celebraremos los católicos el próximo día 11, me ha sugerido el título de estas líneas. Título audaz si tomamos en serio el verbo “salvar” y, sobre todo, el complemento adjudicado: “Europa”. Las dificultades de semejante reto no radican tanto en el verbo “salvar” que significa “librar de un riesgo o peligro, poner en seguro”, sino en el complemento atribuido. Decir “Europa” lleva a pensar -más allá de su connotación geográfica-, en un continente con muchos siglos de historia y una riqueza de valores que, por su contenido humano y espiritual, ha iluminado al mundo entero, aunque no siempre todo hayan sido luces. Actualmente, ¿qué es o qué supone “Europa” que haya de salvarse?.
Hoy nos envuelve toda una barahúnda de problemas: estamos asediados por innumerables frentes de batallas y no solo armamentísticas -léase, Ucrania-, sino también de tipo económico, de carácter ecológico ambiental, de naturaleza estrictamente humana por una inmigración galopante y sus amargos frutos de marginación y sufrimiento indecibles… En esta atmósfera social no se trataría solo de “salvar los muebles” en el sentido original de la expresión -rescatar los enseres materiales sobrevividos a una catástrofe-, sino por encima de todo, la dignidad de las personas, mirando por lo más preciado que cada uno de nosotros posee: la vida y la libertad como dones recibidos de Dios, a través de nuestros padres.
Salvar a Europa, pues, en favor de la persona, y superar la actual crisis de valores que, de no hacerlo, nos llevaría al naufragio. El papa Francisco se refería expresamente a este reto: “Si san Benito fue (…) una estrella luminosa en su tiempo, marcado por una profunda crisis de los valores y de las instituciones, era porque aprendió a discernir entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, poniendo firmemente en el centro al Señor.” (Discurso a la Confederación benedictina, 19-IV-2018). La crisis de entonces aconteció con el hundimiento del Imperio Romano, hacia finales del siglo V. Al margen de las diferencias históricas y coyunturales entre aquel período y los momentos actuales, lo que sigue permaneciendo esencial, común e invariable, como centro de la crisis, es y seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos, la persona humana, varón o mujer: un ser en íntima simbiosis de carne y espíritu, con los valores intangibles de su dignidad, por tener un origen divino y un destino eterno más allá de la muerte. Si prescindimos de estas referencias carece de sentido hablar de salvación: sea de Europa o, ya puestos, del lucero del alba. Todo quedaría en “salvar los muebles”, enseres materiales perecederos, un objetivo al fin de extrema pobreza por su estrechez de horizontes.