José Antonio García-Prieto Segura
En el mar de nuestra vida, ninguna esperanza monopoliza y agota el ansia de felicidad que, a fin de cuentas, va unida a las pequeñas metas de la travesía
Las gentes del mar tienen como Patrona a la Virgen del Carmen, cuya fiesta celebramos el 16 de julio. Gusta tener protección segura en tareas de riesgo, y el mar, no rara vez, se ha cobrado vidas humanas. Por eso, en las letras de canciones marineras se ruega la intercesión de María invocándola como “Estrella del Mar”. Así, por ejemplo: “Dice una voz marinera: ¿Quién me presta una patera, / para poder rescatar marineros / que en faena no pudieron regresar?” (..) “Y quién lo iba a imaginar, salieron de tierra firme. / Se los llevó el temporal (…) “Reina y Señora del Mar”, Tú que vas por esos mares, quiero cantando rezarle, a esa gente de la mar./…”
De algún modo, todos somos navegantes si consideramos nuestro paso por la tierra como una travesía por los mares del mundo, necesitados de luces de esperanza que nos ayuden a llegar al puerto definitivo: a Dios, en su vida de familia trinitaria. Para los creyentes, ¿qué mejor ayuda y luz de esperanza que María, “Estrella del Mar”? Con esta invocación, Benedicto XVI la saludaba −al final de su Encíclica sobre la esperanza− y hacía esta sugerente reflexión:
“La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo?” (cf. Jn 1,14) (Enc. Salvados en la esperanza, 30-XI-2007, n. 49).
Los creyentes ponemos como objeto definitivo y pleno de toda esperanza la visión de Dios: en Él y con Él, no caben otros “más allá” que alcanzar. La vida nos enseña que ninguna esperanza puesta en metas de aquí abajo, es la última: conseguido algo, enseguida ponemos la mirada −si no la teníamos ya puesta− en otro objetivo. Por bueno que sea, ninguna esperanza terrena es definitiva y, alcanzado su objetivo, éste se torna como meta volante: tras alcanzarlo, surge otro, otro, y siempre más… En el mar de nuestra vida, ninguna esperanza monopoliza y agota el ansia de felicidad que, a fin de cuentas, va unida a las pequeñas metas de la travesía. Las esperanzas de aquí abajo solo proporcionan una felicidad con cuenta gotas, que diría san Agustín, glosando sus propias palabras: “Nos has hecho, Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, L. 1, 1).
Sin olvidar, pues, esa meta divina de la esperanza teologal, y la ayuda de María como “Estrella del Mar” para alcanzarla, deseo referirme ahora a otras “luces de esperanza” que aparecen cercanas a nosotros en el navegar de la vida. Benedicto XVI les da mucha importancia: son las de “personas que han sabido vivir rectamente”. Quizá el lector, en sus recuerdos, pueda poner ya nombre y rostro a más de una de esas personas. Ofreceré tres ejemplos, sacados de la vida misma, en los que han brillado luces de esperanza; podrían servirnos de estímulo.
El primero, a decir verdad, solo a medias es un personaje de carne y hueso, aunque bien podría serlo enteramente real; está inspirado por Miguel Delibes en su obra Señora de rojo sobre fondo gris. Ana, protagonista central, mujer de Nicolás que narra su vida junto a ella, es como el paradigma de la persona que ha vivido rectamente. Delibes crea un personaje inolvidable: el de la esposa y madre desvivida continuamente por cuantos tiene a su alrededor y por cuantas personas se cruzan en su camino. Es fácil relacionar esta figura “con las personas que han sabido vivir rectamente”, que decía Benedicto XVI: se hacen y son realmente “luces cercanas, ofreciendo así orientación para nuestra travesía”.
Dos pasajes del libro retratarían la vida de Ana, como mujer de paz y serenidad, incluso hasta en sus momentos de silencio junto al marido, que así los recuerda Nicolás: “Las más de las veces callábamos. Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue, todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida eran, sencillamente, la felicidad”. Y como epitafio de toda la obra, bastaría este retrato de Ana: “con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir”. ¿Cabe mayor elogio de alguien? Ojalá fuese un estímulo para todos, porque nadie tiene el monopolio de las luces de esperanza, aunque alguien las posea de modo excelso, como la Virgen del Carmen, “Estrella del Mar”; y, por si fuera poco, también “vida, dulzura y esperanza nuestra” como la invocamos los creyentes en la Salve.
Decía que iba a ofrecer tres ejemplos de personajes que se han mostrado luces del navegante e impulsores de esperanza. Pero termino ya esta primera singladura del artículo dejando los otros dos para la siguiente, con la esperanza −¡sí, una vez más!− de que el lector no se haya cansado al concluir este periplo.