28.º domingo Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Evangelio (Mt 22,1-14)
Jesús les habló de nuevo con parábolas y dijo:
— El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: “Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó, y envió a sus tropas a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Luego les dijo a sus siervos: “Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis”. Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?” Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.
Comentario
Jesús habla en esta parábola de un rey que invita a mucha gente al banquete de boda de su hijo, pero sorprendentemente ninguno de los invitados acude a la celebración. Las excusas son muchas y variadas, pero el resultado final es que no acuden. “Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación -comenta el Papa Francisco-, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio”[1].
Dios tiene experiencia de negativas y rechazos por parte de aquellos a quienes ofrece sus dones. Pero su amor no conoce desánimos. Por eso envía a sus servidores para que salgan a todos los caminos e inviten al banquete a cuantos le salgan al encuentro, buenos y malos sin distinción. Llama la atención que también los malos son invitados. El Señor no excluye a nadie de su llamada. La invitación, que había sido rechazada por algunos, encuentra acogida en personas que no formaban parte antes de su círculo de conocidos, gentes con las que no guardaba ninguna relación. Hombres y mujeres, de cualquier cultura y condición, también los que no rezan ni tienen trato con Dios, todos somos llamados a la santidad, a participar de la gloria del cielo. Nadie queda excluido.
“Todos los bautizados conocen cuál es la boda del hijo del rey y cuál su banquete -decía san Agustín predicando sobre este pasaje evangélico-. La mesa del Señor está dispuesta para todo el que quiera participar de ella. A nadie se le prohíbe acercarse, pero lo importante es el modo de hacerlo”[2]. La invitación generosa de Dios, representado por un rey, a participar de la gloria celestial, simbolizada por el banquete de bodas, es gratuita y universal.
Ahora bien, dice el Evangelio que “entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda” (v. 11). Los que estaban allí habían sido invitados, como todos los hombres estamos invitados a la salvación. La puerta está abierta para el que quiera entrar, pero antes de gozar de la gloria habrá un juicio. El juez supremo, que es capaz de ver en lo más profundo de los corazones, valorará lo que hay en la vida de cada uno. “Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día -recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica-. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (…). El Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo; es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor”[3]. Sólo podrá sentarse a la mesa quien esté dignamente dispuesto.
En la parábola de Jesús queda claro que no importa lo que se haya hecho en el pasado pero que es necesaria una condición indispensable, vestir el traje de bodas, es decir, tener el alma limpia y un corazón arrepentido, abrazar un tono de vida que sea testimonio de la caridad hacia Dios y el prójimo. Jesús invita a todos a su mesa, pero reclama respeto para acercarse a ella. Por eso, san Pablo, recordaba a los cristianos de Corinto que antes de acercarse al banquete de la Eucaristía, sacramento donde pregustamos de un anticipo de la gloria celestial, debían examinar cuidadosamente su conciencia: “Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (1 Corintios 11, 28-29).
Hoy es un buen día, aunque nos sintamos manchados, para limpiar el alma, abrazar el amor y gozar de la invitación que Jesús nos hace al banquete celestial.
Fuente: opusdei.org