Juan Luis Selma
Las guerras que está sufriendo el mundo no son de religión, sino de increencia, de orgullo
Estoy muy tocado por las reacciones que he visto estos días en torno al desgraciado suceso de Álvaro Prieto. Las vigilias de oración y misas en Córdoba, los comentarios de madres y de amigos. El lunes, al llegar al colegio Ahlzahir, encontré a todos conmocionados, especialmente a los chicos de Bachillerato. Celebramos una eucaristía, rezamos y veíamos la necesidad de hacer un poco más humana esta sociedad desde nuestra fe.
Tanto dolor no puede ser en vano. Aprovechemos para estar más cerca unos de otros, para ser más humanos, mirando al Hombre perfecto: Cristo. Tengamos esperanza en la otra vida que nos espera: sin llanto ni dolor. Seamos valientes y demos la vuelta a la sociedad dando espacio a Dios, a las virtudes cristianas, a la preocupación por los demás. No se trata de buscar culpables, sino de ser mejores, para que gane el hombre, el mundo.
Hoy es la fiesta de san Juan Pablo II, además de ser el Domund: el domingo de las misiones. Momento propicio para proclamar la belleza de nuestra fe. Para encender nuestros corazones y ponernos en camino, como reza el lema de este año: Corazones ardientes. Pies en camino. Tenemos que ser un corazón con patas, vivo, encendido, en movimiento. Repartiendo esperanza y amor, como Juan Pablo II, por todos los rincones.
Hace 45 años resonaba poderosa y vibrante la voz del joven papa polaco: “¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!”, seguía proclamando en la inauguración de su ministerio: “Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo conoce!”.
Tenemos el temor de que Dios nos robe algo, nos quite humanidad, algo de nuestra felicidad y autonomía. Nada más equivocado. Las guerras que está sufriendo el mundo no son de religión, sino de increencia, de autosuficiencia y de orgullo; de venganzas y de falsos derechos, de oscuros motivos, incluso económicos. Dios no tiene la culpa. Tampoco la tiene de la muerte del joven Álvaro. Somos los hombres, con nuestros pecados, los que oscurecemos el mundo, los que lo hacemos inhabitable. Él lo hizo bueno, el enemigo es quien siembra la cizaña.
Ser de Dios, vivir según su ley, con Él, no nos deshumaniza. Es el único que no tiene intereses propios, torcidos, inconfesables, que no quita nada. Vale la pena fiarse de Dios. Lo dicen también las encuestas: muestran que los creyentes tienen mejor calidad de vida. En Dios hay esperanza y perdón, hay luz y seguridad, hay camino y compañía; hay familia y vida, futuro.
Si nos dejamos acompañar por Jesús, si nos miramos en Él y vivimos con Él, seremos mejores hombres y mujeres, estaremos en las cosas de los demás. Oiremos, cómo nos dice el Evangelio, “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Jesús y sus discípulos trabajaban, cuidaban de su familia, pagaban impuestos, se preocupaban de los demás, cumplían las leyes; eran los mejores ciudadanos.
También los cristianos son simpáticos, hacen la vida agradable, tienen chispa. Junto a la princesa Leonor, fueron protagonistas de la Fiesta Nacional sus compañeros cadetes. Se ha hecho viral el saludo, en el besamanos del Palacio Real, de Miguel Reynoso, que sacó los colores y la sonrisa de la Princesa y de los Reyes. Con su mirada pícara le dijo: “¡Qué guapa estás, Borbón!”. Como es sabido, el tal Miguel tiene unas profundas creencias religiosas heredadas de su familia; esto no le quita ni pizca de humanidad.
Con Dios ganamos, sumamos. No nos dejemos engañar. Son paradigmáticas las palabras de Benedicto XVI en la inauguración de su pontificado, en las que se refería a su predecesor: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa”.
No privemos a los nuestros de la luz y de la sal de Cristo. No tengamos reparos a vivir en plenitud la vida cristiana. Esto no nos separa del mundo ni de los demás, un corazón ardiente impulsa a servir y a amar. La fe auténtica no enrarece, devuelve la auténtica humanidad.
Fuente: eldiadecordoba.es